Come, Reza, Ama (21 page)

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Authors: Elizabeth Gilbert

Tags: #GusiX, Novela, Romántica, Humor

BOOK: Come, Reza, Ama
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Te piden que vengas aquí estando fuerte, porque la vida que se lleva en un ashram es dura. No sólo físicamente, empezando la jornada a las tres de la madrugada y acabando a las nueve de la noche, sino psicológicamente. Todos los días vas a dedicar horas y horas a la meditación y la contemplación, en absoluto silencio, sin nada que te distraiga o alivie del mecanismo de tu mente. Vas a vivir en un espacio reducido con absolutos desconocidos en plena India rural. Hay insectos, serpientes y ratones. El clima puede ser agobiante; a veces llueve a cántaros durante varias semanas seguidas, a veces hace más de cuarenta grados a la sombra antes de desayunar. Aquí la vida se puede poner crudamente real, por así decirlo, en cuestión de segundos.

Mi gurú siempre dice que si vienes al ashram sólo te pasa una cosa: que descubres quién eres de verdad. Así que, si estás al borde de la locura, prefiere que te ahorres el viaje. Porque, francamente, nadie quiere tener que sacarte de aquí con una cuchara de madera entre los dientes.

40

Mi llegada coincide —y me gusta que así sea— con la llegada del año nuevo. Apenas he tenido un día para aprender a orientarme por el ashram cuando llega la Nochevieja. Después de cenar, el patio se empieza a llenar de gente. Nos sentamos todos en el suelo, unos en las frías baldosas de mármol, otros sobre esteras de paja. Todas las mujeres indias se han vestido como de boda. Llevan el pelo oscuro engrasado y con una trenza que les cae sobre la espalda. Se han puesto el sari de seda buena y sus pulseras de oro; y todas llevan una reluciente joya bindi en el centro de la frente, como un pálido reflejo de las estrellas que tenemos encima. Vamos a entonar unos cánticos, en este patio al aire libre, hasta que llegue la medianoche y pasemos de un año a otro.

«Cántico» es una palabra que no me gusta para una costumbre que amo profundamente. Me parece que la palabra «cántico» tiene una connotación de monotonía zumbona y siniestra, como lo que debían de hacer los druidas al reunirse junto a una hoguera antes de un sacrificio. Pero cuando cantamos aquí, en el ashram, es como una especie de coro angelical. Normalmente se usa una modalidad semejante a la pregunta-respuesta. Un grupo de hombres y mujeres jóvenes, todos con voces hermosísimas, empiezan cantando una frase melódica y los demás la repetimos. Esto forma parte de la meditación; se trata de concentrarse en la progresión de la música y armonizar tu voz con la de tu vecino para acabar cantando todos como una sola persona. Pero yo tengo
jet lag
y me temo que no voy a aguantar despierta hasta las doce y mucho menos cantando sin parar. Pero entonces comienza la velada musical con un solo violín que suena entre las sombras, entonando una larga nota melancólica. Después se le une el armonio, los lentos tambores, las voces...

Estoy sentada al fondo del patio con todas las madres, mujeres indias que parecen estar muy cómodas con las piernas cruzadas, sus hijos tendidos sobre ellas como pequeñas alfombras humanas. El cántico de esta noche es una nana, un lamento, un intento de dar las gracias, escrito con una
raga
(melodía) que sugiere compasión y devoción. Como siempre, cantamos en sánscrito (una lengua muerta en la India salvo para la oración y el estudio de la religión) y procuro convertirme en un espejo vocal de las primeras voces, imitando sus inflexiones como filamentos de luz azulada. Ellos me pasan las palabras sagradas, yo me las quedo durante unos instantes y se las devuelvo, y así logramos pasar kilómetros y kilómetros de tiempo cantando sin cansarnos. Nos mecemos como algas en las oscuras aguas de la noche. Los niños que me rodean están envueltos en seda, como regalos.

Estoy muy cansada, pero no suelto mi cordón de música azulada y me elevo hasta tal estado que creo estar llamando a Dios en sueños, o quizá sólo me haya precipitado por el hueco del pozo del universo. Sin embargo, a las 23.30 la orquesta domina el tempo del cántico, que es un puro estallido de júbilo. Mujeres bellamente vestidas hacen tintinear sus pulseras, batiendo palmas y bailando y agitando el cuerpo como una pandereta. El rítmico latido de los tambores es emocionante. Al ir pasando los minutos, parecemos atraer el año 2004 hacia nosotros, todos juntos. Es como si lo hubiéramos amarrado con nuestra música, arrastrándolo por los cielos en una gigantesca red de pesca, rebosante de destinos ignorados. Y cómo pesa la red, ciertamente, cargada de los nacimientos, las muertes, las tragedias, las guerras, los amores, las historias, los inventos, las transformaciones y las calamidades que nos esperan a todos en este año venidero. Seguimos cantando y tirando de ella, mano sobre mano, minuto a minuto, voz tras voz, acercándola cada vez más. Los segundos van cayendo hasta llegar a la medianoche y cantamos aún con más fervor hasta que, en un esfuerzo heroico, logramos alzar la red del Año Nuevo, cubriéndonos y revistiendo el cielo con ella. Sólo Dios sabe qué nos traerá este año, pero ya está aquí, cobijándonos a todos.

