Read Temerario I - El Dragón de Su Majestad Online
Authors: Naomi Novik
Tags: #Histórica, fantasía, épica
El capitán Will Laurence sella su destino al capturar el precioso cargamento de la fragata Amitié. El tesoro es un huevo de dragón imperial, regalo del emperador chino a Napoleón. Cuando la fantástica criatura salga del cascarón, elegirá al capitán como su criador. Éste pronto descubrirá que entrenarlo es una aventura fascinante. Juntos tendrán que aprender las peligrosas tácticas de la guerra aérea, pues Francia, dirigida por un Bonaparte más audaz que nunca, ha reunido a sus criaturas para transportar sus tropas sobre suelo británico. ¡Laurence y Temerario se preparan para sufrir su bautismo de fuego!
Naomi Novik es una ávida lectora de literatura fantástica. Estudió literatura inglesa en la Universidad de Brown, y realizó estudios de posgrado en la Universidad de Columbia. Participó en el diseño y el desarrollo del juego de ordenador Neverwinter Nights: Shadow of Undrentide. Después se dio cuenta de que prefería escribir a programar. Vive en Nueva York con su marido y seis ordenadores.
Naomi Novik
Temerario I
El Dragón de Su Majestad
ePUB v1.0
crispin9329.01.2012
Título: Temerario I. El Dragon de Su Majestad
Autor: Naomi Novik
Tema: Histórica / Fantasía / Épica
Editorial: Alfaguara
ISBN: 978-84-204-0632-9
Páginas: 416
Edición original: 2006
Para Charles,
sine qua non.
El navío francés cabeceaba en el oleaje picado. Su cubierta estaba resbaladiza a causa de la sangre. Un golpe de mar podía derribar a cualquier marino con la misma facilidad que un disparo intencionado. En el fragor de la batalla, Laurence no tuvo tiempo para sorprenderse de la notable resistencia del enemigo pero, a pesar del brutal aturdimiento en el ardor del combate, la confusión de espadas y el humo de las pistolas, se percató de la honda angustia del rostro del capitán francés mientras animaba a voz en grito a los suyos.
Después de aquello, aún pasó un breve lapso de tiempo hasta que se encontraron en cubierta y el hombre le entregó la espada a regañadientes. Hizo ademán de cerrar la mano sobre la hoja en el último momento, como si tuviera intención de retirarla. Laurence alzó la vista para asegurarse de que habían arriado el pabellón y entonces aceptó el acero con un asentimiento mudo. No hablaba francés, y un cruce de palabras más formal le hubiera obligado a esperar a que estuviera presente el tercer teniente, un joven que en aquel momento se hallaba bajo cubierta para asegurar la artillería francesa. Los franceses supervivientes se dejaron caer literalmente en sus puestos en cuanto cesaron las hostilidades. Laurence se percató de que eran menos de lo que cabía esperar en una fragata de treinta y seis cañones, y de que parecían enfermos y demacrados.
Muchos de ellos yacían muertos o agonizantes en la cubierta. Sacudió la cabeza a la vista de aquel despilfarro de vidas y dirigió una mirada de reprobación al capitán francés. Nunca debería haber presentado batalla. Dejando a un lado el simple hecho de que, en el mejor de los casos, el Reliant aventajaba ligeramente en cañones y hombres al Amitié, era obvio que la enfermedad o el hambre habían diezmado la tripulación. Para empezar, las velas que tenía sobre la cabeza eran un triste enredo, y aquello no era resultado de la batalla, sino de la tormenta que acababa de pasar esa misma mañana. Ni siquiera habían conseguido disparar una andanada antes de que el Reliant se hubiera acercado y los hubiera abordado. El capitán estaba manifiestamente afectado por la derrota, pero no era un hombre joven que se dejase llevar por la fogosidad. Debería haber hecho lo mejor para su tripulación en lugar de empujarla a un combate perdido de antemano.
