—Un pasador pasa por el agujero de los tojinos, ¿ves? y sujeta fuertemente los tablones. No es un invento mío sino de mi predecesor. ¿Te acuerdas de Edward Hamilton?
—Me parece que no.
—¡Vamos, Stephen! ¡Sir Edward Hamilton, el que estaba al mando de la
Surprise
cuando recuperó la
Hermione
!Le expulsaron de la Armada porque agarró por la fuerza al condestable en la jarcia.
—¿No se debe agarrar por la fuerza a un condestable en la jarcia?
—¡Oh, no! Está protegido por su nombramiento, como tú. Uno puede agarrar por la fuerza y azotar a cualquier marinero, pero lo único que se le puede hacer a quien tenga un nombramiento así es ordenarle que se encierre en su cabina hasta que comparezca ante un consejo de guerra. Como Hamilton tenía muy buenas relaciones con el príncipe de Gales, le rehabilitaron muy pronto… Es curioso que dos capitanes de la
Surprise
hayan sido expulsados de la Armada y rehabilitados.
Jack había invitado a Pullings y a Oakes a desayunar, y puesto que en esa comida estaba permitido hablar de cuestiones de trabajo, hablaron de las corrientes en dirección oeste, de la marea, del viento desfavorable, de la nacionalidad y la clasificación probables de la distante embarcación, de la urgente necesidad de agua, ganado, vegetales y cocos de la fragata y, además, de la conveniencia de hacer numerosas reparaciones en la jarcia fija y en la móvil. Pero Jack también habló de otras cosas y preguntó por la señora Oakes.
—Está muy bien, señor, gracias —respondió Oakes, sonrojándose—, pero se dio un golpe contra una taquilla cuando hacía mal tiempo y quiere quedarse en la cabina durante algún tiempo.
Stephen se disculpó muy pronto, entre otras cosas, porque le parecía que aquel era el desayuno más aburrido que Jack había ofrecido, pues el propio anfitrión, a pesar de haber divisado tierra, no estaba muy animado, y los invitados estaban preocupados y tenían un comportamiento un poco extraño. Martin, a quien habían relevado Padeen y las niñas cuando sonaron las ocho campanadas, aún estaba apoyado en la borda.
—Felicitaciones por haber llegado a las islas Tonga y tener la posibilidad de capturar una presa —dijo—. Todos los marineros que han subido a la cruceta me han asegurado que es un ballenero norteamericano. Dicen que está cargado hasta los topes de esperma de ballena y seguramente también de gran cantidad de ámbar gris. ¿Cree que el capitán piensa ir directamente a capturar la presa, al estilo de Nelson, y que después de apresarla nos va a dejar recorrer la isla? ¡Cuánto me gustaría que así fuera!
—A mí también. ¿Quién puede ser indiferente a un botín? Y si además de este espléndido botín, conseguimos pasar una semana recorriendo Annamooka, eso sería maravilloso. Creo que hay un curioso cuco de color marrón y algunas especies de rálidos, y la gente, aparte de tener cierta tendencia al robo, es muy amable.
—He oído que en las islas Tonga hay lechuzas.
—¡Ahí está! —gritó Stephen junto con un montón de sus compañeros de tripulación.
A cien yardas a barlovento vieron elevarse un chorro de agua que les era familiar e inmediatamente a una negra ballena salir del agua, dar una vuelta y zambullirse. Era un enorme, viejo y solitario animal con la cola partida.
—¿Lechuzas, Nathaniel Martin? —continuó—. ¿Lechuzas en Polinesia? Me asombra usted.
—Se lo oí a una autoridad en la materia. Aquí viene el contramaestre, que estuvo en Tongataboo no hace mucho tiempo.
Entonces, proyectando la voz hacia abajo, hacia el combés, gritó:
—¡Señor Bulkeley! ¿Vio lechuzas en Tangataboo?
—¿Lechuzas? —repitió el contramaestre con su vozarrón—. ¡Oh, sí, señor! Cerca del lugar donde cogimos agua había un árbol donde se habían posado tantas que era difícil distinguir el árbol de las lechuzas. Eran de color morado.
—¿Tenían orejas, señor Bulkeley? —preguntó Martin, en un tono propio de quien duda del valor de su pregunta.
—No se lo podría jurar, señor, y me arriesgaría a decir una mentira si contestara tanto sí como no.
—Con orejas o sin ellas —dijo Stephen al cabo de un rato—, me parece que pasará mucho tiempo antes que veamos las aves y la presa. Anteriormente el capitán usó la ominosa y malsonante palabra
todavía
. Dijo que
todavía
se podía ver bien desde cierto lugar elevado. Y durante el desayuno me explicó que este maldito viento flojo soplaba directamente desde la isla hacia nosotros y que, además de una corriente en sentido contrario que era temporal, había otra permanente que nos empujaba hacia el oeste. Añadió que era posible que tuviéramos que acercarnos y alejarnos repetidas veces porque, a pesar de nuestros esfuerzos, nos veríamos obligados a retroceder constantemente. ¿Ve cómo esos hombres giran la verga un poco más y tiran de la bolina? ¡Qué diligencia! ¡Les encantan los botines!
