Así que hoy me sentaré aquí con ese mantra.
Hamsa
.
Yo soy Eso.
Me vienen pensamientos, pero procuro no prestarles atención, limitándome a decirles en un tono casi maternal: «Venga, gamberretes, que ya os conozco... Idos fuera a jugar..., que mamá está escuchando a Dios».
Hamsa
.
Yo soy Eso.
Me quedo dormida un rato. (O adormilada, o lo que sea. Al meditar, nunca se sabe si lo que se considera sueño realmente lo es o no; a veces es sólo otro nivel de conciencia.) Cuando me despierto, o lo que sea, noto una suave corriente eléctrica que me recorre el cuerpo en ondas azuladas. Me asusta un poco, pero también me deja asombrada. No sé qué hacer, así que tengo un diálogo interno con la energía. Le digo: «Creo en ti» y me responde magnificándose, aumentando de volumen. Ahora es increíblemente poderosa, como un secuestro de los sentidos. Me responde con un zumbido en la base de la columna. Noto una tensión en el cuello, que parece querer estirarse y retorcerse, así que le dejo hacerlo y me quedo sentada en una postura de lo más extraña: sentada muy recta, como una buena yogui, pero con el oído izquierdo pegado al hombro izquierdo. No sé por qué a mi cabeza y mi cuello les ha dado por ahí, pero no pienso discutir con ellos, porque están muy insistentes. La energía azul me sigue recorriendo el cuerpo y ahora oigo una especie de martilleo en los oídos tan fuerte que me da un ataque de pánico. Me asusta tanto que le digo: «¡Aún es pronto para esto!» y abro los ojos. De golpe, todo desaparece. Vuelvo a estar en una habitación, en un entorno conocido. Miro el reloj. Llevo aquí —o allá— casi una hora.
Estoy jadeando, literalmente, jadeando.
Para entender lo que fue esa experiencia, lo que sucedió ahí dentro («dentro de la cueva de la meditación» y «dentro de mí»), hay que sacar un tema algo esotérico y salvaje; es decir, el tema del
kundalini shakti
.
Todas las religiones del mundo tienen un subconjunto de fieles que anhela una experiencia directa y trascendente con Dios, rechazando la lectura fundamentalista y el estudio dogmático de las escrituras para buscar un encuentro personal con lo divino. Lo interesante de estos místicos es que, al describir sus experiencias, todos acaban describiendo exactamente el mismo suceso. Normalmente, su unión con Dios se produce en un estado meditativo y se canaliza a través de una fuente de energía que llena el cuerpo entero de una luz eléctrica y eufórica. Los japoneses llaman a esta luz el
ki
; los budistas chinos, el
chi
; los balineses, el
taksu
; los cristianos, el Espíritu Santo; los bosquimanos del desierto de Kalahari, el
n/um
(que sus curanderos describen como una energía que sube como una serpiente por la columna dorsal y taladra la cabeza para dejar entrar a los dioses). Los poetas sufíes islámicos llamaban a esa energía divina El Venerado y le escribían poesía piadosa. Los aborígenes australianos describen una serpiente que desciende del cielo y entra en el curandero, dándole un enorme poder sobrehumano. La cábala judía dice que esta unión con lo divino se produce en sucesivas etapas de ascensión espiritual, con una energía que asciende por la columna mediante una serie de meridianos invisibles.
Santa Teresa de Ávila, la figura católica más mística, describe su unión con Dios como la ascensión física de una luz a través de las siete «moradas» de su ser, tras lo cual se presentaba como una explosión ante el Ser Supremo. Mediante la meditación entraba en un éxtasis místico tan profundo que sus compañeras monjas no le encontraban el pulso. Ella les rogaba que no contaran a nadie lo que habían presenciado, pues era un suceso tan extraordinario que daría mucho que hablar. (Por no hablar de la posible intervención del Tribunal de la Inquisición.) Lo más difícil, escribió la santa en sus memorias, es no emplear el intelecto durante la meditación, pues cualquier pensamiento de la mente —hasta la más fervorosa oración— apaga el fuego de Dios. Según Santa Teresa, «en esta obra de espíritu quien menos piensa y quiere hacer hace más», porque, si la molesta mente empieza a componer discursos y soñar argumentos, tarda poco en darse aires de importancia. Pero, si se logra superar esos pensamientos y ascender hacia Dios, se llega a un «glorioso desatino», a una «celestial locura» que permite encontrar la verdadera sabiduría. Sin saberlo, Santa Teresa decía lo mismo que el poeta sufí persa Hafiz, quien se preguntaba por qué, si Dios nos ama tantísimo, no estamos todos ebrios de amor. En
Las moradas
Teresa exclamaba que si esas experiencias divinas eran un arrebato de locura, entonces, «¡Oh, qué buena locura, si nos la diese Dios a todos!».
