Ciudad abismo (48 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Ciudad abismo
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—¿Esperabas odiarlo?

—Esperaba hacer mucho más que eso. Esperaba matarlo o llevarlo ante la justicia. Y en vez de eso… —Gitta hizo otra pausa. Se produjo otro crujido de luz azul en el bosque: la caída de otro animal—. Tuve que hacerme una pregunta; una que nunca me había hecho. ¿Cuánto tiempo hace falta vivir como hombre bueno (haciendo el bien) para que la suma de tus buenas acciones anule algo terrible que hiciste en el pasado? ¿Sería suficiente toda una vida humana?

—No lo sé —respondí con sinceridad—. Pero sé algo. Puede que Cahuella sea mejor de lo que era, pero sigue sin ser la idea que se puede tener de un ciudadano modelo, ¿no crees? Si defines su forma de ser actual como la de un hombre que hace el bien, me da miedo pensar cómo sería antes.

—Te lo daría, sí —dijo Gitta—. Y tampoco creo que pudieras soportarlo.

Le di las buenas noches y me fui a seguir preparando las otras tiendas.

20

A media mañana, mientras los otros levantaban el campamento, cinco de nosotros retrocedimos a pie sobre nuestros pasos hasta el lugar del sendero en el que habíamos visto el árbol de cobra real. Desde allí avanzamos con dificultad unos metros a través de la maleza hasta alcanzar la base acampanada del árbol. Yo encabezaba la marcha y blandía la guadaña de monofilamento delante de mí, trazando un arco que apartaba casi toda la vegetación.

—Es incluso mayor de lo que parecía desde el sendero —dijo Cahuella. Aquella mañana estaba sonrosado y jovial porque su cacería nocturna había resultado un éxito, como habíamos comprobado nosotros gracias a los restos de animales colgados en el claro—. ¿Qué antigüedad crees que tiene?

—Sin lugar a dudas, es anterior al aterrizaje —contestó Dieterling—. Cuatrocientos años, quizá. Tendríamos que cortarlo para saberlo con certeza.

Comenzó a caminar alrededor de la circunferencia del árbol mientras daba ligeros golpecitos en la corteza con los nudillos.

Con nosotros estaban Gitta y Rodríguez. Miraban hacia la parte superior del árbol con el cuello estirado y los ojos entrecerrados para bloquear la luz del sol que se filtraba a través del dosel de la jungla.

—No me gusta —dijo Gitta—. ¿Y si…?

Aunque parecía estar demasiado lejos para oírla, Dieterling respondió.

—Las posibilidades de que otra serpiente se acerque por aquí son mínimas. Especialmente si tenemos en cuenta que la fusión de esta parece muy reciente.

—¿Estás seguro? —preguntó Cahuella.

—Compruébalo tú mismo.

Estaba casi detrás del árbol. Pisoteamos la crujiente maleza hasta llegar a él.

Los árboles de cobra real fueron un misterio para los primeros exploradores en aquellos años de ensueño antes del comienzo de la guerra. Habían recorrido aquella parte de la Península a toda prisa, con los ojos muy abiertos ante las maravillas del nuevo mundo, en busca de milagros que sabían serían estudiados con más atención en el futuro. Eran como niños abriendo regalos, casi sin prestar atención a los contenidos de cada paquete antes de empezar a abrir el siguiente. Había demasiadas cosas que ver.

Si hubieran sido metódicos, habrían descubierto los árboles y habrían decidido que merecía la pena estudiarlos más a fondo cuanto antes, en vez de limitarse a incluirlos en la creciente lista de anomalías planetarias. Si lo hubieran hecho, con solo someter a estudio a unos cuantos árboles durante unos cuantos años habrían descubierto el secreto. Pero tuvieron que pasar muchas décadas de guerra hasta que se pudo establecer la verdadera naturaleza de los árboles.

Eran poco comunes, pero estaban distribuidos a lo largo de una gran área de la Península. Su rareza los había convertido en el centro de atención al principio, ya que eran claramente distintos de las otras especies. Todos crecían hasta el mismo techo del bosque, pero no más allá… hasta llegar a unos cuarenta o cincuenta metros del suelo, según la vegetación que los rodeara. Tenían forma de candelero en espiral y se ensanchaban en la base. Cerca de la copa, los árboles se abrían en una estructura plana y de decenas de metros de ancho, como champiñones color verde oscuro. Eran aquellos champiñones lo que hacía que los árboles de cobra real resultaran tan obvios para los primeros exploradores que sobrevolaron la jungla en una de las lanzaderas del
Santiago
.

De vez en cuando encontraban un claro cerca de un árbol y bajaban para investigar a pie. Los biólogos del equipo habían intentado encontrar una explicación a la forma de los árboles o a las extrañas diferencias entre los tipos de células que encontraron alrededor del perímetro del árbol y en las líneas radiales que lo atravesaban. Lo que estaba claro era que la madera del centro de los árboles era vegetación muerta, y que la materia viva existía solo en una capa relativamente delgada alrededor de la corteza.

