Clarissa Oakes, polizón a bordo (4 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: Clarissa Oakes, polizón a bordo
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—Otra cosa maravillosa de la isla de Pascua son lo que allí llaman «mole» —dijo Owen.

—Las moles no tienen nada de maravillosas —dijo Philips.

—Cállese Philips —ordenó Stephen—. Continúe, Owen.

—Lo que allí llaman «mole» —dijo Owen, más claramente que antes—. Las moles son plataformas construidas en las laderas de las colinas, y las de la parte más próxima al mar tienen unos trescientos pies de largo y treinta pies de alto y están hechas de piedras cuadradas que a veces llegan a seis pies de largo. En esas plataformas, talladas en piedra gris, hay gigantescas figuras de unos tipos de hasta veintisiete pies de alto y ocho de ancho en la parte de los hombros. La mayoría de las figuras fueron derribadas, pero algunas aún están en pie. Tenían enormes sombreros rojos, y sé que medían cuatro pies y seis pulgadas de ancho y cuatro pies de alto porque me senté con mi novia en uno de los que habían derribado y lo medí con mi pulgar.

Jack llegó al castillo sintiendo cierto alivio, y allí fue recibido por el señor Bulkeley, el contramaestre, y el señor Bentley, el carpintero, que vestían sus gruesas chaquetas al estilo del este de Inglaterra. Tenían una expresión grave, pero no mucho más que la de los marineros del castillo, excelentes marineros de mediana edad que, después de quitarse el sombrero para saludar al capitán, se alisaban el pelo, que algunos habían perdido en la parte superior de la cabeza y habían complementado con cabos para hacerse coletas que les llegaban a la cintura. Detrás de ellos, cuando la
Surprise
hacía el servicio regular, estaban los grumetes, al mando del oficial encargado de mantener el orden; sin embargo, en un barco corsario no había sitio para los grumetes, y, en su lugar, aunque parecía absurdo, había ahora dos niñas que eran aún menos útiles para ayudar a combatir con la fragata. Eran Sarah y Emily Sweeting, dos niñas de la remota isla Sweeting, de Melanesia, las únicas supervivientes de una comunidad aniquilada por la viruela que había llevado allí un ballenero que faenaba en el Pacífico sur. Las trajo a bordo el doctor Maturin y se hizo cargo de atenderlas Jemmy Ducks, el que cuidaba las aves en la fragata, quien ahora les susurró:

—Pongan la punta de los pies en la raya y hagan una reverencia.

Las niñas colocaron la punta de sus negros pies descalzos junto a una de las junturas de las maderas de la cubierta, estiraron los lados de sus vestidos de dril e hicieron una reverencia.

—Espero que estén bien, Sarah y Emily —dijo el capitán.

—Muy bien, señor, gracias —respondieron, mirándole con ansiedad.

Jack pasó a la cocina, donde las cazuelas de cobre brillaban como el sol, y donde se encontraban el alegre cocinero y su malhumorado ayudante, Jack
Malacara
, cuyo apodo siempre iba anejo al cargo, lo mismo que ocurría con el carpintero, a quien llamaban
Astillas
, y con Jemmy Ducks. Luego bajó a la cubierta inferior, al lugar donde se colgaban los coyes durante la noche y que ahora estaba vacío. Había velas en cada compartimento y diversos adornos y cuadros colgados de los baúles de los marineros, pero no había ni una mota de polvo ni un solo grano de arena que arañara la suela de los zapatos. La luz se filtraba por el enjaretado y formaba un hermoso conjunto de haces paralelos. Todo eso le levantó un poco el ánimo a Jack, que enseguida pasó a las camaretas de guardiamarinas, cabinas construidas en ambos costados tan cerca de la popa como la cámara de oficiales. Resultaban demasiado pequeñas en la época en que había a bordo de la fragata muchos ayudantes de oficial de derrota, guardiamarinas y cadetes; sin embargo, ahora parecían demasiado grandes porque sólo las ocupaban Oakes y Reade, ya que Martin, el ayudante de cirujano, y Adams, el escribiente del capitán, vivían y comían en la cámara de oficiales, donde estaban vacías las cabinas del contador, el oficial de derrota y el oficial de Infantería de marina.

Jack y sus acompañantes no inspeccionaron la cámara de oficiales, aunque la cámara hubiera podido pasar la más severa y hostil inspección, pues incluso los travesaños de la mesa estaban pulimentados por encima y por debajo. Bajaron a la enfermería, al compartimento que Stephen prefería a la enfermería tradicional, un lugar que estaba mejor ventilado pero donde había mucho más ruido y donde los afectuosos compañeros de los pacientes tenían más facilidad para emborracharles.

—Y otra cosa que les gustaría de allí son las golondrinas de mar —dijo Owen—. Llegan cuando las estrellas y la luna están de cierta manera y la gente sabe exactamente el día que llegarán. Llegan miles y miles de golondrinas chillando y hacen sus nidos en un islote muy cercano a la costa que se parece a Bass Rock, pero que sobresale mucho más.

