Su padre se volvió hacia él y le dijo amablemente: «Ya tengo la mente serena, hijo» y siguió mirando el fuego.
Puede que él, sí, pero yo, no. Y Sean, tampoco. Como muchos de nosotros. Muchos miramos al fuego y vemos sólo el infierno. Yo tengo que aprender a poner en práctica lo que el padre de Sean, según parece, nació sabiendo hacer. Es decir, eso que Walt Whitman describía como mantenerse «apartado de la lucha y la brega... entretenido, complaciente, compasivo, ocioso, unitario... dentro y fuera del juego y contemplándolo todo asombrado». Pero yo, en lugar de estar entretenida, lo que estoy es estresada. En lugar de contemplar, siempre me meto e interfiero. El otro día, rezando, le dije a Dios: «Oye, yo entiendo que no merece la pena vivir la vida sin analizarla, pero ¿crees al menos que conseguiré tomarme
una comida
sin analizarla?».
Los budistas cuentan una historia sobre los momentos posteriores a la trascendencia de Buda hacia la iluminación. Cuando —tras treinta y nueve días de meditación— al fin cayó el velo de la ilusión y al gran maestro se le reveló el verdadero mecanismo del universo, parece ser que abrió los ojos y lo primero que dijo fue: «Esto no puede enseñarse». Pero entonces cambió de parecer y decidió que saldría al mundo, pese a todo, para intentar enseñar el ejercicio de la meditación a un pequeño puñado de estudiantes. Sabía que sólo a un escaso porcentaje de personas le servirían (o interesarían) sus enseñanzas. La mayoría de la humanidad, dijo, tiene los ojos velados por la cortina de la falsedad y jamás verá la verdad por mucho que intentemos ayudarlos. Unos pocos (como el padre de Sean, quizá) tienen una perspicacia y una tranquilidad natural que no precisan enseñanza ni asistencia alguna. Pero también están los que tienen los ojos ligeramente velados por la cortina de la falsedad, y que podrían, con la ayuda del maestro adecuado, llegar a ver con claridad algún día. Buda decidió que se haría maestro de esa pequeña minoría, de «los cegados por una leve cortina de polvo».
Espero encarecidamente ser una de esas personas cegadas sólo por una cortinilla de polvo, pero no lo sé. Sólo sé que me he visto abocada a buscar la paz interior en circunstancias que a los demás les pueden parecer algo drásticas. (Por ejemplo, cuando conté a un amigo mío de Nueva York que me iba a India a vivir en un ashram para buscar la paz divina, suspiró y me dijo: «Ah, pues hay una parte de mí que está deseando hacer eso mismo... pero la verdad es que no me apetece lo más mínimo».) Pero a mí me da la sensación de que no me queda más remedio. Llevo tantos años intentando hallar la satisfacción, histéricamente, probándolo todo, acumulando cosas, triunfando profesionalmente, que al final sólo he conseguido estar agotada. Si corres para intentar atrapar la vida, morirás en el intento. Si persigues al tiempo como si fuese un bandido, se acabará comportando como tal; siempre te sacará muchos metros o kilómetros de ventaja, se cambiará de nombre o de color de pelo para darte el esquinazo, se escabullirá por la puerta trasera del hotel justo cuando tú entras por la puerta principal con una orden de registro, dejando una colilla humeante en el cenicero para jorobar. En algún momento no te quedará más remedio que dejarlo, porque el tiempo
no se va a parar nunca
. Tendrás que admitir que no puedes darle caza. Y que, además, tampoco tienes por qué hacerlo. En algún momento, como siempre me dice Richard, tienes que aceptar las cosas como son y quedarte quieta y dejar que las cosas pasen solas.
Pero eso de aceptar las cosas como son nos asusta mucho a los que creemos que el mundo se mueve porque tiene una manivela que movemos nosotros, y que si soltamos esa manivela un solo instante, pues... será el fin del universo.
Pero déjalo ya, Zampa
. Ése es el mensaje que tengo que asimilar. Quédate quietecita y deja de meterte en todo sin parar. Y a ver qué pasa. Seguro que los pájaros no van a dejar de volar y caer muertos del cielo, por ejemplo. Ni los árboles se van a marchitar y morir, ni los ríos se van a teñir de rojo sangre. La vida seguirá. Hasta la oficina de correos italiana seguirá funcionando a trancas y barrancas, yendo a su bola sin ti. ¿De dónde te has sacado eso de que tienes que ser la microdirectora del mundo entero a todas horas? ¿Por qué no lo dejas en paz?
Cuando oigo ese argumento, me suena convincente. Intelectualmente, me lo creo. En serio. Pero después me planteo —con ese anhelo inexorable, con toda mi histeria febril y ese absurdo carácter hambriento que tengo— ¿a qué voy a dedicar mi energía, entonces?
Para eso también recibo una respuesta:
Busca a Dios
, me sugiere mi gurú.
Busca a Dios como busca el agua un hombre con la cabeza en llamas
.