—Y a mí también —dijo Martin—. No creo que se pudiera decir que rindo culto a la riqueza, pero el dinero obtenido como botín es diferente y ahora soy como un tigre que ha probado sangre humana. Espero que el capitán haya dicho eso para burlarse de usted, lo mismo que acaba de hacer el contramaestre conmigo.
—Es posible, pero recuerdo muchas ocasiones en que tratábamos de llegar a un puerto y tuvimos que quedarnos al pairo o avanzar y retroceder durante semanas, hambrientos, sedientos y descontentos, y a veces nos quedamos fuera. Pero no nos desanimemos. Confiemos en que mañana podremos entrar, hacer una matanza de balleneros, apoderarnos de sus cosas e internarnos en esos verdes bosques con nuestras redes para cazar mariposas y con nuestros estuches para coleccionar insectos.
La
Surprise
siguió avanzando despacio y viró hacia Annamooka. Allí apoyados en la borda, mirando hacia las tranquilas aguas, que habían tomado un color azul oscuro y rojizo con vetas azul claro, y hablando de anteriores viajes y de sus esperanzas de hacer otros pronto, a Stephen le pareció que tenía a su lado al viejo Martin, al Martin sincero, ingenuo y amable. Aunque no podía precisar la causa del cambio, pensaba que podía ser la prosperidad, el cuidado de la familia, los celos u otros motivos imperceptibles, pero lo cierto era que los lazos de amistad que les unían ya no eran fuertes. Sin embargo, esa mañana hablaron largamente sin reserva. Vieron una golondrina desconocida y enumeraron los rasgos comunes que tenía ésta con otras golondrinas que conocían. También vieron a gran distancia un ave que posiblemente era el albatros de Latham. Los rayos del sol que llegaban hasta ellos eran cada vez más fuertes.
En un momento dado, cuando la fragata no tenía velocidad suficiente para maniobrar, bajaron una lancha para virar a remolque la proa; luego, les pidieron que avanzaran un poco más hacia la popa para poder extender el toldo.
—Éste sería un día perfecto para que la señora Oakes tomara el fresco —dijo Stephen—. Aunque no ha subido a la cubierta desde que empezó el temporal, desafortunadamente se dio un golpe en la cabeza cuando hacía mal tiempo y tendrá que quedarse abajo por un tiempo. Le pregunté a Oakes si quería que la viera, pero dice que sólo experimentó una sacudida y tiene un moratón. Seguro que la causa fue un bandazo.
—¡El muy cerdo! —dijo Martin con vehemencia en voz baja y cambiando totalmente la expresión—. ¡Ese maldito cerdo le pega!
El capitán Aubrey no se había burlado de ellos. Un día tras otro la
Surprise
trataba de avanzar hacia barlovento, y a veces, ayudada por la corriente o un viento más fuerte, avanzaba un poco, de modo que el barco que estaba en Annamooka se podía ver incluso desde la cubierta, pero retrocedía durante la calma chicha de la noche.
Aunque la poca cantidad de víveres era preocupante, Jack no quería hacer rumbo a Tongataboo cuando tenía una presa a la vista. A los marineros de la Armada real, y más aún a los oficiales, les gustaban mucho las presas porque eran la única posible fuente de riquezas. Pero ese gusto no podía compararse con la pasión morbosa de los tripulantes de barcos corsarios, para quienes eran su medio de vida, su única razón de existir. Así pues, ahora los marineros de la
Surprise
la tripulaban atendiendo al más mínimo cambio del viento, anticipándose a las órdenes y manteniendo las velas hinchadas, aunque a medida que las horas y los días pasaban, las posibilidades de que el distante ballenero fuera una presa de ley disminuían. Mostraba una actitud firme y desafiante, pues no trataba de escapar de noche. Cada mañana aparecía allí todavía, con las vergas cruzadas y las velas inclinadas. El estado de ánimo de los tripulantes de la
Surprise
cambió de la alegría a algo parecido al desaliento, lo que motivó una cierta tendencia a la pelea.
La tarde del jueves, después que pasaron revista, la señora Oakes volvió a subir a la cubierta y se sentó en su lugar habitual cerca del coronamiento. Tenía en un ojo un moretón que se había formado hacía varios días y ahora estaba rodeado de un cerco verde y amarillo. Para ocultarlo parcialmente llevaba un gran pedazo de tela sobre la cabeza, como si soplara un viento que obligara a levar las gavias arrizadas.
—Espero que esté bien, señora —dijo Stephen, haciendo una inclinación de cabeza—. El señor Oakes nos dijo que se había caído y habría ido a verla si no me hubiera disuadido de hacerlo.
