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Authors: Paulo Lins

Tags: #Drama, otros

Ciudad de Dios (14 page)

BOOK: Ciudad de Dios
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—¡Más de dos mil personas en el entierro! Todas las mujeres de aquel hombre estaban allí, cada una más guapa que la otra —decía Torquato, en el Bonfim, a los bebedores que llenaban el establecimiento aquel lunes—. ¡Hasta el Cacique de Ramos mandó flores! —concluyó.

—¿De verdad? ¿Y por qué no me lo dijiste enseguida, chaval? —dijo Belzebu al escuchar el relato de Armando.

—Te he llamado un montón de veces, pero nunca te encuentro.

Belzebu dejó a Armando en la sala, fue al garaje para coger una cuerda y salió al patio para procurarse una piedra; acto seguido lo guardó todo en el maletero del coche y entró de nuevo en la casa; buscó un revólver, se lo entregó a Armando y le dijo:

—Vamos a Ciudad de Dios a recuperar esas armas ahora mismo.

Armando se puso el revólver en la cintura sin oponer reparos. Se dirigieron a Ciudad de Dios. Apenas hablaron durante el trayecto. A Armando le pareció extraño que el policía no entrase en la barriada.

—¿Adónde vas? —preguntó.

—Vamos a la Barra a buscar un compañero más para acabar con esos rufianes.

Antes incluso del primer puente de la Vía Once, el coche de Belzebu comenzó a fallar.

—¡Mierda! Voy a parar ahí para ver qué le ocurre.

Detuvo el coche a la orilla del río. Belzebu bajó del coche. En la otra margen del río, Torquato, que caminaba con un cercote rumbo a la laguna, reconoció al policía. Amparado por la oscuridad, se quedó a observar qué hacía. Armando bajó mientras Belzebu miraba lo que le ocurría al coche.

—Voy a echar una meada allí —dijo Armando.

Avanzó unos pasos y su corazón se aceleró al oír el ruido del martillo del arma de su compañero. Se resistió a volverse, se abrió la bragueta y una bala penetró en su nuca. El detective amarró con la cuerda el fiambre, colocó la piedra en el otro extremo de la cuerda y dejó que el cadáver se hundiese hasta el fondo del río. No sabía si Armando había dicho la verdad, pero, si hubiera aceptado su versión de los hechos, siempre habría desconfiado de él. Todo hombre en quien él no confiase debía morir. El asunto ahora era matar a Inferninho y a Tutuca. Abandonó el lugar del crimen sin reparar en Torquato.

Pelé y Pará cogieron el autobús en Barra da Tijuca una tarde de sol abrasador. Se quedaron en la parte de atrás, fingieron que no se conocían, y observaron los relojes, anillos, cadenas y pulseras de los pasajeros. En las inmediaciones de Gardenia Azul, limpiaron a los viajeros de la parte trasera, obligándolos a bajar del autobús. A la altura de Los Apês, hicieron lo mismo con los de delante. Más adelante, le quitaron el dinero al cobrador y se fueron a la Praga dos Garimpeiros a repartirse el botín.

Un sargento del ejército que estaba en el autobús observó el camino que habían tomado los dos delincuentes. Indignado por haber perdido toda su paga, se fue a su casa y cogió su revólver; la casualidad quiso que por el camino se topara con un coche patrulla de la policía civil. Belzebu, después de escucharlo, se apeó del coche y, a paso rápido, los dos se encaminaron en la dirección que el militar indicaba.

En la Praga dos Garimpeiros, Pelé y Pará discutían sobre la conveniencia de fumarse un porro allí mismo. Mientras Pelé sostenía que era mejor que fueran a un lugar cerrado, Pará afirmaba que la policía iría directa al Bonfim y después a la
quadra
Trece, y que la plaza era el lugar más seguro. Su compañero acabó cediendo.