La mañana siguiente, mientras medito, vuelvo a encontrarme con todos mis pensamientos cáusticos y odiosos. Son como esos agentes de
telemarketing
, que siempre llaman en el momento más inoportuno. Lo que más me asusta de la meditación es descubrir que mi mente no es ese sitio fascinante que a mí me parecía. La verdad es que sólo pienso en un par de cosas, siempre las mismas, y pienso en ellas sin parar. Creo que el término más común es «comerse el coco». Me como el coco con mi divorcio, el drama de mi matrimonio, las cosas en las que me equivoqué, las cosas en las que se equivocó mi marido y al final (y siempre me atasco en este tema espinoso) empiezo a comerme el coco con David...
Esto último me da bastante vergüenza, la verdad. Porque aquí estoy, en un templo sagrado de India, ¿y no hago más que pensar en mi ex novio? Pero ¿quién soy? ¿Una colegiala, o qué?
Y entonces recuerdo la historia que me contó mi amiga Deborah, la psicóloga. En la década de 1980 el Ayuntamiento de Filadelfia le pidió que diera asistencia psicológica a un grupo de refugiados camboyanos que acababan de llegar —en barcos abarrotados— a la ciudad. Deborah es una psicóloga excelente, pero ese trabajo le supuso un verdadero reto. Los camboyanos aquellos habían sufrido los peores padecimientos que los humanos pueden infligirse unos a otros: genocidio, violación, tortura, inanición, la contemplación del asesinato de sus parientes, largos años de encierro en campos de refugiados y arriesgadas travesías en barco hacia Occidente con peligro de morir ahogados y devorados por los tiburones. ¿Qué podía hacer una psicóloga como Deborah para ayudar a unas personas así? ¿Cómo iba a poder comprender el nivel de sufrimiento que habían padecido?
—¿A que no sabes de qué quería hablar esta gente cuando les dijeron que iban a tener asistencia psicológica? —me preguntó Deborah.
Lo único que decían era:
Conocí a un tío cuando estaba en el campo de refugiados y nos enamoramos. Yo creía que él me quería, pero nos tocó ir en barcos separados y él se enrolló con mi prima. Se ha casado con ella, pero dice que me quiere a mí y no hace más que llamarme, y sé que le debería decir que me deje en paz, pero le sigo queriendo y no puedo dejar de pensar en él. Y no sé qué hacer...
Así es como somos los seres humanos. Colectivamente, como especie, ése es nuestro paisaje sentimental. Una señora muy mayor, que tenía casi 100 años, me dijo: «A lo largo de la historia las dos preguntas que han traído de cabeza a la humanidad son éstas:
¿Cuánto me quieres?
y
¿Quién manda aquí?
». Todo lo demás tiene solución, pero el asunto del amor y el control nos saca lo peor, nos desquicia, nos lleva a la guerra y nos hace padecer enormes sufrimientos. Y ambos temas desgraciadamente (o puede que obligadamente) afloran de manera constante en el ashram. Cuando me siento en silencio y me contemplo la mente, me pongo a pensar en cosas relacionadas con la nostalgia y el control, y me agobio, y ese agobio me impide evolucionar.
Esta mañana, después de pasar una hora sufriendo por los pensamientos que me venían a la cabeza, intenté meditar usando una idea nueva: la compasión. Le pedí a mi corazón que, por favor, le diera a mi alma una mayor generosidad a la hora de juzgar el funcionamiento de mi mente. En lugar de considerarme una fracasada, ¿no podía considerarme un ser humano más (y bastante normal, por cierto)? Los pensamientos afloraron como siempre —muy bien, así será— y después salieron los sentimientos reprimidos. Empecé a sentirme frustrada y a verme como una persona solitaria y amargada. Pero entonces brotó una enfurecida respuesta de las profundidades de mi corazón y me dije a mí misma: «Esta vez no te voy a juzgar por pensar eso».
Mi mente intentó protestar, diciendo: «Sí, pero eres una fracasada, una perdedora, y nunca llegarás a nada...».
Y, de repente, fue como si me rugiera un león dentro del pecho, ahogando con su furia todos aquellos disparates. Una voz me bramó por dentro, una voz atronadora que no había oído en mi vida. Era tan potente —internamente, eternamente— que me tapé la boca con la mano por miedo a que si la abría y dejaba salir el sonido resquebrajaría los cimientos de todos los edificios de aquí a Detroit.
Y esto fue lo que bramó la voz:
¡NO TIENES NI LA MENOR IDEA DE LO FUERTE QUE ES MI AMOR!
La galerna que acompañaba a esta frase desperdigó la cháchara negativa de mi mente; las ideas huyeron como pájaros y liebres y antílopes, largándose aterrorizadas. Y se hizo el silencio. Un silencio intenso, vibrante y estremecido. El león de la selva de mi corazón miró su apaciguado reino con aire satisfecho. Entonces se relamió, cerró sus ojos dorados y se durmió otra vez.
Y entonces, en medio de ese regio silencio, al fin empecé a meditar sobre (y con) Dios.
Richard el Texano tiene cosas que son para matarlo. Cuando se cruza conmigo en el ashram y se da cuenta por la expresión de mi cara de que estoy a kilómetros de distancia, siempre me dice:
—Dale recuerdos a David.
