Ciudad de los ángeles caídos (14 page)

BOOK: Ciudad de los ángeles caídos
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—Es horrible —dijo Clary, apartando la vista de la pantalla y estremeciéndose—. No puedo entender cómo hay gente capaz de tirar a sus hijos como si fueran basura...

—Jocelyn —dijo Luke, con la voz ronca de preocupación. Simon miró en dirección a la madre de Clary. Estaba blanca como el papel y daba la impresión de que estaba a punto de vomitar. Retiró el plato que tenía delante, se levantó de la mesa y corrió hacia el baño. Al cabo de un instante, Luke dejó su servilleta en la mesa y corrió tras ella.

—Oh, mierda. —Clary se llevó la mano a la boca—. No puedo creer que haya dicho lo que acabo de decir. Soy una imbécil.

Simon no entendía nada.

—¿Qué pasa?

Clary se hundió en su asiento.

—Mi madre pensaba en Sebastian —dijo—. Quiero decir Jonathan. Mi hermano. Supongo que lo recuerdas.

Hablaba en tono sarcástico. Ninguno de ellos olvidaría jamás a Sebastian, cuyo verdadero nombre era Jonathan, que había asesinado a Hodge y a Max, y ayudado a Valentine a casi ganar una guerra que habría significado la destrucción de todos los cazadores de sombras. Jonathan, con sus abrasadores ojos negros y su sonrisa afilada como un cuchillo. Jonathan, cuya sangre sabía como ácido de batería la vez que Simon lo mordió. Y no se arrepentía de ello.

—Pero tu madre no lo abandonó —dijo Simon—. Se empeñó en criarlo aun sabiendo que en su interior había algo horrible y malvado.

—Pero lo odiaba —dijo Clary—. No creo que lo haya superado nunca. Imagínate odiar a tu propio bebé. Antes, cada año, el día del cumpleaños del niño, sacaba una caja donde guardaba todas sus cosas de bebé y lloraba. Creo que lloraba por el hijo que habría tenido... si Valentine no hubiera hecho lo que hizo.

—Y tú habrías tenido un hermano —dijo Simon—. Uno de verdad. No un psicópata asesino.

A punto de echarse a llorar, Clary apartó el plato.

—Me encuentro mal —dijo—. ¿Sabes como cuando tienes hambre pero eres incapaz de comer?

Simon lanzó una mirada a la camarera del pelo decolorado; estaba apoyada en la barra del restaurante.

—Sí —dijo—. Lo sé.

Luke acabó regresando a la mesa, pero sólo para decirles a Clary y a Simon que iba a acompañar a Jocelyn a casa. Les dejó algo de dinero, que ellos utilizaron para pagar la cuenta antes de salir del restaurante y dirigirse a Galaxy Comics, en la Séptima Avenida. Pero ni el uno ni el otro consiguieron concentrarse lo suficiente como para disfrutarlo, de modo que se separaron con la promesa de volver a verse al día siguiente.

Simon se adentró en la ciudad con la capucha cubriéndole la cabeza y su iPod retumbando en sus oídos. La música siempre había sido su manera de aislarse de todo. Cuando llegó a la Segunda Avenida y continuó Houston abajo, había empezado a lloviznar y tenía un nudo en el estómago.

Tomó entonces First Street, que estaba prácticamente desierta, una franja de oscuridad entre las potentes luces de la Primera Avenida y la Avenida A. Cómo seguía con el iPod en marcha, no los oyó acercarse por detrás hasta que los tuvo casi encima. El primer indicio de que algo iba mal fue la visión de una sombra proyectada en la acera, superponiéndose a la suya. Y a aquélla se le sumó otra sombra, ésta a su otro lado. Se volvió...

Y vio que tenía a dos hombres detrás. Ambos iban vestidos exactamente igual que el atracador que lo había atacado la otra noche: chándal gris con capucha gris ocultándoles la cara. Estaban tan pegados a él que podían tocarlo sin el menor problema.