—Señor Riley —llamó Laurence para atraer la atención de su alférez—, que nuestros hombres lleven abajo a los heridos. —Enganchó al cinto el sable del capitán francés. No creía que aquel hombre se mereciera la cortesía de que se lo devolviera, aunque lo habitual hubiera sido hacerlo así—. Haga venir al señor Wells.
—Muy bien, señor —respondió Riley mientras se volvía para dar las órdenes pertinentes.
Laurence anduvo hacia la balaustrada para mirar hacia abajo y evaluar los daños que había sufrido el casco. Parecía razonablemente intacto. Había ordenado a sus hombres que no dispararan por debajo de la línea de flotación. Pensó con satisfacción que no tendría por qué haber dificultad alguna en llevarlo a puerto.
Los cabellos se le habían soltado de la pequeña coleta y le cayeron sobre los ojos al agacharse a mirar. Los apartó con gesto impaciente cuando alzó la cabeza, dejando rastros de sangre en la frente y en el pelo descolorido por el sol; esto, añadido a los anchos hombros y la mirada severa, le confería una apariencia fiera de la que él no era consciente mientras inspeccionaba la nave apresada, una apariencia completamente opuesta a la habitual amabilidad de sus facciones.
Wells subió en respuesta a la llamada del capitán y llegó a su altura.
—Señor —dijo sin esperar a que le dirigiera la palabra—, le pido perdón, señor, pero el teniente Gibbs dice que hay algo raro en la bodega.
—¿Sí? Iré a mirar —respondió Laurence—. A ver si consigue que este caballero se comprometa a no intentar nada, ni él ni sus hombres, para poder dejarlos en libertad bajo palabra. —Señaló al capitán francés—. De lo contrario, los encerraremos.
Éste no respondió de forma inmediata; miró a sus hombres con gesto abatido. Les haría mucho bien poder permanecer en la cubierta inferior y cualquier recuperación de la nave era prácticamente imposible en las circunstancias actuales. Aun así, vaciló, flaqueó y al fin farfulló: «Je me rends», con un aspecto todavía más desdichado.
Laurence le dirigió una breve señal de asentimiento.
—Puede volver a su camarote —le dijo a Wells; luego, se volvió para bajar a la bodega—. Tom, ¿me acompaña? Perfecto.
Descendió con Riley pegado a los talones y encontró al primer teniente esperándole. El rostro orondo de Gibbs aún relucía por el sudor y la emoción. Sería él quien llevaría la presa a puerto y lo más probable es que asumiera también el cargo de capitán cuando la hubieran acondicionado para ser una fragata inglesa. Eso complacía sólo a medias a Laurence. Aunque Gibbs se había desenvuelto competentemente, era un oficial impuesto por el Almirantazgo y nunca habían llegado a intimar. Hubiera preferido a Riley en lugar del primer teniente y, si hubiera estado en su mano, sería Riley quien conseguiría ahora ese ascenso. Así era la naturaleza del servicio y no envidiaba la buena suerte de Gibbs pero, aun así, no se alegraba con el mismo entusiasmo que si hubiera visto a Tom conseguir su propio barco.
—Muy bien, ¿qué ocurre aquí? —preguntó Laurence a continuación.
La marinería se apiñaba alrededor de una mampara extrañamente orientada hacia el área de popa de la bodega, descuidando la tarea de catalogar los pertrechos de la nave apresada.
—Señor —contestó Gibbs—, haga el favor de venir por aquí. Abrid paso ahí delante —ordenó.
Cuando se apartaron los marinos, Laurence vio una entrada situada en un tabique que habían levantado en la parte posterior de la bodega hacía poco tiempo, ya que la madera era notablemente más ligera que la de los tablones circundantes.
Después de agacharse para cruzar la puerta baja, se encontró en una pequeña cámara de apariencia extraña. Habían reforzado las paredes con metal de verdad, lo cual había añadido a la nave un peso enorme e innecesario, y habían acolchado el suelo con lonas viejas. Además, en un rincón, había una pequeña estufa de carbón apagada en aquel momento. El único objeto guardado en el interior de la cámara era un gran cajón de embalaje —que, a simple vista, tendría la altura y anchura de la cintura de un hombre—amarrado al suelo por medio de gruesas guindalezas sujetas a anillos metálicos.
