—Básicamente —dijo con cortesía—, es una caza. Lo llamamos el Juego. No existe, al menos de forma oficial; ni siquiera en los ambientes relativamente ilegales de la Canopia. Lo conocen y hablan sobre él, pero siempre con discreción.
—¿Quiénes? —pregunté, por decir algo.
—Postmortales, inmortales, como quieras llamarlos. No todos juegan o quieren jugar, pero todos conocen a alguien que lo ha jugado o tiene contactos con la red que hace el Juego posible en primer lugar.
—¿Lleva pasando mucho tiempo?
—Solo los últimos siete años. Quizá se pueda considerar un contrapunto bárbaro a la gentileza que prevalecía en Yellowstone antes de la caída.
—¿Bárbaro?
—Sí, de forma exquisita. Por eso lo adoramos. No tiene nada complicado ni sutil, ya sea desde el punto de vista metodológico o psicológico. Tiene que poder organizarse con poca antelación en cualquier parte de la ciudad. Naturalmente, existen reglas, pero no necesitas visitar a los Malabaristas de Formas para comprenderlas.
—Cuéntame las reglas, Waverly.
—Bueno, no tienes por qué preocuparte por ellas, Mirabel. Solo tienes que correr.
—¿Y después?
—Morir. Y morir bien. —Hablaba con amabilidad, como un tío indulgente—. Es lo único que te pedimos.
—¿Por qué lo hacéis?
—Acabar con otra vida proporciona una emoción especial, Mirabel. Hacerlo siendo inmortal lo eleva a un nivel sublime totalmente diferente. —Hizo una pausa, como si ordenara sus pensamientos—. En realidad no comprendemos la naturaleza de la muerte, ni siquiera en estos tiempos difíciles. Pero al tomar una vida (especialmente la vida de alguien que no era inmortal y que por tanto ya era plenamente consciente de la muerte), podemos obtener un sentido indirecto de lo que significa.
—Entonces, ¿la gente a la que cazáis nunca es inmortal?
—No, normalmente no. Solemos seleccionarla en el Mantillo; escogemos a personas de salud razonablemente buena. Queremos que nos ofrezcan una buena caza por nuestro dinero, por supuesto, así que a veces los alimentamos primero.
Me contó más cosas; que el Juego lo financiaba una red clandestina de suscriptores. Casi todos eran de la Canopia y se rumoreaba que a ellos se les unían los buscadores de placer de algunos de los carruseles más libertarios que todavía seguían habitados en el Cinturón de Óxido o en algunas de las otras colonias de Yellowstone, como Loreanville. En la red nadie conocía más que a algunos suscriptores, y sus verdaderas identidades se camuflaban bajo un elaborado sistema de engaños y máscaras, de modo que nadie quedaba expuesto en las cámaras abiertas de la vida de la Canopia, que todavía fingía una especie de civismo decadente. Las cacerías se organizaban con poca antelación y se avisaba a un pequeño número de suscriptores cada vez, que se reunía en zonas en desuso de la Canopia. La misma noche (o no más de un día después) extraían una víctima del Mantillo y la preparaban.
Los implantes eran una nueva mejora.
Permitían que un grupo mayor de suscriptores compartiera los progresos de la cacería, lo que aumentaba muchísimo los beneficios. Otros suscriptores ayudaban con la cobertura a ras del suelo y se arriesgaban a bajar al Mantillo para que las imágenes de la cacería pudieran llegar hasta la Canopia, con premios para los que consiguieran las imágenes más espectaculares. Unas simples reglas de juego (que se cumplían con mayor rigor que las verdaderas leyes que seguían prevaleciendo en la ciudad) determinaban los parámetros aceptados dentro de los que podía llevarse a cabo la cacería, los dispositivos de rastreo y las armas permitidas para lograr un asesinato justo.
—Solo hay un problema —dije yo—. No soy del Mantillo. No sé manejarme en la ciudad. No estoy seguro de que valga lo que habéis pagado.
—Bueno, nos apañaremos. Tendrás una ventaja adecuada con respecto a los cazadores. Y, para ser sinceros, el que no seas de aquí en realidad nos supone una ventaja. Los del Mantillo conocen demasiados atajos y escondites.
—Vaya, qué poco deportivo por su parte. Waverly, hay algo que quiero que sepas.
—¿Sí?
—Volveré para matarte.
Él se rió.
—Lo siento, Mirabel, pero ya lo he oído antes.
El teleférico aterrizó, la puerta se abrió y Waverly me invitó a salir.
Comencé a correr mientras las luces del teleférico se hacían más débiles y el vehículo volvía a subir de vuelta a la Canopia. Mientras ascendía, como una mota oscura frente a los hilos lechosos de luces aéreas, otros coches comenzaron a descender como luciérnagas. No se dirigían directamente hacia mí (no hubiera sido deportivo), pero sí se dirigían hacia la zona del Mantillo en la que me encontraba.
El Juego había comenzado.
Seguí corriendo.