Simon saltó hacia atrás, con una potencia que lo dejó sorprendido. Su fuerza de vampiro era tan reciente, que todavía seguía conmocionándolo. Cuando, un instante después, se encontró colgado en el pórtico de entrada de una de aquellas típicas casas de arenisca rojiza, a unos metros de distancia de los atracadores, se quedó tan asombrado de verse allí que no pudo ni moverse.

Los atracadores avanzaron hacia él. Hablaban el mismo idioma gutural que el primer atracador que, Simon empezaba a sospechar, nunca fue en realidad un atracador. Los atracadores, por lo que sabía, no trabajaban en bandas, y era poco probable que el primer atacante tuviera amigos criminales que hubieran decidido vengarse de la muerte de su compañero. Estaba claro que aquello era otra cosa.

Llegaron a la entrada, atrapándolo en la escalera. Simon se arrancó de las orejas los cascos del iPod y levantó rápidamente los brazos.

—Mirad —dijo—, no sé de qué va esto, pero será mejor que me dejéis tranquilo.

Los atracadores se limitaron a mirarlo. O, como mínimo, Simon se imaginó que estarían mirándolo. Bajo la sombra de sus capuchas resultaba imposible verles la cara.

—Tengo la sensación de que alguien os ha enviado a por mí —dijo—. Pero es una misión suicida. En serio. No sé lo que os pagan, pero no es suficiente.

Una de las figuras vestidas de chándal se echó a reír. La otra había hundido la mano en el bolsillo y había sacado algo. Algo que relucía en negro bajo la luz de las farolas.

Una arma.

—Oh, tío —dijo Simon—. No lo hagas, de verdad te lo digo. Y no bromeo. —Dio un paso atrás, ascendiendo un peldaño. Tal vez si conseguía alcanzar la altura necesaria, podría saltar por encima de ellos, o entre ellos. Cualquier cosa antes que permitir que lo atacasen. No se veía capaz de enfrentarse a lo que podía significar aquello. Otra vez no.

El hombre levantó el arma. Se oyó el clic del gatillo.

Simon se mordió el labio. El pánico había provocado la aparición de sus colmillos. Una punzada de dolor recorrió su cuerpo.

—No...

Cayó del cielo un objeto oscuro. Al principio, Simon pensó que era algo que se había precipitado desde las ventanas de arriba, un aparato de aire acondicionado que se había desprendido o alguien tan perezoso que tiraba la basura a la calle desde su piso. Pero lo que cayó era una persona... una persona cayendo con puntería, objetivo y elegancia. La persona aterrizó encima del atracador, aplastándolo contra el suelo. La pistola se desprendió de su mano y el hombre gritó, un sonido tenue y agudo.

El segundo atacante se agachó para recoger el arma. Y antes de que a Simon le diese tiempo a reaccionar, el tipo había apuntado y apretado el gatillo. La boca de la pistola se iluminó con el resplandor de una chispa.

Y la pistola estalló. Estalló y el atracador explotó con ella, a tanta velocidad que ni siquiera pudo gritar. Buscaba una muerte rápida para Simon, y lo que recibió a cambio fue una muerte más rápida si cabe. Se hizo añicos como el cristal, como los colores de un caleidoscopio. La explosión fue amortiguada —el simple sonido del aire desplazado por el cuerpo— y después no se oyó nada más, excepto una leve llovizna de sal cayendo como lluvia sólida sobre la acera.

A Simon se le nubló la vista y se derrumbó en la escalera. Sentía un potente zumbido en los oídos y notó entonces que alguien lo agarraba por las muñecas y lo zarandeaba.

—¡Simon! ¡Simon!

Levantó la vista. La persona que lo sujetaba y lo zarandeaba era Jace. No iba con su equipo de lucha, sino todavía con vaqueros y con la chaqueta que le había recogido antes a Clary. Estaba despeinado, y sus prendas y su cara manchadas con suciedad y hollín. Tenía el pelo mojado por la lluvia.

