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Authors: Gabriel Chevallier

Tags: #Comedia, Humor, Satírica

Clochemerle (16 page)

BOOK: Clochemerle
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En el regimiento, es raro que Claudius Brodequin no vaya a ver, por lo menos una vez por semana, amables mujeres. Esto de tratar mujeres galantes confiere cierto prestigio y un buen cazador ha de estar siempre dispuesto a la ofensiva. En este sentido, Claudius Brodequin no se muestra ciertamente holgazán ni gasta muchos remilgos. Es un cazador imbuido del espíritu de cuerpo y para él cuenta ante todo el prestigio del uniforme. En presencia de mujeres asequibles, los cazadores, por su prestancia, su arrojo y el vigor de sus hazañas, desempeñan siempre un papel dominador. Claudius Brodequin suele enorgullecerse de sus proezas, pero allí, en la carretera, cautivado por el ambiente de su pueblo natal, piensa en aquellas mujeres y dice para su coleto: "Al fin y al cabo, son todas unas prostitutas", observación que le parece evidente a la vista de las suaves ondulaciones del Beaujolais. Allí, en aquella carretera familiar, tantas veces recorrida en bicicleta con los otros muchachos, piensa en las mujeres de Clochemerle, que no son unas desgraciadas, ni unas cualesquiera, ni unas fogosas, ni unas podridas. Sí, las mujeres de Clochemerle son muy distintas: son mujeres formales, tanto para el cocido como para aquello, porque lo uno no impide lo otro. Son mujeres, en fin, con las que uno no atrapará una sucia enfermedad. Y lo que también las distingue es que todas esas encantadoras mujeres son plato prohibido para los forasteros. Las mujeres de Clochemerle son únicamente para los clochemerlinos. Claro que a veces son, a intervalos, de varios clochemerlinos, e insisten en ampliar sus conocimientos, pero todo queda entre los propios clochemerlinos, todo queda en familia por decirlo así. Todas sus actividades se limitan, pues, al trato de unos buenos viñadores.

Claudius Brodequin piensa en Rose Bivaque, esa buena hija de Clochemerle, que será más tarde una buena mujer de Clochemerle. Rose Bivaque es una mujercita tranquila y juiciosa, que criará sanos a los hijos, hará una suculenta sopa de coles o un buen guiso y tendrá la casa limpia, mientras él, Claudius, trabajará en la viña de su padre.

Este está fuerte todavía, pero cuando llegue a viejo se pasará los días del frío al calor de la lumbre, como esos ancianos arrugados y encorvados como cepas de gamay
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. ¡Ah, qué brillante porvenir: Rose, la viña, una casita…! Y, además, pronto será cabo. ¡Claudius Brodequin, cabo de cazadores! Después volverá al pueblo con honor y se dedicará a llenar las cubas con los excelentes caldos de Clochemerle, que se cotizan a buen precio en los años pródigos.

Al llegar a un recodo de la carretera, a unos tres kilómetros de la estación, se ve casi encima de uno el pueblo de Clochemerle. Parece que las casas están ya al alcance de la mano, pero se trata de una ilusión óptica, porque hay que tener en cuenta las pronunciadas curvas de la carretera. Al ver su pueblo, Claudius Brodequin piensa que pronto hará su entrada en la calle Mayor, con su elegante uniforme, sus bien cortados pantalones de cazador y el aire taimado del que, a pesar de ser un lugareño, ha vivido en la ciudad. Sabe muy bien que no podrá ver a Rose Bivaque hasta anochecido, a causa de los padres de la muchacha y de las gentes que empiezan a chismorrear en cuanto ven juntos a una muchacha y un mozo. No había, pues, que apresurarse para ver a Rose. Y los padres de él, los viejos Brodequin, viven en una casa aislada que se levanta al otro lado de Clochemerle, a unos doscientos metros del Ayuntamiento. Así que sería una lástima atravesar el pueblo sin detenerse. Claudius Brodequin ha marchado a buen paso, pero el uniforme es de un género tupido y a pesar de haberse desabrochado la chaqueta y quitado la corbata, está bañado en sudor. El sol calcinante le da sed. Sí, como le vendrá de paso, entrará en la posada de Torbayon, a tiempo para beber un vaso. En casa de Torbayon verá a Adele. Y de pronto, piensa en esta mujer.