La analogía con el candelero en espiral era precisa hasta cierto punto, pero yo pensaba que la mejor descripción era la que lo asemejaba a un tobogán enormemente alto y delgado, como el que yo recordaba haber visto en un parque de atracciones de Nueva Iquique, viejo y arruinado, cada verano con la pintura más descascarillada. La forma subyacente del árbol era más o menos la de un tronco cilíndrico terminado en punta pero, alrededor del mismo y ascendiendo hasta la cima, había una estructura helicoidal cuyas espirales no estaban del todo en contacto las unas con las otras. La hélice era suave y tenía dibujos geométricos en marrón y verde que brillaban como metal batido. En los huecos por los que podía verse el tronco original solían encontrarse pruebas de una estructura similar que se había desgastado o que había sido absorbida por el árbol, y quizá más niveles de estructura bajo aquellos, aunque solo un botánico experto podría realmente leer tales sutilezas en el crecimiento del árbol.

Dieterling había identificado la espiral principal que rodeaba el árbol. La base, justo donde parecía que la espiral debiera hundirse en la tierra como una raíz, terminaba en una abertura hueca.

Me la señaló.

—Está hueco casi hasta arriba, hermano.

—¿Y eso quiere decir…? —preguntó Rodríguez. Sabía cómo manejar una cría, pero no era un experto en el ciclo biológico de aquellas criaturas.

—Quiere decir que ya ha eclosionado —respondió Cahuella—. Las crías de ésta ya se han marchado de casa.

—Salieron de su madre a mordiscos —dije yo. Todavía no sabíamos si había distintos sexos en las cobras reales, así que era del todo posible que también se hubieran comido a su padre… o a ninguno. Cuando la guerra acabara, la investigación sobre la biología de las cobras reales alimentaría miles de carreras académicas.

—¿De qué tamaño serían? —preguntó Gitta.

—Tan grandes como nuestra cría —dije yo mientras le daba una patada a la boca en la base de la espiral—. Quizá ligeramente más pequeñas. Pero nada que quieras encontrarte sin disponer de una buena munición.

—Creía que se movían demasiado lentas como para suponer un peligro.

—Esas son las casi adultas —dijo Dieterling—. Y, aun así, puede que no pudieras dejarlas atrás a través de una vegetación como esta.

—¿Querrían comernos? Quiero decir, ¿nos reconocerían como algo comestible?

—Probablemente no —respondió Dieterling—. Lo que puede que no te consuele mucho cuando se arrastre sobre ti.

—Cálmate —dijo Cahuella rodeando a Gitta con el brazo—. Son como cualquier otro animal salvaje… solo que más peligrosas si no sabes qué coño haces. Y nosotros lo sabemos, ¿verdad?

Algo aplastó la vegetación detrás de nosotros. Sorprendidos, todos nos dimos la vuelta, casi esperando ver la cabeza sin ojos de una serpiente casi adulta abalanzarse sobre nosotros como un lento tren de carga, machacando la jungla que le impedía su implacable progreso con tanta eficacia como si fuera niebla.

En vez de eso, vimos al doctor Vicuna.

El doctor no había demostrado interés por seguirnos cuando dejamos el campamento, así que me pregunté qué le habría hecho cambiar de idea. No es que me agradara la compañía del engendro.

—¿Qué pasa, doctor?

—Me aburría, Cahuella. —El doctor daba grandes zancadas a través de lo que quedaba de las plantas que yo había cortado. Su ropa, como siempre, estaba impecable, mientras que las nuestras mostraban los cortes y manchas normales del paso por el campo. Él vestía una chaqueta de campo parda que le llegaba hasta las rodillas, desabrochada por delante. Del cuello le colgaban un par de delicadas gafas de amplificación de imagen. Los bucles de su pelo hacían que tuviera el aire sórdido de un querubín desnutrido—. ¡Ah, este es el árbol!

Salí de su camino; la mano me sudaba sobre el puño de la guadaña de monofilamento, mientras me imaginaba lo que le haría al engendro si alargara por accidente el arco de corte y le pasara por encima. Pensé que, fuera cual fuera el dolor que sufriera en el proceso, no podía compararse con la dosis acumulada que el había infligido a lo largo de su carrera.

—Todo un espécimen, ¿verdad? —le dijo Cahuella.

—Probablemente la fusión más reciente ocurriera hace tan solo unas semanas —dijo Dieterling, tan cómodo con el engendro como con su jefe—. Échale un vistazo al gradiente del tipo de célula.

El doctor caminó hacia lo que le indicaba Dieterling.

Dieterling había desempaquetado un delgado dispositivo gris que llevaba en el bolsillo de la cintura de su chaqueta de caza. De fabricación Ultra, era del tamaño de una Biblia cerrada, llevaba una pantalla y unos cuantos controles con marcas crípticas. Dieterling apretó uno de los lados del dispositivo contra la hélice y presionó uno de los botones. Unas células muy ampliadas en tonos de azul pálido aparecieron en la pantalla. Eran formas cilíndricas borrosas, amontonadas al azar como las bolsas de cadáveres en un depósito.