Al doblar una esquina de la plaza, Belzebu avistó a la pareja. Retrocedió. Tramó un plan de captura con el sargento y se emboscó en la esquina. El sargento dio la vuelta a la manzana y llegó a una callejuela que llevaba a la plaza sin que los maleantes se dieran cuenta. Caminó lentamente con el arma amartillada.

La tarde soleada ya iba tocando a su fin. Pará liaba el porro mientras Pelé volvía a contar el dinero conseguido. Un niño, al percatarse de la presencia del sargento, retrocedió para alertar a los rufianes. El sargento disparó, pero falló. La pareja saltó el muro de una casa y tomó a dos niños como rehenes, con lo que impidió la persecución.

La voz y el llanto de la madre de los niños obligaron a Belzebu a iniciar una negociación. Aseguró que, si se entregaban, no les harían daño ni dispararían contra ellos.

—¡Joder! Te dije que no convenía quedarse aquí. Ahora tendremos que largarnos saltando los muros de atrás —sugirió Pelé.

—¡Nada de eso, hermano! Ahí debe de estar lleno de polis —repuso el compañero.

—¡Es mejor que salgáis por las buenas, si no será peor! —insistía el detective Belzebu.

En un impulso repentino, Pará liberó al niño, lanzó el revólver por encima del muro, abrió el portón y salió.

—Pon las manos en alto y arrímate a la pared. ¡Mi palabra vale oro! —dijo el detective.

En un primer momento, Pelé creyó que su compañero se había equivocado, pero, como no oyó señal de escapada, consideró que era mejor entregarse; el detective acababa de decir que, si devolvían todo, los dejarían en libertad. Pelé salió con las manos en alto. Belzebu estiró la mano. Pelé le entregó el arma. El sargento entró en el patio a recoger los objetos robados. La sonrisa del detective los trastornó a los dos.

—Ahora id andando uno al lado del otro con las manos en la cabeza —ordenó el policía.

—Pero…

—¿Pero? ¡Y una mierda, chaval!

Acataron la orden de Belzebu. El policía y el sargento intercambiaron una mirada; no tuvieron que recurrir a las palabras para ponerse de acuerdo. El primer tiro de la pistola calibre 45 del sargento atravesó la mano izquierda de Pelé y se alojó en su nuca. La ráfaga de ametralladora de Belzebu desgarró el cuerpo de Pará. Un grupito de personas intentó socorrerlos, pero Belzebu lo impidió con otra ráfaga de ametralladora, esta vez dirigida hacia el cielo. Se acercó a los cuerpos y los remató con el tiro de gracia.

Pará había nacido con ictericia en el agreste Pernambuco. Antes de los cinco años ya había padecido parotiditis, deshidratación, varicela, tuberculosis y otras enfermedades, lo que impulsó a sus familiares a encender velas y a colocarlas en su mano todas las veces que reviraba los ojos, sudaba frío y pasaba horas y horas temblando bajo el sol fuerte y aquellas mantas, conseguidas aprisa por los vecinos; querían que tuviese luz en caso de que muriese, ya que el chico no estaba bautizado.

La medicina lo desahució ya antes de nacer, pero el bicho se sobrepuso al riesgo de morir feto. Llegó a Río de Janeiro con doce años acompañado sólo de su madre, pues a su padre lo habían asesinado por orden del coronel para el que trabajaba con ocasión de unas elecciones para alcalde y concejales. La gente decía que había declarado públicamente su voto a favor del adversario del patrón. Junto con su madre, mendigó durante años en las calles del centro de la ciudad hasta que a ella la arrastró una crecida en la Praga da Bandeira, donde dormía con otros pordioseros. El niño nunca olvidó la escena: una cloaca se tragaba a su madre mientras él resistía al empuje de las aguas agarrado a un poste.