—Ojalá hubiera venido, estimado doctor —dijo la señora Oakes—. Me he aburrido mucho. No fue nada como para obligarle a uno a guardar cama porque sólo produjo este repulsivo moretón en el ojo, pero, aunque este horrible tiempo no me hubiera retenido abajo, no me hubiera gustado que me vieran con el aspecto de una boxeadora. En verdad, no hubiera subido ahora si no estuviera anocheciendo.
Jack fue hasta la popa, hizo algunas preguntas corteses y volvió a ocuparse de hacer avanzar un poco la fragata hacia barlovento en las más adversas circunstancias. Luego aparecieron Pullings, Martin y West, que mantuvieron una conversación bastante animada, pero a Stephen le pareció que la aversión que sentían el uno por el otro o al menos la tensión entre ellos era mayor, mientras que la atención que prestaban a Clarissa había disminuido en la misma medida que ella se había desmejorado. Clarissa, por su parte, se mostró muy amable y simpática con todos.
Cuando Stephen pensó en eso más tarde, le pareció que la explicación era demasiado simple. Había otro sentimiento a bordo, que tal vez podía definirse como desprecio, pero no podía precisar de parte de quién ni podía recordar ningún ejemplo concreto.
Sin embargo, esa era su impresión, y al día siguiente fue reforzada no sólo por el tono de los oficiales sino también por la actitud de algunos de los marineros. Aunque muchos, la mayoría, sonreían afectuosamente a Clarissa, otros la miraban inquisitivamente o con una expresión perpleja o con deliberada indiferencia. Pero el asunto más importante de ese día fue el cambio de velas, que fueron sustituidas cada una por la correspondiente vela más ligera. Jack Aubrey, que era tan sensible a los cambios de tiempo como los gatos, vio que el barómetro confirmaba lo que el hormigueo de sus pulgares le había indicado, pero, aunque hasta ahora no podía decir en qué dirección empezaría a soplar el viento, había dado la orden para no decepcionar a los marineros. Puesto que la
Surprise
llevaba más de treinta velas, eso requería una gran actividad. Stephen no comprendía por qué las cambiaban, pues el conjunto actual le parecía muy adecuado, pero lo que sí captó, y muy claramente, fue que cuando el capitán no estaba en la cubierta los marineros maldecían mucho más y había muchas más discusiones, peleas y resistencia a obedecer las órdenes, algo que no era inusual en un barco corsario, pero muy raro y peligroso en uno de la Armada real.
También se dio cuenta de que por cada marinero que miraba a Clarissa con recelo había media docena que miraban con frialdad a Oakes. Pero Oakes no estaba de servicio cuando Jack, inclinado sobre la borda con el señor Adams para medir la salinidad, oyó algo extraño en la cruceta.
Alguien preguntó:
—¿No ves que tienes que pasar este cabo primero, maldita sea?
Y otro, en voz baja pero perfectamente audible, replicó:
—¿A quién diablos le importa lo que dices?
Entonces Jack miró hacia arriba y ordenó:
—Señor West, anote el nombre de ese hombre.
Luego prosiguió con su tarea.
El viento empezó a soplar del sur, justo por la amura de la fragata, al final de la guardia de mañana. Cuando llamaron a los marineros a comer, el agua susurraba en los costados, la cubierta se había inclinado unos diez o doce grados y la atmósfera de la fragata había cambiado y se oían bromas y risas.
Cuando los marineros acabaron de comer, la isla estaba tan cerca que ocupaba la octava parte del horizonte y un gran
pahi
, una canoa doble con una caseta y una inmensa vela triangular, se alejaba de la orilla y navegaba en dirección contraria a la de la fragata para reunirse con ella.
—Killick, sube la caja con plumas rojas, el baúl con los regalos para los isleños y todos los dulces que queden.
—Señor, el serviola dice que hay un hombre blanco a bordo —dijo Oakes.
—¿Con una chaqueta?
—Sí, señor, y también con un sombrero.
—Muy bien, señor Oakes, gracias. Killick, tráeme la chaqueta más fina que encuentres, el sombrero de dos picos número tres y un pantalón de dril limpio. Y llama al capitán Pullings. ¡Ah, Tom! Conoces tan bien como yo a los habitantes de las islas del Pacífico Sur y sabes que son personas encantadoras, pero no quiero que desembarque ninguno de ellos, a excepción de los que invite a mi cabina, y hay que sujetar con tornillos todos los objetos de la cubierta que se puedan mover, incluida el ancla. Doctor, en tu opinión, ¿cuál de los tripulantes habla mejor las lenguas del Pacífico Sur y, si es posible, es también inteligente?
—El contramaestre, aunque me parece que sería muy poco serio como intérprete. Mejor recomendaría a Owen o John Brampton o Craddock.
Tom Pullings apenas tuvo tiempo para dar a la fragata un aspecto presentable y el capitán Aubrey apenas había pasado cinco minutos en la cubierta con sus impecables pantalones cuando el lento
pahi
llegó a una distancia en que era posible la comunicación a viva voz. La
Surprise se
puso en facha girando la gavia mayor, y la canoa, siguiendo las normas de cortesía de la marina, se acercó por la popa y se abordó con ella por el costado de babor.