—Déjame en paz —le contesto—. No tienes ni idea de lo que estoy pensando, listillo.
Por supuesto, tiene toda la razón.
Otra de sus costumbres es esperarme cuando salgo de la sala de meditación, porque le gusta ver la cara de descontrol y cuelgue que tengo al salir de ahí. Como si me hubiera estado peleando con cocodrilos y fantasmas. Dice que nunca ha visto a nadie luchar tanto contra sí misma. Eso no sé si será verdad o no, pero lo cierto es que lo que vivo en la oscuridad de la sala de meditación es bastante intenso. La experiencia más temible es cuando aflojo con miedo la reserva de energía que me queda y me sube por la columna una auténtica turbina. Me río al pensar que haya podido tachar la idea del
kundalini shakti
de simple mito. Cuando la energía esta me atraviesa, ruge como un motor diesel en primera y lo único que me pide es una cosa muy simple:
¿Me puedes hacer el favor de ponerte del revés, con los pulmones y el corazón y las vísceras por fuera y el universo entero por dentro? ¿Y puedes hacer eso mismo sentimentalmente también?
En este sitio ensordecedor el tiempo se pone a hacer cosas raras y me veo transportada —entumecida, atontada y atónita— a mundos muy extraños, donde experimento todas las sensaciones posibles: el fuego, el frío, el odio, la lujuria, el miedo... Cuando se acaba, me pongo en pie y me tambaleo hacia la luz del día en tal estado —con un hambre devorador, una sed tremenda, excitada sexualmente— que parezco un soldado desembarcando con tres días de permiso. Richard suele estar esperándome, dispuesto a reírse de mí. Siempre me chincha con lo mismo cuando ve la cara desconcertada y agotada con la que salgo:
—¿Crees que alguna vez sacarás algo en claro, Zampa?
Pero esta mañana, después de haber oído rugir al león eso de NO TIENES NI LA MENOR IDEA DE LO FUERTE QUE ES MI AMOR, salgo de meditar sintiéndome la reina de todas las batallas. A Richard no le da ni tiempo de preguntarme si me voy a enterar de algo en esta vida, porque lo miro a la cara y le digo:
—Ya está, listillo.
—Mírala —dice Richard—. Esto sí que es para celebrarlo. Venga, nena, vamos al pueblo, que te invito a un Thumbs-Up
{4}
.
El Thumbs-Up es un refresco indio, una especie de Coca-Cola pero con nueve veces más azúcar y el triple de cafeína. Creo que también es posible que tenga algo de metanfetamina. Yo, cuando lo tomo, veo doble. Un par de veces a la semana Richard y yo vamos andando al pueblo y compartimos una botella pequeña de Thumbs-Up —un deporte de riesgo después de la pureza de la comida vegetariana del ashram—, siempre procurando no tocar la botella con los labios. Richard tiene una norma bastante sensata para viajar por India: «No tocar nada menos a ti mismo». (Sí, también me planteé esa frase como título del libro.)
En el pueblo tenemos nuestros sitios preferidos: siempre pasamos a decir una breve oración en el templo y vamos a saludar al señor Panicar, el sastre, que nos da la mano y nos dice: «¡Enhorabuena de conocerte!», todas las veces. Vemos unas vacas que se pasean tan campantes, disfrutando de su estatus de animal sagrado (la verdad es que abusan de sus privilegios con eso de tumbarse en mitad de la calle para demostrar lo benditas que son) y vemos a unos perros rascarse como preguntándose qué hacen ellos en un sitio como ése. Vemos a unas mujeres construyendo calles bajo el sol abrasador, partiendo piedras con unos mazos enormes, descalzas, increíblemente hermosas con sus saris coloreados como joyas y sus collares y pulseras. Nos dedican unas sonrisas deslumbrantes que a mí me cuesta mucho comprender. ¿Cómo pueden estar felices haciendo un trabajo tan duro en unas circunstancias tan terribles? ¿Cómo es posible que no se desmayen todas y se mueran a los quince minutos de estar a pleno sol con un mazo en la mano? Le pido al señor Panicar, el sastre, que me lo explique y me dice que así son todos los paisanos de aquí, que las gentes de estas tierras han nacido acostumbradas a trabajar duro y es lo único que saben hacer.
—Además —añade como el que no quiere la cosa—, las gentes de aquí no viven muchos años.
Es un pueblo pobre, por supuesto, pero no misérrimo para lo que hay en India; la presencia (y la caridad) del ashram y el hecho de que circule algo de dinero occidental suponen una diferencia importante. Tampoco es que haya mucho que comprar aquí aunque a Richard y a mí nos gusta mirar las tienduchas donde venden collares y estatuillas. Hay unos tíos de Cachemira —muy buenos vendedores, la verdad— que se pasan la vida intentando vendernos sus trastos. Hoy uno de ellos me ha dado una matraca de cuidado, preguntándome si «la señora no quiere comprar una magnífica alfombra de Cachemira para su casa».