Esto le recuerda los años que precedieron a su servicio militar. En su adolescencia, Adele Torbayon desempeñó, sin saberlo, un importante papel, el papel que puede asignar un muchacho de dieciocho años a una mujer que ha franqueado la treintena y cuyas ventajas naturales, y por demás opulentas, son unos magníficos puntos de mira que no permiten a la imaginación extraviarse por caminos estériles. Aunque Rose esté al alcance de su mano, Claudius Brodequin piensa aún en Adele por razones de exaltación íntima. No se desprende uno fácilmente de los hábitos contraídos en la primera juventud, y entre todas las que desfilan por su mente es la imagen de Adele Torbayon la que más se acomoda a ciertas audacias eróticas que, hay que decirlo, no pasaron nunca al terreno de la práctica. Mucho más que un cuerpo, una imagen es de una docilidad maravillosa, y si el tiempo no apremia, uno dispone de ella del modo que le venga en gana. En el pensamiento del cazador, Rose personifica lo seguro y duradero, mientras que la madura opulencia de Adele Torbayon colma su fantasía y es instrumento para sus trabajos de imaginación. En suma, Adele Torbayon es la complaciente favorita del pequeño harén imaginario que Claudius Brodequin se ha forjado para su uso personal, a base de las mujeres que ha encontrado en su camino desde que la pubertad le abrió los ojos sobre ciertos aspectos del mundo físico. Así, pues, a medida que a buen paso se acerca a Clochemerle, Claudius Brodequin piensa gozoso en Adele Torbayon. Y su gozo es perfectamente comprensible.

Entre las mujeres de Clochemerle que, ya en segundo término inmediatamente después de Judith Toumignon, que indiscutiblemente mantiene la palma, ejercen sobre los hombres una marcada influencia, se clasifica, al decir de todo el mundo, Adele Torbayon. Menos hermosa que Judith o tal vez de carnes menos apetitosas, pero más asequible —no olvidemos el establecimento—, Adele es una morena apetecible, pero que, en su género, nada tiene que envidiar. Sus senos exuberantes tiemblan un poco, pero este lento movimiento contribuye a que a uno se le desaten los nervios. Cuando Adele se inclina para poner los vasos sobre la mesa, se le expansiona agradablemente el escote y gracias a esta postura de huésped servicial su carnosa grupa adquiere, bajo las ceñidas bragas de seda, una redondez propicia a los mejores deseos, lo que incita a pedir otra botella. Otra cosa que constituye el gran encanto de Adele es que permite que le toquen un poco los muslos. De todos modos, sería justo decir que lo permite sin permitirlo. Es decir, que no da importancia a tales desahogos y se hace la distraída hasta el límite en que, dentro de la honestidad, lo permite la buena marcha del negocio. Hay que hacerse cargo. Si una mujer como Adele, propietaria y sirvienta de una fonda, gozando de crédito en la localidad e incitante a la vista, se comportara como una mojigata y resguardara sus atractivos bajo una urna de cristal, no cabe duda de que perdería toda la clientela. No procede así por vicio sino debido a la competencia desleal por parte del "Café de l'Alouette", situado en la parte alta, cerca del Ayuntamiento. Expliquémonos. Durante la guerra recaló en el pueblo un par de refugiados. Solicitaron permiso, y lo obtuvieron, para abrir un café cerca de la plaza Mayor, lo que dio que decir sobre Barthélemy Piéchut y la mujer, una rubia del Norte, que no parecía de "buen género". Y así ocurrió. En cuanto abrieron el café, se entregó la mujer a los manejos más despreciables, que no han cesado un solo día de practicar. Aquella mujer sin escrúpulos, aquella despreocupada, se deja sobar por los muchachos de una forma asquerosa. Por lo que respecta a aquella buscona, Adele no pudo por menos que preocuparse del efecto que la generosidad de su contrincante pudiera ejercer sobre los clochemerlinos. Porque aunque sirviera los mejores artículos —queso de leche pura de oveja, auténtico salchichón de cerdo y el mejor vino Clochemerle—, si una competidora se dejaba manosear impunemente, acabaría a la larga por perjudicarla. Los hombres van al café para divertirse de cualquier manera, y por el placer de dar juego a las manos dejarían incluso de comer. Los hombres son todos unos cochinos y no hay por qué extrañarse. Y no debe echarse en saco roto esta querencia, si tiene uno interés en que un comercio conozca días prósperos.

