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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

Clarissa Oakes, polizón a bordo (7 page)

BOOK: Clarissa Oakes, polizón a bordo
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—¡Estupendo, estupendo! —exclamó—. Les haré una visita. Ya fui al retrete —añadió, bajando la voz—. Pensé que te gustaría saberlo.

—Me alegro mucho —dijo Stephen, que le hizo algunas preguntas de carácter íntimo y muy concretas, pero Jack Aubrey era más reservado de lo que podía imaginarse sobre asuntos de ese tipo y, alejándose, se limitó a contestar:

—Como un potro.

Jack hizo virar la fragata otra vez para ir al encuentro del chinchorro y Stephen se quedó donde estaba. Con el giro la fragata se perdió de vista y en su lugar apareció el extenso océano. Ese día la línea del horizonte era completamente recta y muy visible en todas partes excepto en el oeste-suroeste, donde el banco de nubes matutino había aumentado mientras el viento soplaba en contra, como les ocurre a menudo a las nubes de las que salen rayos y violentas ráfagas de lluvia, contrariamente a lo que es normal que suceda en tierra.

—Con su permiso, señor —dijo Reade acercándose a Stephen—, pero el capitán pensó que le gustaría que le echara agua en las manos.

—Dios le bendiga, señor Reade, estimado amigo —dijo Stephen—. Por favor, échemela mientras me las froto. Recuerdo bien que me lavé las manos antes, pero seguramente ajusté una venda después. Por suerte me remangué los puños de la chaqueta, porque si no, tendría un serio problema con…

Se interrumpió al ver que Bonden subía por el costado.

—¿Y bien, Bonden? —preguntó el capitán Aubrey en el alcázar, donde todos escuchaban en silencio.

—No se puede desembarcar, señor —respondió Bonden—. Hay unas olas horribles y una resaca aún peor, aunque la marea estaba baja.

—¿No se puede desembarcar de ninguna manera?

—No, señor.

—Muy bien. Capitán Pullings, puesto que no es posible desembarcar, subiremos el chinchorro y continuaremos navegando con el mismo rumbo de antes a la mayor velocidad posible.

—¡Cubierta! —gritó el serviola desde el tope del palo—. ¡Barco justo por popa! ¡Aparejo de cuchillo, creo!

Jack cogió el catalejo reservado para la guardia y subió con rapidez a lo alto de la jarcia.

—¿Dónde, Trilling? —preguntó desde la cruceta.

—Justo por popa, señor, al borde de ese banco de nubes —respondió Trilling, que se había desplazado hasta el penol.

—No puedo verlo.

—A decir verdad, yo tampoco, señor —dijo Trilling en un tono alegre y conversacional que era más frecuente oír en un barco corsario que en un barco de guerra—. Va y viene. Pero podría verlo desde la cubierta si la atmósfera se aclarara un poco, pues no está a gran distancia.

Jack bajó a la cubierta por una burda, como hacía desde que era niño.

—Como le dije, capitán Pullings, continuaremos navegando con el mismo rumbo de antes a la mayor velocidad posible. No hay ni un momento que perder.

Los marineros subieron y amarraron el chinchorro. Un grupo originario de Orkney izó y cazó las escotas de las juanetes entre extraños cánticos y otro tensó las bolinas acompañado de la única cantinela que toleraba la Armada real:

—¡Uno, dos, tres, amarrar!

Martin dijo a Stephen:

—Me sorprendí al oír que no pudieron desembarcar debido al oleaje. Desde la posición ventajosa en que me encontraba vi a este lado del cabo una franja donde había relativa calma y hubiera jurado que allí se podía desembarcar. Espero que no esté muy apenado, Maturin.

—La verdad, si me hubiera afligido cada vez que hemos pasado por una isla prometedora sin detenernos durante mi carrera naval, me hubiera vuelto loco y melancólico hace mucho tiempo. Al menos hemos visto la pardela colicorta y los monstruosos pinos, que el diablo se lleve. Creo que son tan feos como altos, los árboles más feos después de la espantosa
Araucaria imbricata
de Chile, que se les parece en muchos aspectos.

Hablaron de las coníferas que habían visto en Nueva Gales del Sur y observaron cómo los marineros que trabajaban en las vergas superiores subían rápidamente para largar las sobrejuanetes. Martin miró a su alrededor y luego, en voz baja, dijo:

—Dígame, Maturin, ¿por qué dicen que las van a echar a volar? ¿A volar?He pasado en la mar tanto tiempo que no me haría gracia hacer esa pregunta a nadie más.

—Martin, creo que ha escogido a la persona menos indicada. Estamos iguales. Contentémonos con la idea de que no todos nuestros compañeros de tripulación saben la diferencia entre el ablativo y el ablativo absoluto.

—Señor —dijo West, que estaba de pie sobre la batayola de sotavento mirando por un catalejo—. La he visto cuando la fragata subía en el balanceo. Me parece que lleva un gallardete, y en caso de que así sea, es el cúter del que hemos oído hablar.

Pullings comunicó esto al capitán y añadió:

—Cuando estábamos en Sidney nos dijeron que un cúter de catorce cañones, el
Éclair
, venía del cabo Van Diemen.