Si el área del Mantillo en la que me había dejado el chico del rickshaw era mala, el sitio en el que me encontraba estaba en otra dimensión: un territorio tan despoblado que ni siquiera se podría considerar peligroso en el mismo sentido… a no ser que resultaras ser un participante involuntario en una cacería nocturna. No había hogueras ardiendo en los niveles inferiores y las incrustaciones alrededor de las estructuras tenían aspecto de abandono: estaban medio derrumbadas y eran inaccesibles. Las calles de la superficie estaban todavía más ruinosas que las que había transitado antes, agrietadas y retorcidas como tiras de
toffee
, con tendencia a terminar de forma abrupta a mitad de camino en un abismo inundado, o simplemente a sumergirse en la misma inundación. Estaba oscuro y tenía que andar con mucho cuidado.
Waverly me había hecho una especie de favor al bajar la potencia de las luces interiores mientras bajábamos, ya que al menos mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, aunque tampoco es que rebosara gratitud hacia él.
Corrí mientras miraba por encima del hombro para vigilar a los teleféricos que siguieron descendiendo hasta caer detrás de las estructuras más cercanas. Los vehículos estaban lo bastante cerca como para ver a sus ocupantes. Por alguna razón, había supuesto que solo el hombre y la mujer me perseguirían, pero obviamente no era el caso. Quizá (por la forma en la que se organizaba la red) les tocaba a ellos encontrar la víctima y yo me había metido alegremente en sus planes. Pensé si sería así como iba a morir. Casi había muerto docenas de veces en la guerra; otras docenas más cuando trabajaba para Cahuella. Reivich había intentado matarme al menos dos veces y casi lo consiguió en ambas. Pero si no hubiera sido capaz de sobrevivir a todos aquellos roces con la muerte, al menos habría tenido que admitir cierto respeto reticente por mis adversarios, la sensación de que había decidido luchar contra ellos y, por lo tanto, había aceptado lo que tuvieran en mente para mí.
Pero yo no había elegido lo que me sucedía en aquellos momentos.
Busca refugio
, pensé. Había edificios a mi alrededor, aunque no tenía muy claro cómo entrar en ellos. Mis movimientos estarían limitados una vez dentro, pero si me quedaba fuera los perseguidores tendrían multitud de oportunidades para hacer blanco. Y yo me aferraba a la idea (sin pruebas que la respaldaran) de que quizá el transmisor implantado no funcionara tan bien si me escondía. También sospechaba que el combate cuerpo a cuerpo no era el tipo de juego que buscaban en realidad mis perseguidores; que preferirían dispararme desde lejos, a través de campo abierto. Si tal era el caso, estaba más que dispuesto a decepcionarlos, aunque solo me supusiera unos minutos más de vida.
El agua me llegaba hasta las rodillas; caminé por ella lo más rápido que pude hasta el lateral sin iluminación del edificio más cercano, una estructura estriada que se elevaba setecientos u ochocientos metros por encima de mi cabeza antes de convertirse en mutante y desplegarse por la Canopia. Al contrario que algunas de las otras estructuras que había visto, aquella había sufrido daños considerables a la altura de la calle y estaba pinchada y agujereada como un árbol golpeado por un rayo. Algunas de las aberturas eran solo nichos, pero otras tenían que ser más profundas, tenían que introducirse en el corazón muerto de la estructura, desde el que quizá pudiera acceder a niveles más altos.
Una luz dura y azul golpeó el exterior arruinado. Me agaché en el agua y el pecho me quedó completamente sumergido; el olor resultaba insufrible. Esperé a que el reflector terminara su trabajo. Podía oír voces, agitadas, como las de una manada de chacales al oler el almizcle. Manchas de oscuridad absoluta con forma de hombre saltaban entre los edificios más cercanos y se hacían señas, con los brazos llenos de los instrumentos de asesinato permitidos por el Juego.
Algunos tiros esporádicos llovieron sobre el edificio y arrancaron trozos de mampostería calcificada que cayeron al agua. Otra mancha de luz comenzó a explorar el lateral y me pasó a pocos centímetros de la cabeza. Mi respiración, trabajosa debido a la presión del agua sucia, sonaba como otra arma de fuego.
Cogí aire y me sumergí en el agua.
No podía ver nada, claro, pero aquello no suponía un gran estorbo. Confié en mi sentido del tacto y pasé los dedos por el lateral del edificio hasta que encontré un lugar en el que la pared se curvaba hacia dentro de forma abrupta. Escuché más tiros, transmitidos por el agua, y más chapoteos. Quería vomitar. Pero entonces recordé la sonrisa del hombre que había arreglado mi captura y me di cuenta de que quería que él muriera primero; Fischetti y después Sybilline. Entonces mataría a Waverly, ya que estaba, y, pieza a pieza, desmantelaría todo el aparato del Juego.
En aquel momento me di cuenta de que los odiaba a ellos más que a Reivich.
Pero él también tendría lo suyo.