Sin embargo, la virtud obtiene siempre su recompensa. En cuanto al esplendor de las grupas no había comparación posible entre la fonda de Torbayon y el "Café de l'Alouette". Un solo muslo de Adele valía de sobra los dos de la pringosa Marie del Barrio alto, y los inteligentes lo saben bien y permanecen fieles a los atractivos de Adele, a pesar de que con ella el manoseo no sobrepasa jamás los límites de la falta de respeto. Cuando alguien quiere ir demasiado lejos y franquear la zona prohibida, Adéle se encorajina y exclama:

—¿Es que se figura usted que la casa Torbayon es una casa de mala nota? ¿Quiere usted que llame a mi marido?

A estas palabras, se ve aparecer a Arthur Torbayon, un hombre alto y fornido que, de buenas a primeras, lanza una mirada de soslayo a su alrededor.

—¿Me has llamado, Adele?

Para disipar la atmósfera, Adele, con una presencia de ánimo que todos los circunstantes agradecen, contesta:

—Aquí está Machavoine que quiere trincar contigo.

Sin hacerse rogar y satisfecho de verse absuelto, el delincuente invita a una ronda. Y como todo el mundo se aprovecha, todo el mundo aplaude a Adele y rinde homenaje a su comportamiento.

Así, a pesar de que la gente se inclina siempre a calumniar, nada malo puede decirse de Adele Torbayon. Si bien es verdad que no escatima sus encantos personales, se puede colegir que su generosidad es absolutamente altruista, porque es cosa sabida que a los clochemerlinos les gusta comprobar las rollizas curvas de sus nalgas, experimentar en la mano el ingrávido peso de aquellas dos masas amigables y elásticas, equitativamente distribuidas a una parte y a otra del término de la columna vertebral y cuya encantadora simetría no debe nada, ciertamente, a ninguna clase de subterfugios. Todo el mundo puede darse cuenta de ello a condición de ser cliente asiduo de la fonda y mantenerse dentro de los límites de lo que está permitido. Este acuerdo tácito, esta decencia establecida por las dos partes, crean en la sala de la fonda un ambiente familiar. Los contertulios habituales aprecian —no sin una punta de envidia— a Arthur Torbayon, propietario legítimo de una mujer en posesión de un par de muslos dotados de la firmeza más apetecible. En cierto sentido, a Torbayon le halaga que todo Clochemerle pueda estar en condiciones de garantizar la solidez de las carnes de su mujer. Por supuesto, las mujeres de Clochemerle no han sido puestas al corriente de las cualidades posteriores de Adele. Pero Claudius Brodequin sí ha podido apreciarlas. Era uno de los clientes asiduos y un adepto fervoroso, aunque discreto en demasía y un poco tímido. Claro está que entonces era joven, aunque bastantes ocasiones ha tenido después para condenar aquella timidez. Cuando era un mozalbete inexperto aprendía a disparar ejercitándose en aquella grupa de veinticuatro quilates, y Adele le permitía maternalmente que se desentumeciera las manos. Adele se ha mostrado siempre más indulgente con los jóvenes que con los hombres maduros. La juventud es un producto fresco y sin peligro. Claro que los jóvenes son jactanciosos y hablan por los codos, pero al fin y al cabo todo acaba en humo de pajas y por nada les entra el sonrojo. Además, la juventud no repara en gastos y bebe sin tino. De ahí que aunque el vino esté un poco agrio, Adele lo sirve con su mejor sonrisa, como si se tratara de un mosto de calidad.