—He oído hablar de él —dijo Jack, dirigiendo el catalejo hacia la popa—. Pero no veo nada.

Mediodía. Los oficiales midieron la altitud del sol y Pullings informó que se encontraba en el meridiano. Jack aseguró que eran las doce en punto y anunció que empezaba un nuevo día de navegación. Sonaron las ocho campanadas. Los marineros fueron a comer corriendo e hicieron un ruido extraño, diferente de los apagados sonidos que reflejaban su ansiedad del día anterior, pero aún tan débil que parecía motivado por una conspiración.

Después que el ruido cesó, cuando los marineros habían llegado más o menos a la mitad de la comida (avena, galletas y queso, porque en la Armada los lunes la carne se sustituía por pescado o queso), West dijo que ahora estaba convencido de que veía un cúter y casi seguro de que tenía un gallardete.

—Es posible que tenga razón —señor—, pero no veo nada. Y aunque tenga razón, no tiene nada de extraordinario que un cúter venga a la isla Norfolk, pues, según dicen, todavía quedan allí muchas provisiones del gobierno y algunas personas.

—No hay duda de que están izando banderas de señales, señor —dijo West un momento después.

—No las veo —negó Jack secamente—. Además, no tengo tiempo para chismorrear con el capitán de un cúter.

Davidge, que era más espabilado que su compañero, murmuró:


Tace
es la palabra latina para silencio, amigo mío.

Cuando los marineros y los guardiamarinas terminaron de comer, Jack bajó y mandó a buscar a Oakes.

—Siéntese, señor Oakes —dijo—. He estado pensado qué hacer con usted, y aunque es evidente que debemos separarnos, sobre todo porque no se permiten mujeres en la
Surprise
, no quiero hacerle desembarcar hasta que no lleguemos a algún puerto cristiano razonablemente bueno de Chile o Perú, donde le será fácil tomar un barco para Inglaterra. Tendrá suficiente dinero para hacerlo, pues además de su paga, probablemente tendrá también cierta cantidad de dinero como botín. Y si no hacemos ninguna presa, le adelantaré lo que sea necesario.

—Muchas gracias, señor.

—También le daré una recomendación para cualquier oficial de marina que quiera. Diré que ha tenido una conducta propia de un buen marino bajo mi mando. Pero también está su… compañera. Según tengo entendido, está bajo su protección.

—Sí, señor.

—¿Ha pensado en qué va a hacer?

—Sí, señor. Si tiene la bondad de casarnos, será libre. Y en caso de que ese cúter se abordara con la fragata, podríamos mandar a todos a… podríamos dejarlos con un palmo de narices.

—¿Le ha hecho una proposición de matrimonio?

—No, señor. Creía que…

—Entonces vaya y hágasela. Si ella acepta, tráigala aquí para que me lo confirme. Que el diablo me lleve si consintiera un matrimonio a la fuerza en mi barco. Si ella no acepta, tendremos que buscar algún lugar donde colgar su coy. Y ahora váyase y vuelva tan rápido como pueda, porque tengo muchas cosas que hacer. ¡A propósito! ¿Cómo se llama?

—Clarissa Harvill, señor.

—Clarissa Harvill. Muy bien. Adelante, señor Oakes. Los dos llegaron jadeantes a la popa y Oakes la apremió a pasar por la puerta de la cabina. Después de oír la proposición de su amante se había arreglado la ropa, la cara y su rubia cabellera lo mejor que pudo en aquellas circunstancias, y ahora tenía muy buen aspecto. Estaba allí de pie, con la cabeza baja, y su figura parecía más esbelta y algo masculina por el uniforme.

—Señorita Harvill, siéntese, por favor —dijo Jack, poniéndose de pie—. Oakes, acerque una silla y siéntese.

Ella se sentó con la espalda recta y bajó la mirada. Luego cruzó los tobillos y se puso las manos en el regazo, como si tuviera puesta una falda. Jack se volvió hacia ella y dijo:

—El señor Oakes me ha dicho que usted aceptaría casarse con él. ¿Es eso cierto o es una presunción suya?

—Sí, señor. Quiero casarme con él.

—¿Voluntariamente?

—Sí, señor. Y le estamos infinitamente agradecidos por su bondad.

—No me agradezca nada. Tenemos un pastor a bordo y sería impropio de un laico ocupar su lugar. ¿Tiene otra ropa?

—No, señor.

Jack estuvo pensativo unos momentos.

—Jemmy Ducks y Bonden podrían hacerle un traje con lona número ocho, la que usamos para las sobrejuanetes y las monterillas.

Y después de reflexionar unos momentos, continuó:

—Aunque quizá la lona sea inapropiada, quizá no sea lo bastante formal.

—¡Oh, sí, señor! —murmuró la señorita Harvill.

—Tengo algunas camisas viejas que podrían cortarse, señor —dijo Oakes.

Jack frunció el entrecejo y, alzando la voz al tono que habitualmente empleaba, gritó:

—¡Killick, Killick!

—¿Señor?

—Sube el rollo de seda escarlata que compré en Batavia.