Todavía de rodillas bajo el agua, cerré los puños en torno a los bordes de la abertura y me impulsé hacia el interior del edificio. No debía llevar más de unos cuantos segundos bajo el agua, pero salté hacia arriba con tanta rabia y alivio que casi grité al entrarme el aire en la boca. Pero, aparte de jadear, hice el menor ruido posible.
Encontré un alféizar relativamente seco y salí de la oscuridad. Y entonces, durante un largo rato, me quedé tumbado hasta que se me calmó la respiración y me llegó el suficiente oxígeno al cerebro como para reanudar el trabajo de pensar, en vez de simplemente mantenerme vivo.
Escuché voces y tiros fuera, más altos. Y, esporádicamente, la luz azul atravesaba las grietas del edificio y hacía que me escocieran los ojos.
Cuando regresó la oscuridad, levanté la mirada y vi algo.
Era débil, de hecho, era más débil de lo que imaginaba que pudiera ser cualquier objeto visible. Había leído que la retina humana era, en principio, capaz de detectar solo dos o tres fotones de una vez, si se alcanzaban unas condiciones de sensibilidad suficientes. También había oído (y los había conocido) a soldados que decían tener una extraordinaria visión nocturna; soldados que se pasaban horas en la oscuridad por miedo a perder su aclimatación.
Nunca había sido uno de ellos.
Lo que estaba viendo era una escalera, o el esqueleto ruinoso de lo que debía haber sido una escalera. Una cosa en espiral, recorrida por miembros cruzados, que llegaba hasta un rellano y después subía más alto hacia una hendidura irregular de luz pálida que recortaba su silueta.
—Está dentro. Rastro térmico en el agua.
Era la voz de Sybilline o de alguien que se le parecía mucho, con el mismo tono de certeza arrogante. Después habló un hombre con tono de complicidad.
—Es algo poco corriente en los del Mantillo. No suelen gustarles los interiores. Demasiadas historias de fantasmas.
—No son solo historias de fantasmas. Ahí abajo hay cerdos. También nosotros deberíamos tener cuidado.
—¿Cómo vamos a entrar? No pienso meterme en el agua, sea cual sea el premio de la caza.
—Tengo mapas estructurales de este edificio. Hay una ruta por el otro lado. Pero será mejor que nos demos prisa. El equipo de Skamelson está solo a una manzana de distancia y tienen mejores rastreadores.
Me levanté del alféizar y me moví hacia el extremo inferior de la escalera en ruinas. Llegué demasiado pronto, había juzgado mal la distancia. Pero cada vez veía con más claridad. Podía ver que subía diez o quince metros por encima de mí antes de desaparecer dentro de un techo colgante, como de masa, que se parecía más al diafragma de un estómago que a un elemento arquitectónico.
Lo que no podía saber, a pesar de mi agudeza visual, era lo cerca que estaban mis perseguidores ni lo sólida que sería la estructura de la escalera. Si se derrumbaba mientras subía caería al agua, pero el agua no sería lo bastante profunda como para amortiguar la caída sin causarme algunos daños.
A pesar de todo, subí usando la fantasmal barandilla cuando estaba disponible, esquivando los huecos en los escalones o saltando las zonas donde no había ningún escalón. La escalera crujía, pero seguí avanzando… incluso cuando el escalón que acababa de abandonar se hizo añicos y cayó al agua.
Bajo mis pies, la luz inundó la cámara y unas figuras vestidas de negro entraron a través de un hueco de la pared caminando penosamente por el agua. Los podía ver con bastante claridad: Fischetti y Sybilline, ambos enmascarados y con bastante armamento como para montar una pequeña guerra. Me detuve en el rellano en el que estaba. La oscuridad me rodeaba, pero al mirarla los detalles comenzaron a emerger de las tinieblas, como fantasmas al solidificarse. Pensé en torcer hacia la izquierda o la derecha en vez de seguir subiendo; sabía que tenía que tomar una decisión rápida y que no quería quedar atrapado en un callejón sin salida.
Entonces algo salió de la oscuridad. Estaba agachado y, al principio, pensé que era un perro. Pero era demasiado grande y su cara plana se parecía mucho más a la de un cerdo. La cosa comenzó a levantarse sobre las patas traseras todo lo que le permitía el techo bajo. Era de constitución prácticamente humana pero, en vez de dedos, cada mano tenía un grupo de pezuñas alargadas y ambos grupos sostenían un arco de aspecto cruel. Su ropa parecía estar hecha de retazos de piel y metal toscamente fabricados, como una armadura medieval. Su carne era pálida y lampiña, y la cara estaba a medio camino entre un hombre y un cerdo, con los bastantes atributos de ambos como para que la composición resultara profundamente perturbadora. Los ojos eran dos pequeñas ausencias negras y tenía la boca curvada en una permanente sonrisa de glotonería. Detrás de él podía ver a otro par de cerdos que se acercaban también a cuatro patas. La forma en que se articulaban sus patas traseras hacía que andar les resultara, como poco, incómodo.