—¿Qué demonios ha sido eso? —le preguntó Jace.

Simon miró hacia un lado y otro de la calle. Seguía desierta. El asfalto brillaba, negro, mojado y vacío. El otro atacante había desaparecido.

—Tú —dijo, todavía un poco aturdido—. Tú has saltado contra los atracadores...

—No eran atracadores. Estaban siguiéndote desde que saliste del metro. Alguien los envió. —Jace hablaba con completa seguridad.

—¿Y el otro? —preguntó Simon—. ¿Qué ha sido de él?

—Se ha esfumado. —Jace chasqueó los dedos—. Ha visto lo que le ha pasado a su amigo y ha desaparecido. No sé qué eran exactamente. No eran demonios, pero tampoco humanos del todo.

—Sí, eso ya me lo he imaginado, gracias.

Jace lo miró fijamente.

—Eso... lo que le ha pasado al atracador, has sido tú, ¿verdad? Tu Marca. —Le señaló la frente—. La vi ardiendo en color blanco antes de que ese tipo... se disolviese.

Simon no dijo nada.

—He visto muchas cosas —dijo Jace. Pero, para variar, no había sarcasmo en su voz, ni burla—. Pero jamás había visto nada igual.

—Yo no lo he hecho —dijo Simon en voz baja—. Yo no he hecho nada.

—No has tenido por qué hacerlo tú —dijo Jace. Sus ojos dorados destacaban brillantes en su rostro cubierto de hollín—. «Porque escrito está: mía es la venganza. Yo pagaré, dice el Señor.»

6

DESPERTAD A LOS MUERTOS

La habitación de Jace estaba tan aseada como siempre: la cama perfectamente hecha, los libros de las estanterías dispuestos en orden alfabético, notas y libros de texto cuidadosamente apilados sobre el escritorio. Incluso las armas, apoyadas contra la pared, estaban ordenadas por tamaño, desde un sable imponente hasta un pequeño conjunto de dagas.

Clary, en el umbral de la puerta, contuvo un suspiro. La pulcritud estaba muy bien. Se había acostumbrado ya a ella. Era, siempre había pensado, el modo que tenía Jace de controlar los elementos de una vida que, de lo contrario, estaría dominada por el caos. Había vivido tanto tiempo sin saber quién —o incluso qué— era en realidad, que no podía tomarse a mal que dispusiera en meticuloso orden alfabético su colección de poesía.

Pero podía tomarse a mal —y se lo tomaba a mal— el hecho de que él no estuviese allí. Si al salir de la tienda de vestidos de novia no había regresado a casa, ¿adonde había ido? Una sensación de irrealidad se apoderó de ella a medida que observaba la habitación. Era imposible que aquello estuviera pasando, o eso creía. Sabía cómo iba lo de las rupturas porque había oído a otras chicas quejarse al respecto. Primero la separación, el rechazo gradual a devolver las notas o las llamadas. Los mensajes vagos diciendo que nada iba mal, que su pareja sólo quería un poco más de espacio personal. Después el discurso de «No eres tú, soy yo». Y finalmente las lágrimas.

Nunca había pensado que nada de todo aquello pudiera aplicarse a ella y a Jace. Lo suyo no era normal, ni estaba sujeto a las reglas normales de las relaciones y las rupturas. Se pertenecían por completo el uno al otro, y siempre sería así, y eso era todo.

Pero ¿y si todo el mundo pensaba lo mismo? ¿Hasta el momento en que caían en la cuenta de que eran iguales que los demás y todo lo que creían real se hacía añicos?

Un resplandor plateado llamó su atención. Era la caja que Amatis le había entregado a Jace, decorada con su delicado dibujo con motivos de aves. Clary sabía que Jace había estado examinando su contenido, leyendo poco a poco las cartas, repasando notas y fotografías. No le había comentado mucho al respecto y ella tampoco había querido preguntar. Sabía que los sentimientos que albergaba hacia su padre biológico eran algo con lo que sólo él mismo tendría que hacer las paces.