—Creo que entre mi ayudante y yo tendríamos que remover todo en la bodega de popa, señor, y, además, dos marineros tendrían que moverlas y recolocarlas todas otra vez señor, todas otra vez —se quejó Killick—. Llevaría horas de duro trabajo.

—¡Tonterías! —exclamó Jack—. Está cerca de los armarios lacados en el pañol donde se guardan mis cosas. Está envuelto en una estera y luego en algodón de color azul. Tardarás dos minutos o incluso menos.

Killick abrió la boca, pero pensó en el actual estado de ánimo del capitán y volvió a cerrarla y se fue emitiendo un sonido inarticulado que indicaba desaprobación. Jack siguió hablando a la señorita Harvill:

—Pero seguramente usted sabrá coser muy bien.

—Por desgracia, señor, sólo sé hacer sencillas costuras con puntadas largas y muy despacio. Apenas puedo coser una yarda en una tarde.

—Eso no será suficiente. El vestido debe estar terminado cuando suenen las ocho campanadas. Señor Oakes, en su brigada hay dos hombres que hacen hermosos bordados a sus camisas…

—Willis y Hardy, señor.

—Exactamente. Cada uno puede coser una manga. Jemmy Ducks puede hacer la falda y Bonden puede ocuparse de la parte… superior.

Hubo un silencio, y Jack, que siempre se ponía un poco nervioso delante de las mujeres, trató de llenarlo diciendo:

—Espero que no tenga mucho calor, señorita Harvill. Se están formando tormentas por popa y eso a menudo provoca un calor sofocante.

—¡Oh, no, señor! —exclamó la señorita Harvill con más vehemencia de la que su discreción le había permitido hasta ahora—. En un barco tan hermoso como éste, nunca hace mucho calor.

La frase era estúpida, pero era evidente que tenía deseos de agradar y de que la agradaran, y el halago a la
Surprise
no podía fallar.

Killick regresó tan disgustado que apenas pudo decir:

—Le quité la estera.

—Gracias, Killick —dijo Jack, dando vueltas al rollo entre las manos.

Apartó el algodón azul y entonces apareció la seda. Era una seda no muy brillante, de una excepcional textura y un color más fuerte que el escarlata, que adquiría un tono extraordinario con los rayos del sol que entraban diagonalmente por las ventanas de popa.

—Señor Oakes, lleve este rollo a Jemmy Ducks —ordenó—. Tiene seis pies de ancho, y una pieza de apropiada longitud cortada perpendicularmente a los lados podrá cubrir a la joven de pies a cabeza. Diga a Jemmy lo que hay que hacer y pregúntele si hay en la fragata otros sastres que sean mejores, y si es así, que le ayuden. No hay ni un momento que perder. Señorita Harvill, espero tener el placer de verla cuando suenen las ocho campanadas.

Abrió la puerta y ella intentó hacer una reverencia, pero se dio cuenta de que estaba en una situación absurda y se limitó a mirarle como si le pidiera disculpas y a decir:

—No sé cómo agradecérselo, señor. Por Dios que ésta es la seda más hermosa que he visto en mi vida.

La entrevista, aunque corta, había sido agotadora para Jack, y durante un rato se quedó sentado en la taquilla próxima a las ventanas de popa con un vaso de vino de Madeira al lado. A través de la escotilla de popa podía oír los habituales sonidos de la fragata. Davidge, el oficial de guardia, ordenó que tensaran aún más la bolina del velacho; Edwards
el Sucio
, el suboficial que gobernaba la fragata, ordenó a Billy, el timonel «soltar un poco, orzar y dar un toque»; luego Davidge habló otra vez.

—No sé dónde ponerla, señor Bulkeley. Tendrá que esperar hasta que el capitán suba a la cubierta.

Jack terminó de tomar el vino, se estiró y subió a la cubierta. Tan pronto como apareció, entrecerrando los ojos por la luz del sol, Davidge le dijo:

—Señor, el señor Bulkeley quiere saber dónde tienen que poner los marineros la guirnalda para la boda.

—¿La guirnalda para la boda? —preguntó Jack. Entonces miró hacia el combés y vio a algunos marineros de la brigada de Oakes mirando hacia arriba. Observó cómo izaban silenciosamente el tradicional conjunto de aros adornados con cintas y gallardetes. Se preguntaba dónde debía colocarse. Si Oakes hubiera sido un marinero, se pondría en el mástil donde trabajaba; si hubiera sido el capitán, en el estay de la juanete mayor, pero, ¿dónde debía ponerse en este caso?—. Colóquenla en el tope del mastelerillo de juanete de proa —ordenó, y se fue despacio a la popa.

Esa guirnalda no la habían hecho media hora antes y los gallardetes no estaban recién puestos. Los malditos marineros sabían lo que él iba a hacer, habían previsto cuál sería su decisión y se habían burlado de él. Lleno de rabia pensó: «Que se vayan al infierno. Mi mente debe de ser transparente como el cristal». Pero su pensamiento se apartó de eso al ver que el doctor Maturin enseñaba a Reade, con gran precisión, una serie de pasos rápidos de una danza irlandesa.

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