Para salir adelante, Pará limpió zapatos, descargó cajas en el mercadillo, vendió cacahuetes, vendió revistas porno en el tren, lavó coches de ricachos y dio por el culo a maricas en las calles de ligoteo para conseguir alguna pasta. Con el dinero conseguido en esta última actividad, logró alquilar una chabola en el morro de la Viúva. Se unió a los chiquillos del morro para comenzar a robar a las viejas que circulaban por la Praga Saens Peña. El primer revólver lo consiguió a través de un homosexual de la Zona do Baixo Meretrício con quien mantuvo relaciones dos años seguidos. En una taberna del morro se enteró de que quien fuese al estadio Mario Filho recibiría un plato de sopa a la hora de las comidas y además tendría derecho a una casa propia; así que no perdió tiempo y se unió a los afectados por las crecidas de 1966. Todo salió como había imaginado. En el estadio de fútbol trabó amistad con Pelé, su fiel compañero.

Pelé había nacido en el morro de Borel. Su padre, que decía ser nieto de esclavos, era un hombre fuerte y guapo que trabajaba como basurero y sólo bebía los fines de semana; los días de trabajo prefería fumarse un porrito en las laderas del morro, donde maleantes y macarrillas siempre lo habían respetado.
Passista
de la Unidos de Tijuca, extremo derecho del Everest, equipo de segunda división, Cibalena fue asediado siempre por las mujeres de la escuela de samba, por las mujeres de la hinchada del equipo en el que jugaba y por las del morro donde vivía. Se enorgullecía de ello, y solía decirles a sus amigos que tenía hijos que ni él mismo conocía, pero que eran las mujeres las culpables, pues con la ilusión de retenerlo para siempre, por pura picardía, se dejaban embarazar.

Pelé fue víctima de esa maldad de su padre. Sufría cuando su madre lo mandaba a buscar a su padre y éste ni siquiera lo saludaba, alegando no conocerlo. El niño fue criado únicamente por su madre; su abuelo materno había echado a su hija a la calle cuando se enteró de que estaba embarazada. La señora en cuya casa trabajaba la despidió. Desesperada, antes incluso de dar a luz, cayó en la prostitución. Tenía amigas prostitutas, así que le resultó fácil iniciarse en la carrera. Enseguida cayó en la vida delictiva, comenzando por los robos a las señoras que acudían a los mercadillos de Tijuca. Con el tiempo, comenzó a trajinar drogas y armas para los traficantes del morro y a esconder coca y marihuana en la vagina para venderla en las cárceles cariocas. Hablaba con los presos jefes para poder traficar en la prisión. Pelé nunca fue a la escuela. Siendo aún niño, robaba alimentos en el mercadillo y birlaba carteras en el centro de la ciudad. Cuando comprendió que su madre era prostituta, nunca más volvió a hablar con ella. Se prometió que, si se encontraba de nuevo con los hombres que le llevaban caramelos de mentira, le hacían caricias siniestras y bromas estúpidas para engatusarlo, esos hombres que de vez en cuando se encerraban con su madre en la habitación de la casa en la Zona do Baixo Meretrício, donde él pasaba los días, los mataría. Fue al estadio Maracaná a conseguir casa porque en el morro ya le tenían jurada la muerte. A los quince años era un consumado maleante. Sólo se regeneraría cuando diese un buen golpe.

Su madre no fue a su entierro; había contraído una enfermedad que los médicos no pudieron diagnosticar y murió una semana después de que lo hiciera su hijo.

Su abuelo materno, compadecido, acudió al entierro, pero en el velatorio afirmó que el chaval había caído en el delito por pura desvergüenza: conocía a varias personas que habían pasado por cosas peores y que eran decentes.

Le asestaron el primer golpe en la oreja izquierda, después siguieron dándole por todo el cuerpo. Un pedazo de madera que tenía un clavo en la punta le perforó la cabeza. Le saltó el ojo izquierdo. Le quebraron las extremidades por varios lugares. Sólo pararon cuando creyeron que aquel fugitivo arisco estaba definitivamente muerto. Una mujer incluso pidió clemencia. No le hicieron caso. Colocaron el cadáver dentro de una bolsa de plástico, cruzaron el puente de Los Apês, entraron en la Rua dos Milagres y doblaron por la primera callejuela.