—En la isla Norfolk hay millones y millones de pardelas colicortas —dijo Philips—. Llegan al anochecer y bajan del cielo para ir a sus madrigueras, porque viven en madrigueras. Y si uno se acerca a la entrada y grita «¡Ki, ki, ki», contestan «¡Ki, ki, ki!» y sacan la cabeza. Solíamos matar entre mil doscientos y mil cuatrocientos cada noche.

—Tú y tus pardelas colicortas… —empezó a decir Owen, pero se interrumpió y aguzó el oído.

Jack abrió la puerta. Stephen, Martin y Padeen se pusieron de pie y los enfermos, rígidos.

—Bueno, doctor —dijo el capitán—, espero que el bombeo haya tenido buen resultado.

Desde que Stephen había dicho que bajo la cubierta de la
Surprise
había mal olor en comparación con el aire puro de la
Nutmeg
, habían tratado de limpiar la sentina dejando entrar agua de mar cada noche y bombeándola a la mañana siguiente.

—Bastante bueno, señor —dijo el doctor Maturin—. Pero hay que admitir que esta fragata no es la
Nutmeg
. A veces, cuando recuerdo que era francesa y que los franceses enterraban a su muertos entre el lastre, me pregunto si allí abajo no habrá un osario.

—Eso es imposible. El lastre se ha cambiado muchas veces, montones de veces.

—Tanto mejor. A pesar de todo, le agradecería que colocara otra manga de ventilación. Este aire enrarecido, casi irrespirable, provoca que los pacientes se vuelvan irritables e incluso se peleen.

—Que así sea, capitán Pullings —dijo Jack—. Y si alguno se pelea, su nombre debe incluirse en la lista de los que cometen faltas.

—Aquí están los hombres de quienes le hablé, señor —dijo Stephen—. Philips, que estuvo en la isla Norfolk, y Owen, que pasó varios meses entre los habitantes de la isla de Pascua.

—¡Ah, sí! Bueno, Philips, ¿cómo está?

—Lamento decirle que no muy bien, señor —respondió Philips con voz débil y quejumbrosa.

—¿Y usted, Owen, cómo está?

—No me quejo, señor, pero a veces el dolor y la sensación de ardor son terribles.

—Entonces, ¿por qué demonios no se mantiene alejado de los burdeles, maldito estúpido? ¡Un hombre de su edad en los antros del puerto de Sidney, los peores de todos, donde hay la peor sífilis del mundo! Claro que tiene sensación de ardor. Pero sigue cometiendo el mismo error en cada maldito puerto… Si se le descontara de la paga una cantidad por las enfermedades venéreas, como en la Armada, el día de pago no recibiría ni un penique, ni siquiera un cuarto de penique.

El capitán Aubrey, todavía respirando con dificultad, preguntó a los demás pacientes cómo se encontraban y todos dijeron que muy bien y le dieron las gracias. Luego volvió a dirigirse a Philips.

—Así que usted estaba en la
Sirius
cuando encalló. ¿No había cerca de la isla ninguna parte del fondo donde se pudiera agarrar el ancla?

—No, señor —respondió Philips, hablando ahora como un cristiano—. Fue terrible. Alrededor de la costa había arrecifes coralinos.

—Fue aún peor en la isla de Pascua, señor —dijo Owen—. También había arrecifes coralinos a considerable distancia de la costa y la cuerda de medir la profundidad no llegaba al fondo en las zonas de aguas profundas. Además, había olas muy fuertes —añadió en voz muy baja.

—No pudimos desembarcar en el sur de la isla, señor, así que la rodeamos hasta llegar a la parte noreste. Y cuando estábamos allí en facha, pescando, con un viento flojo que soplaba desde tierra, el capitán del bergantín
Supply
, que estaba en facha más cerca de alta mar, le gritó al capitán Hunt que nuestro barco se movía hacia la costa. Y era verdad. Mandaron a todos los marineros a prepararse para zarpar y zarpamos, pero entonces se quedó fija la corriente, que en aquella parte de la isla suele venir del norte, señor, y no pudimos avanzar contra ella por eso y por la fuerte marejada, aunque teníamos el viento por la aleta. Echamos las dos anclas de proa, pero el coral cortó las cadenas inmediatamente; luego echamos el anclote y el ancla de repuesto y también se desprendieron. Cuando sonó la primera campanada en la guardia de tarde, nuestro barco chocó con el arrecife y luego avanzó un poco por encima y entonces se partieron los mástiles. Nuestro capitán dio orden de abrir la escotilla de popa y romper todos los barriles de ron…

Philips dijo todo eso casi sin pausa y en ese momento tuvo que tomar aliento. En el intervalo, Owen intentó intervenir:

—En la isla de Pascua, señor…

—Doctor —dijo el capitán, interrumpiéndole—, voy a pedir al señor Adams que se entreviste con esos dos hombres por separado y que tome nota de lo que tengan que decir. Ahora voy a la proa para comprobar cuál ha sido el efecto del bombeo en las ratas y el olor. Colman, traiga un farol.