Casi da la sensación de que la última parte del libro la escribe conteniendo la respiración. Al leer a Santa Teresa hoy, nos la imaginamos saliendo de esa experiencia delirante para darse de bruces con la represión política de la España medieval (uno de los regímenes religiosos más tiránicos de la historia), teniendo que disculparse sobria y obedientemente por haber tenido una vivencia tan intensa. Escribe pidiendo perdón por su «atrevimiento» y reitera que nadie debe prestar atención a su necia palabrería, pues, como «no tenemos letras las mujeres», somos comparables con «una alimaña» despreciable. Nos parece estar viéndola, alisándose los faldones del hábito de monja y remetiéndose los mechones sueltos del pelo, guardándose para ella el secreto divino de ese fuego oculto.
El yoga indio clásico llama a este secreto divino el
kundalini shakti
y lo representa como una serpiente que permanece enrollada en la base de la columna hasta quedar liberada por la mano de un maestro, o por un milagro, ascendiendo entonces a través de los siete
chakras
, o ruedas (que también podríamos llamar las siete mansiones del alma), hasta llegar a la cabeza, donde se produce la explosión de la unión con Dios. Estos
chakras
no existen en el cuerpo físico, según los yoguis, así que no es ahí donde deben buscarse; sólo existen en el cuerpo sutil, ese cuerpo al que se refieren los maestros budistas cuando animan a sus estudiantes a sacar de sí mismos un ser distinto del cuerpo físico, como si sacaran una espada de su vaina. Mi amigo Bob, que es estudiante de yoga y neurocientífico, me explicó lo mucho que le inquietaba la idea de los
chakras
, que habría que ver en una autopsia para poder creer en su existencia. Pero después de una experiencia meditativa particularmente trascendente empezó a entender el asunto de otra manera. Decía: «Igual que en la literatura existe una verdad literal y una verdad poética, en un ser humano también existe una anatomía literal y una anatomía poética. Una se ve; la otra, no. Una está hecha de huesos y dientes y carne; la otra está hecha de energía y memoria y fe. Pero ambas son igual de verdaderas».
Me gusta que la ciencia y la religión tengan puntos de intersección. Hace poco leí en el
New York Times
un artículo sobre un equipo de neurólogos que habían cableado el cerebro a un monje tibetano que se presentaba voluntariamente al experimento. Querían observar, desde el punto de vista científico, la conducta de un cerebro trascendente en un momento de iluminación. La mente de una persona que piensa con normalidad tiene un mecanismo en constante movimiento, una tormenta eléctrica de ideas e impulsos que el escáner registra en forma de manchas brillantes amarillas y rojas. Si el sujeto está furioso o agitado, las manchas rojas brillarán con mayor intensidad. Pero a lo largo del tiempo y en las culturas sucesivas los místicos siempre han descrito un momento de la meditación en que la mente se queda quieta y detallan el momento de la unión íntima con Dios como una luz azul que irradian desde el centro del cráneo. El yoga clásico llama a esto «la perla azul» y la meta de todo aspirante a místico es hallarla. Efectivamente, cuando escanearon al monje tibetano mientras meditaba, tenía la mente tan apaciguada que no aparecían manchas rojas ni amarillas. De hecho, toda la energía neurológica de este señor acabó concentrada en el centro de su cerebro —se veía perfectamente en el monitor—, formando una pequeña y nítida perla de color azul. Tal y como los yoguis la habían descrito siempre.
Éste es el destino del
kundalini shakti
.
La mística india tradicional y muchas de las culturas chamanísticas consideran que el
kundalini
shakti
es una fuerza peligrosa para manejarla sin supervisión; un yogui inexperto podría volarse la cabeza con ella literalmente. Hace falta un maestro —un gurú— para guiarte por esta senda y, en el mejor de los casos, un lugar seguro —un ashram— en el que practicarlo. Se dice que es la mano del gurú (en persona o mediante un encuentro más sobrenatural, como un sueño) la que libera la energía
kundalini
presa en la base de la espina dorsal y le permite iniciar su viaje ascendente hacia Dios. Este momento de liberación se llama
shaktipat
, iniciación divina, y es el mayor don de un maestro iluminado. Tras ese contacto con el gurú el estudiante puede tardar años en lograr la iluminación, pero al menos ha iniciado el viaje. Ha liberado la energía.
Mi
shaktipat
, mi iniciación, fue hace dos años, cuando conocí a mi gurú en Nueva York. Fue durante un retiro en su ashram de los montes Catskill. Si he de ser sincera, no noté nada especial. Medio esperaba tener un encuentro resplandeciente con Dios, algo así como un relámpago azul o una visión profética, pero al buscar efectos especiales en mi cuerpo, lo único que noté fue que tenía un poco de hambre, como siempre. Recuerdo haber pensado que no debía de tener la fe suficiente como para experimentar algo tan salvaje como un
kundalini
shakti
liberado. Pensé que era demasiado cerebral, poco intuitiva y que mi senda espiritual tendría que ser más intelectual que esotérica. Rezaría, leería libros, tendría ideas interesantes, pero no lograría ascender a la felicidad meditativa que describe Santa Teresa. Aunque me daba igual, porque me seguía gustando meditar. El
kundalini
shakti
no era lo mío y punto.