Pero se sintió atraída hacia la caja. Recordó a Jace en Idris, sentado en la escalinata de acceso al Salón de los Acuerdos, con la caja en su regazo. «Si pudiera dejar de amarte», le había dicho. Acarició la tapa de la caja y sus dedos localizaron el cierre, que se abrió sin dificultad. En su interior había papeles, fotografías antiguas. Sacó una y se quedó mirándola, fascinada. En la fotografía aparecían dos personas, una mujer y un hombre jóvenes. Reconoció de inmediato a la mujer como la hermana de Luke, Amatis. La chica contemplaba al joven irradiando la luz del primer amor. El chico era guapo, alto y rubio, aunque sus ojos eran azules, no dorados, y sus facciones, menos angulosas que las de Jace... pero aun así, saber quién era —el padre de Jace— le produjo a Clary un nudo en el estómago.

Dejó rápidamente la fotografía de Stephen Herondale y estuvo a punto de cortarse el dedo con la hoja de un fino cuchillo de caza que estaba cruzado en el interior de la caja. Su empuñadura estaba decorada con motivos de aves. La hoja estaba manchada de óxido, o de lo que parecía óxido. No debieron de limpiarla bien. Cerró en seguida la caja y se fue; un sentimiento de culpa pesaba sobre sus hombros.

Había pensado en dejar una nota, pero, después de decidir que sería mejor esperar a poder hablar con Jace en persona, cerró la puerta y recorrió el pasillo hasta llegar al ascensor. Antes había llamado a la puerta de la habitación de Isabelle, pero al parecer tampoco ella estaba en casa. Incluso las antorchas de luz mágica de los pasillos parecían alumbrar menos de lo habitual. Tremendamente deprimida, Clary fue a pulsar el botón del ascensor, y se dio cuenta entonces de que estaba iluminado. Alguien subía al Instituto desde la planta baja.

«Jace», pensó de inmediato, y su pulso se aceleró. Pero, naturalmente, no podía ser él. Sería Izzy, o Maryse, o...

—¿Luke? —dijo sorprendida en cuanto se abrió la puerta del ascensor—. ¿Qué haces aquí?

—Lo mismo podría preguntarte yo. —Salió del ascensor y cerró la puerta a sus espaldas. Llevaba una chaqueta de franela forrada de borrego que Jocelyn había estado intentando que tirara desde que empezaron a salir. Estaba bien, pensaba Clary, que Luke no cambiara prácticamente en nada, pasara lo que pasara en su vida. Le gustaba lo que le gustaba, y eso era todo. Aunque fuera aquella vieja chaqueta de aspecto andrajoso—. Pero creo que ya sé la respuesta. ¿Está por aquí?

—¿Jace? No. —Clary se encogió de hombros, tratando de no revelar su preocupación—. No pasa nada. Ya nos veremos mañana.

Luke dudó un momento.

—Clary...

—Lucian. —La gélida voz que se oyó a sus espaldas pertenecía a Maryse—. Gracias por venir tan rápidamente.

Luke se volvió para saludarla.

—Maryse.

Maryse Lightwood acababa de aparecer en el umbral de la puerta, con la mano apoyada en el marco. Llevaba guantes, unos guantes de color gris claro a conjunto con su traje chaqueta gris. Clary se preguntó si Maryse tendría pantalones vaqueros. Nunca había visto a la madre de Isabelle y de Alec vestida con otra cosa que no fueran trajes chaqueta o ropa formal.

Clary notó que se le subían los colores. A Maryse no parecían importarle sus idas y venidas, aunque en realidad Maryse nunca había reconocido la relación de Clary con Jace. Resultaba difícil culparla de ello. Maryse estaba tratando aún de superar la muerte de Max, que se había producido hacía únicamente seis semanas, y lo estaba haciendo sola, mientras Robert Lightwood seguía en Idris. Tenía en la cabeza cosas más importantes que la vida amorosa de Jace.

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