Con la prisa, Padeen dejó caer el farol, volvió a encenderlo y lo dejó caer de nuevo. Entonces el capitán Aubrey le maldijo y le llamó marinero de agua dulce, estúpido y torpe en un tono que reflejaba mayor irritación y peor humor que el que habitualmente empleaba, y cuando se fue dejó tras él un silencio reprobatorio y cierta consternación.

Stephen no habló del capitán de la fragata con nadie ni, obviamente, de su amigo Jack con los oficiales, pero podía hablar perfectamente de su paciente Jack Aubrey con Martin, un hombre extremadamente juicioso e instruido. Entonces, en latín, dijo:

—Rara vez o tal vez nunca he visto tanta irritación, tan constante y, por decirlo así, acumulativa, en este sujeto. Es obvio que no le han hecho efecto ni los enemas ni los colagogos. Esa exacerbación creciente y constante me hace suponer que el motivo no es una ordinaria obstrucción de los conductos hepáticos, sino una enfermedad adquirida en Nueva Gales del Sur.

Como ayudante de médico, Martin no tomaba en consideración los valores morales, y por eso preguntó:

—¿Cuando dice enfermedad, se refiere a la que es tan corriente entre los marinos, lo mismo de alto que de bajo rango?

—En este caso no. Le hice la pregunta directamente: «¿Has tenido algún trato con Venus?» Y me contestó que no, que claro que no, con sorprendente vehemencia, y añadió algo que no pude entender. Aquí hay algo extraño y me ha producido una gran preocupación recordar lo que dijo el doctor Redfern sobre los diversos tipos de hepatitis que había visto en la colonia, entre los cuales estaba el provocado por quistes hidatídicos… Me enseñó el hígado de un paciente que había vivido sólo a base de carne de canguro y ron y que tenía un sorprendente grado de cirrosis. Pero peor que eso, teniendo en cuenta nuestro objeto, son los casos que recogió en un libro, casos de un largo padecimiento del hígado acompañado de melancolía, extrema irritabilidad y cansancio de la vida que en ocasiones se transformó en desesperación. No se conocen las causas de ningún caso, pero en todos ellos la autopsia reveló que el hígado tenía un lóbulo salpicado de nódulos amarillos del tamaño de un guisante. A esa afección del hígado él la llama «enfermedad de Botany Bay», y me temo que nuestro paciente ha adquirido esa u otra de las enfermedades de Nueva Holanda. Es obvio que padece un estado de irritación, de gran irritación.

—Es muy triste ver cómo las enfermedades pueden alterar el modo de pensar y el carácter de una persona —dijo Martin—. Ya veces nuestros remedios son tan malos como la misma enfermedad. Por lo que parece, restringen mucho el libre albedrío.

—El doctor dirá lo que quiera, Tom —dijo el capitán Aubrey, pero creo que la
Surprise
huele tan bien como la
Nutmeg
omejor.

Ahora se aproximaban a la parte del sollado donde se guardaban adujados los grandes cabos, las guindalezas y los cabos finos (en la
Surprise
había una pasarela que permitía ir directamente desde la plataforma más cercana a la popa hasta la proa). Todos los cabos llegaban siempre a bordo empapados y a menudo malolientes y cubiertos de limo, y el agua que chorreaba de ellos caía a la bodega por las juntas de las tablas; sin embargo, ahora estaban secos porque la fragata había estado amarrada a bolardos o amarraderos en el puerto de Sidney. Jack recordaba cuánto se había deleitado tumbándose en ellos siendo joven, cuando estaba soñoliento después de terminar la guardia de alba y quería huir del ruido de la camareta de guardiamarinas.

—Sin duda, huele muy bien, señor —dijo Pullings—, pero a pesar del bombeo todavía hay bichos. He visto un montón desde que salimos de la camareta de guardiamarinas.

En ese momento, con un ágil movimiento, dio una patada a una rata muy audaz que había viajado mucho, una rata de Noruega que había subido a bordo en Sidney, y la hizo saltar por encima del rollo de cabos más próximo hasta la celosía que servía de mamparo que estaba detrás. Entonces una figura salió de detrás de los cabos, sacudiéndose para quitarse la rata de encima.

—¿Qué demonios estás haciendo aquí, muchacho? —preguntó Jack—. ¿No oíste el tambor cuando llamaba a pasar revista? ¿Quién diablos eres tú?

Luego, aflojando un poco la mano con que le tenía agarrado y retrocediendo un poco, inquirió:

—¿Qué es esto, señor Pullings?

Pullings subió el farol y con un tono neutral respondió:

—Creo que es una joven, señor.

—Lleva un uniforme de guardiamarina.

Jack cogió el farol, a cuya luz parecía más corpulento que nunca, y la observó durante un momento. Era obvio que Pullings tenía razón.

—¿Quién la trajo aquí? —inquirió con sequedad, muy disgustado.

—Vine sola, señor —respondió la joven con voz temblorosa.

Ese argumento era absurdo. Y obviamente, sin duda, podía ser demolido en un minuto, pero Jack no quería forzarla a mentir y mentir hasta que se viera arrinconada y obligada a decir el nombre…

—Sigamos, señor Pullings —ordenó.

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