A medida que se acorta la distancia que lo separa del pueblo, los recuerdos de Adele Torbayon pueblan la mente de Claudius. Hay que convenir que la codiciada posadera ocupa el primer lugar entre los esparcimientos que le brinda Clochemerle.

Dos kilómetros es cosa de poca monta para un militar que camina a buen paso y cuyos pensamientos son todos risueños. Claudius Brodequin alcanza las primeras casas de Clochemerle. Las casas parecen desiertas, se ve poca gente por la calle y, sin embargo… por todas partes surgen los saludos:

—¡Bien venido, Claudius!

—¡Estás hecho un buen mozo, Claudius Brodequin! Las muchachas te esperan para bailar.

Clochemerle le dispensa una cordial acogida. Claudius Brodequin corresponde a los saludos sin detenerse. Tiempo habrá para verlos a todos, uno por uno. Por el momento, no interrumpe su caminata. Nada ha cambiado en su pueblo.

Claudius Brodequin se para frente a la posada de Torbayon. Hay que subir tres peldaños, ya gastados por el uso. Señal de que las cosas marchan bien y de que los bebedores han hecho lo suyo. Como el sol da en la fachada, los postigos están cerrados. Claudius, con los ojos entornados, se detiene en el umbral de la sala desierta, fresca y sumida en la penumbra, donde zumban invisibles enjambres de moscas. Grita:

—¡Eh, la casa!

Luego permanece inmóvil en el marco de la puerta, silueteada su figura por la luz exterior, mientras trata de acostumbrarse a la oscuridad. De pronto, oye rumor de pasos, una forma surge de la sombra y avanza hacia él. Es Adele en persona, tan apetitosa como siempre. Le dirige una ojeada de pies a cabeza y lo reconoce. Es ella la primera en hablar.

—¿Eres tú, Claudius?

—Sí, soy yo.

—Ya estás aquí, Claudius.

—Sí, estoy aquí.

—Quiero decir que eres tú en persona.

—Sí, claro, soy yo en persona, como tú eres tú, Adele.

—Y ya estás de nuevo aquí.

—Sí, ya estoy de nuevo aquí.

—¿Estás contento, al menos?

—Nada me impide estarlo, que yo sepa.

—¡Sí, claro!

—Sí, claro.

—Entonces, se puede decir que estás contento.

—Sí, se puede decir.

—Es buena cosa estar contento, ¿verdad?

—Sí, es buena cosa.

—Y como acabas de llegar, supongo que tendrás sed.

—Sí, Adele. Creo que tengo sed.

—Así querrás beber algo.

—Sí, Adele, quisiera beber algo, si no es molestia.

—Voy a servirte. ¿Sigues bebiendo lo mismo?

—Lo mismo, Adele.

Mientras ella va a buscar una botella, el muchacho se sienta a una mesa del fondo de la sala, la misma donde solía antes instalarse. Cuando era más joven, allí soñó, dejando vagar su imaginación sobre un mar de singulares deleites, cuyas sugestivas olas las constituían los rítmicos contoneos del cuerpo de Adele. Claudius Brodequin, sentado en su sitio habitual, se quita la boina, saca el pañuelo, se seca el rostro, el cuello y la parte superior del pecho, y luego, con los codos sobre la mesa, cruza los brazos y se siente a sus anchas en el corazón de su pueblo. Acude Adele y le sirve vino. Mientras Claudius bebe, Adele le contempla, y su pecho seductor parece agitarse por la emoción. Pero no, es sólo el efecto de la empinada escalera de la bodega. Esta vez es Claudius Brodequin quien, después de limpiarse la boca con el revés de la manga, habla el primero.

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