—Estas células son básicamente epiteliales —dijo Dieterling mientras trazaba la imagen con un dedo—. Mirad la suave estructura lipídica de la membrana de la célula… muy característico.

—¿De qué? —preguntó Gitta.

—De un animal. Si tomara una muestra del revestimiento de tu hígado, no sería muy distinta de esta. —Movió el dispositivo hacia otra parte de la hélice, un poco más cerca del tronco—. Y ahora, mira esto. Células totalmente diferentes… dispuestas de forma más regular, con límites geométricos unidos por rigidez estructural. ¿Ves cómo la membrana de la célula está rodeada de una capa adicional? Eso es básicamente celulosa. —Tocó otro control y las células se hicieron transparentes y se llenaron de formas fantasmales—. ¿Ves esos organelos en forma de vaina? Cloroplastos nacientes. Y esas estructuras laberínticas son parte del retículo endoplasmático. Todas esas cosas son características definitorias de las células vegetales.

Gitta dio unos golpecitos en la corteza sobre el lugar en el que Dieterling había realizado la primera exploración.

—Así que el árbol es más como un animal aquí y más como una planta… ¿aquí?

—Es un gradiente morfológico, por supuesto. Las células del tronco son células vegetales puras… un cilindro de xilema alrededor del núcleo de antiguo crecimiento. La primera vez que la serpiente se une al árbol enroscándose a su alrededor, todavía es un animal. Pero cuando la serpiente entra en contacto con el árbol, sus propias células comienzan a cambiar. No sabemos qué hace que eso ocurra… si lo activa algo dentro del sistema linfático de la serpiente o si es el árbol el que suministra la señal química para iniciar la fusión. —Dieterling señaló el lugar en el que la hélice se unía sin señal alguna con el tronco—. Este proceso de unificación celular debe tardar unos cuantos días. Cuando se termina, la serpiente está inseparablemente unida al árbol… de hecho, se convierte en parte del árbol. Pero la mayor parte de la serpiente sigue siendo una animal en esos momentos.

—¿Qué le pasa a su cerebro? —preguntó Gitta.

—Ya no necesita ninguno. Ni siquiera necesita algo que pudiéramos reconocer como un sistema nervioso, para serte sincero.

—No has respondido a mi pregunta.

Dieterling le sonrió.

—El cerebro de la madre es lo primero que se comen las crías.

—¿Se comen a su madre? —dijo Gitta horrorizada.

Las serpientes se fundían con sus árboles anfitriones y se convertían ellas mismas en plantas. Solo pasaba cuando las serpientes llegaban a su fase casi adulta, cuando eran lo bastante grandes como para formar una espiral alrededor del árbol desde el suelo hasta el techo del bosque. En esos momentos ya había pequeñas cobras reales formándose en lo que se podría llamar el vientre de la criatura.

Estaba claro que el árbol anfitrión ya había visto muchas fusiones. Quizá el árbol verdadero y original se hubiera podrido hacía mucho y lo que quedaba eran tan solo las espirales entrelazadas de las cobras reales muertas. Sin embargo, era probable que la última serpiente en unirse al árbol siguiera técnicamente viva, tras extender su caperuza fotosintética desde la copa del árbol para beber la luz del sol. Nadie sabía cuánto podían vivir las serpientes en aquel estado final de planta sin cerebro. Lo que sí se sabía era que otra casi adulta llegaría tarde o temprano y reclamaría el árbol para sí. Se arrastraría por él, metería la cabeza a través de la caperuza de su predecesora y después extendería la suya sobre la vieja. Sin luz solar, la caperuza tapada se marchitaría rápidamente. La recién llegada se fusionaría con el árbol y se convertiría casi por completo en planta. El tejido animal que quedara solo serviría para suministrar comida a las crías, nacidas unos cuantos meses después de la fusión. Algún mecanismo de activación químico haría que se comieran el vientre de su madre para salir, digiriéndola por el camino. Una vez comido el cerebro, bajarían a mordiscos por la espiral de su cuerpo hasta emerger a ras del suelo totalmente formadas; rapaces crías de cobra real.

—Piensas que es algo repugnante —dijo Cahuella al leer como un experto los pensamientos de Gitta—. Pero algunos animales terrestres tienen ciclos vitales igual de desagradables, si no más. La araña social australiana se convierte en pulpa conforme sus crías maduran. Debes admitir que tiene cierta pureza darwiniana. A la evolución no le importa mucho lo que pasa una vez que las criaturas transmiten su herencia genética. Los animales adultos normales tienen que seguir vivos el tiempo suficiente para criar a sus hijos y protegerlos frente a los depredadores, pero las cobras reales no se ven limitadas por esos factores. Hasta sus crías son más peligrosas que cualquier otro animal indígena, lo que significa que no hay enemigos frente a los que protegerlas. Y no necesitan aprender nada que no tengan ya grabado en ellas. Casi no existe ninguna presión selectiva para evitar que los adultos mueran en el instante en el que dan a luz. Tiene perfecto sentido que las crías se alimenten de sus madres.

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