Laurence no pudo reprimir la más vivida curiosidad, la cual le venció después de intentar resistirse durante un momento. Apretó el paso y dijo:
—Señor Gibbs, creo que deberíamos echar un vistazo ahí dentro.
La tapa del cajón estaba concienzudamente asegurada con clavos, pero al fin cedió al empuje de varios voluntariosos marineros. La levantaron haciendo palanca y quitaron la parte superior del embalaje. Fueron muchos quienes estiraron el cuello al mismo tiempo para ver el contenido.
Nadie habló. Laurence contempló en silencio la centelleante curvatura de la cáscara del huevo que sobresalía del montón de paja. Resultaba difícil de creer.
—Haga llegar al señor Pollitt la orden de que baje —ordenó al fin; la voz sonó sólo un poco tensa—. Señor Riley, cerciórese de que esas cuerdas son lo bastante seguras, por favor.
Riley no contestó de inmediato, estaba demasiado atareado mirando. Luego, prestó atención de repente y respondió con premura:
—Sí, señor.
A continuación se agachó para comprobar las sujeciones.
Laurence se acercó y bajó la vista para contemplar el huevo. No cabía duda alguna en cuanto a su naturaleza, aunque no era capaz de asegurarlo por su propia inexperiencia. Una vez pasada la sorpresa del primer momento, extendió la mano con vacilación y acarició la superficie con cautela; era lisa y dura al tacto. La retiró casi de inmediato para no arriesgarse a sufrir algún daño.
El señor Pollitt descendió a la bodega con su habitual torpeza, aferrando con ambas manos los laterales de la escalera, en los que dejó sus huellas impresas en sangre. No era marinero; se había hecho cirujano cuando frisaba los cuarenta después de sufrir alguna decepción en tierra que nunca había querido aclarar. No obstante, era un hombre magnífico, muy apreciado por la tripulación a pesar de que su mano no era la más firme en la mesa de operaciones.
—¿Sí, señor? —dijo. Entonces, vio el huevo—. ¡Padre Nuestro que estás en los cielos!
—Entonces, ¿es un huevo de dragón? —preguntó Laurence, esforzándose para refrenar una nota de triunfo en la voz.
—Oh, sí, sin duda, capitán. Sólo el tamaño ya lo demuestra. —El señor Pollitt se secó las manos en el mandil y se puso a quitar más paja de la parte superior del cajón en un intento de ver cuánto medía—. Caramba, está bastante endurecido. ¿En qué estarían pensando para estar tan lejos de tierra?
Las últimas palabras no parecían muy halagüeñas, por lo que Laurence preguntó con acritud:
—¿Endurecido? ¿Qué significa eso?
—Pues que pronto va a salir del cascarón. Tendré que consultar mis libros para asegurarme, pero creo que el Bestiario de Badke establece con rotundidad que la cría romperá el cascarón en la semana siguiente a que éste se haya endurecido del todo. ¡Qué espécimen tan espléndido! He de traer mi cinta métrica.
Se marchó con denodado afán. Laurence intercambió una mirada con Gibbs y Riley, y de inmediato los tres se reunieron lejos de los perseverantes espectadores para poder hablar sin ser oídos.
—¿Dirían ustedes que estamos al menos a tres semanas de Madeira si soplan vientos favorables?
—Como mínimo, señor —dijo Gibbs con un asentimiento.
—No logro imaginarme cómo vinieron aquí con él —repuso Riley—. ¿Qué se propone hacer, señor?
La satisfacción inicial de Laurence se iba convirtiendo poco a poco en consternación conforme comprendía la dificultad propia de la situación. Contempló el huevo con mirada ausente. Relucía con el acogedor lustre del mármol incluso a la tenue luz del farol.