Al día siguiente, sin embargo, me pasó una cosa interesante. Nos volvimos a reunir con la gurú para que nos guiara en nuestra meditación. En medio de la historia yo me quedé dormida (o algo parecido) y tuve un sueño. Me veía en una playa ante el mar. Las olas eran enormes y terroríficas y cada vez había más. De repente un hombre aparecía a mi lado. Era el maestro de la gurú, un yogui poderoso al que me referiré como Swamiji (que significa «monje venerado» en sánscrito). Swamiji había muerto en 1982 y yo sólo lo había visto en las fotos que había por el ashram. Cuando lo miraba —he de admitirlo—, siempre me parecía un tío bastante temible, demasiado poderoso, demasiado candente para mi gusto. Desde el primer momento había procurado huir de él, huir de sus ojos penetrantes, que parecían mirarme desde la pared. Me abrumaba, la verdad. No era mi tipo de gurú. Siempre había preferido a mi hermosa maestra, una mujer sensible, femenina y que, además, estaba viva, a aquel personaje difunto, pero terrorífico.
Pero Swamiji se me había aparecido en sueños; lo tenía a mi lado en la playa en plena posesión de su energía. Lo miré aterrorizada. Él señaló hacia las olas y dijo con voz seria: «Quiero que me digas qué se puede hacer para frenar eso». En pleno ataque de pánico yo sacaba un cuaderno y me ponía a dibujar inventos para impedir avanzar las olas del océano. Dibujaba enormes diques y canales y presas. Pero todos mis diseños eran estúpidos e inútiles. Sabía perfectamente que aquello me rebasaba (¡no soy ingeniera!), pero tenía a Swamiji mirándome, impaciente y severo. Al final acabé rindiéndome. Ninguno de mis inventos era lo bastante inteligente, ni lo bastante fuerte, como para evitar el ímpetu de las olas.
Fue entonces cuando oí reírse a Swamiji. Miré a aquel hombrecillo indio vestido de naranja y me di cuenta de que se estaba tronchando de la risa, estaba literalmente doblado, restregándose los ojos para secarse las lágrimas.
—Dime, querida mía —me dijo, señalando hacia el océano colosal, poderoso, interminable y agitado—. Dime una cosa, si eres tan amable, ¿cómo, exactamente, pensabas parar eso?
Llevo dos noches seguidas soñando que entra una serpiente en mi habitación. He leído que es señal de buena suerte espiritual (y no sólo en las religiones orientales; San Ignacio tuvo visiones de serpientes en todas sus experiencias místicas), hecho que no impide que las serpientes den miedo y parezcan de verdad. Últimamente, me despierto sudando. Y lo que es peor: cuando ya estoy despierta, mi mente me juega malas pasadas, haciéndome sentir un pánico que no recordaba desde los peores años del divorcio. No hago más que pensar en mi matrimonio fracasado, en la vergüenza y la furia latentes que aún me quedan. Para colmo, estoy pensando en David otra vez. Discuto mentalmente con él; estoy furiosa y sola y recuerdo todas las maldades que me dijo o me hizo. Además, no puedo dejar de pensar en la felicidad que vivimos juntos, en la delirante emoción de los buenos momentos. Tengo que controlarme para no levantarme de esta cama de un salto y llamarlo desde India en mitad de la noche para —no lo tengo muy claro— acabar colgándole el teléfono probablemente. O rogarle que vuelva a quererme. O leerle una acusación feroz donde enumero todos los defectos de su carácter.
¿Por qué estoy acordándome de este tema otra vez?
Ya sé lo que me dirían todos los veteranos del ashram. Me dirían que es perfectamente normal, que todo el mundo pasa por esto, que la meditación profunda lo hace aflorar todo, que sirve para librarte de los «demonios residuales»... Pero estoy en un estado tan sensible que no me da la gana de tragarme ese rollo y me resbalan las típicas teorías
hippies
de esta gente. Ya me doy cuenta de que me aflora todo, muchas gracias. Como me afloran las ganas de vomitar. Igual.
No sé muy bien cómo, pero logro quedarme dormida otra vez y, mira por dónde, tengo otro sueño. Esta vez no es una serpiente, sino un perro grandullón y malvado que me persigue y me dice: «Te voy a matar. ¡Te voy a matar y te voy a comer!».
Me despierto llorando y temblando. No quiero molestar a mis compañeras de habitación, así que voy a esconderme al cuarto de baño. ¡El maldito cuarto de baño de siempre! Santo Dios, aquí estoy en un cuarto de baño otra vez, en mitad de la noche otra vez, tirada en el suelo otra vez, llorando de lo sola que estoy. ¡Qué harta estoy de este mundo tan frío y de sus horribles cuartos de baño!