—El bicho se está moviendo —advirtió el que lo cargaba.

Tiraron la bolsa al suelo, y reanudaron los porrazos sin ninguna compasión. El golpe definitivo, que le rompió el cráneo, se lo asestaron con un adoquín. Siguieron caminando por las callejuelas hasta llegar al portón de una casa en la Rua do Meio.

—¡Zé Miau! ¡Zé Miau! —gritó Busca-Pé.

Zé Miau apareció deprisa con el dinero. Esperaba aquel encargo con ansiedad, pues aún tenía que arrancarle la cola y la cabeza para cortar la carne en trocitos, adobarla y preparar los pinchos. Además de vender carne asada de gato en la Zona do Baixo Meretrício, Zé Miau trapicheaba con caipiriña, vaselina, revistas porno y pomada japonesa. Con el dinero que habían recibido, los niños fueron al parque de atracciones instalado junto al mercado Leão.

Martelo conducía con pericia el Opala robado minutos antes de cometer un atraco en un establecimiento maderero en la Rua Geremário Dantas. Todo había salido bien, pero tuvieron la mala suerte de encontrarse con el coche patrulla de la policía cuando regresaban a Ciudad de Dios. Belzebu reconoció a Inferninho en el asiento de atrás. La policía disparaba al Opala, se le acercaba en las curvas y en las rectas perdía terreno. El Opala bajó la autovía Gabinal a ciento veinte por hora y llegó a la Vía Once. Tutuca le ordenó que tomase por la carretera que daba acceso a la autopista. Lograron mantener bastante distancia. Tras una discusión, optaron por dirigirse a la autovía Bandeirantes, haciendo caso omiso de la propuesta de Inferninho: abandonar el coche y embreñarse en el bosque. Llegaron a la barriada por el Nuevo Mundo y tuvieron el tiempo justo para cruzar el río.

Los detectives habían pedido ayuda por radio. Cuando llegaron al lugar donde los maleantes habían abandonado el coche, comenzaron a registrar las casas aledañas; después examinaron el automóvil. Cabeça de Nós Todo no estaba de servicio, pero cuando vio pasar a los policías se sumó a la persecución. Cambió su revólver por la ametralladora de un compañero de servicio. Vio que los tres golfos cruzaban la Rua do Meio y que Tutuca iba delante, con la bolsa del dinero amarrada en el brazo derecho. Cabeça de Nós Todo dio la vuelta a la calle para sorprenderlos. Cuando apenas había asomado la mitad de su rostro por el quino de la esquina, Tutuca lo vio, disparó contra él y saltó un muro. Martelo e Inferninho le imitaron. Cabeça de Nós Todo les siguió: le gustaba la situación. La carcajada de la ametralladora agujereaba muros, espantaba a los gorriones y a todos los seres humanos que presenciaban u oían el ruido de la persecución.

Inferninho y Martelo cruzaron la Rua Principal y se escondieron en el Lote. A Tutuca, que se aventuró por el interior, casi lo alcanzaron cuando cruzaba la Rua do Meio. Pasó por el Ocio, por detrás del mercado Leão, y atravesó la Praga do Jaquinha; entró en la calle de la escuela municipal Augusto Magne, se detuvo en la esquina y se agachó. Esperaba que su perseguidor viniese por allí; entonces lo mandaría al infierno. Le extrañó la tardanza del policía. Imaginó que estaría cansado.

Cabeça de Nós Todo, al contrario de lo que pensaba el maleante, le había seguido los pasos, y Tutuca no se percató de que el policía estaba a sus espaldas, con la ametralladora apuntándole. Podía dispararle: desde esa distancia no fallaría en un blanco inmóvil, pero lo quería vivo para que el rufián entregase todo el botín. Tutuca, que creyó que el policía había abandonado la persecución, decidió refugiarse en la casa de Lúcia Maracaná, pero antes de levantarse notó el cañón de la ametralladora que le enfriaba la nuca:

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