Ésta es la primera Nochevieja de toda mi vida en que no conozco a ninguna de las personas con las que la he celebrado. Tras tanto baile y tanto cántico no tengo a quién abrazar cuando llega la medianoche. Pero no diría que esta noche haya tenido nada de solitaria.

No. Eso, desde luego, no lo diría.

41

A todos nos asignan un trabajo aquí y resulta que a mí me toca fregar el suelo del templo. Así que ahí es donde me paso varias horas al día; arrodillada sobre el gélido mármol con un cepillo y un cubo, trabajando como la hermanastra de un cuento para niños. (Por cierto, la metáfora me parece obvia; fregar el templo que representa a mi corazón, limpiarme el alma, el monótono trabajo diario que debe incluirse en un ejercicio espiritual como rito de purificación, etcétera.)

Mis compañeros fregones son un puñado de chicos indios. Este trabajo se lo suelen dar a los adolescentes porque requiere altos niveles de energía física, pero no cantidades industriales de responsabilidad; si se hace mal, el desastre no puede ser muy grande. Mis compañeros de trabajo me caen bien. Las chicas son unas mariposillas hacendosas que parecen mucho más jóvenes que las estadounidenses de 18 años y los chicos son unos pequeños autócratas, muy serios, que parecen mucho mayores que los estadounidenses de 18 años. En los templos está prohibido hablar, pero son adolescentes, así que no paran de hacerlo mientras trabajamos. Y no todo es cotilleo trivial. Uno de los chicos siempre se pone a fregar a mi lado y, muy convencido, me da una charla sobre cómo se trabaja aquí: «Tú tomas en serio. Haces todo puntual. Eres tranquila y amable. Tú recuerdas esto: haces todo para Dios. Y Dios hace todo para ti».

Es una labor física agotadora, pero mis horas de trabajo diario me resultan mucho más sencillas que mis horas de meditación diaria. Me parece que la meditación no se me da demasiado bien, la verdad. Sé que he perdido la costumbre, pero la verdad es que nunca se me ha dado bien. No consigo parar mi mente. Una vez se lo conté a un monje indio y me dijo: «Es una lástima, porque eres la única persona en toda la historia del mundo a la que le pasa eso». Y me citó el
Bhagavad Gita
, el texto sagrado del yoga: «Oh, Krisna, la mente es impaciente, bulliciosa, fuerte e inflexible. La considero tan difícil de someter como el viento».

La meditación es tanto el ancla como las alas del yoga. La meditación es el
camino
. Existe una diferencia entre la meditación y la oración pese a que ambas prácticas buscan la comunión con lo divino. He oído decir que la oración es el acto de hablar con Dios mientras que la meditación es el acto de escuchar. Creo que a mí se me ve a la legua cuál de los dos me resulta más fácil. Podría pasarme la vida largándole a Dios lo que siento y padezco, pero si se trata de estar callada escuchando..., eso ya es otra historia. Si le pido a mi mente que se quede quieta, es sorprendente lo poco que tardará en llegar al (1) aburrimiento, (2) indignación, (3) depresión, (4) ansiedad o (5) todos los anteriores juntos.

Como les sucede a la mayoría de los humanoides, sobrellevo lo que los budistas llaman la «mente del mono», es decir, esos pensamientos que saltan de rama en rama, parando sólo para rascarse, escupir y aullar. Desde el remoto pasado hasta el ignorado futuro mi mente se columpia frenéticamente por los confines del tiempo, abordando docenas de ideas por minuto sin control ni disciplina alguna. Esto en sí no supone necesariamente un problema; el problema es el estado de ánimo que acompaña al pensamiento. Las ideas alegres me ponen de buen humor, pero —¡plaf!— de golpe vuelvo a la preocupación obsesiva y estropeo el asunto; y entonces recuerdo un momento de indignación y me vuelvo a acalorar y cabrear; pero entonces mi mente decide que es un buen momento para compadecerse y entonces me siento sola otra vez. Al fin y al cabo somos lo que pensamos. Los sentimientos son esclavos de los pensamientos y uno es esclavo de sus sentimientos.

El otro inconveniente de columpiarte por las viñas del pensamiento es que nunca estás dónde estás. Siempre estás escarbando en el pasado o metiendo las narices en el futuro, pero sin detenerte en un momento concreto. Se parece un poco a esa costumbre que tiene mi querida amiga Susan que, cuando ve un sitio bonito, exclama medio aterrada: «¡Qué bonito es esto! ¡Quiero volver alguna vez!» y tengo que usar todo mi poder de persuasión para convencerla de que ya está ahí. Si buscas una unión con lo divino, lo de columpiarse de aquí para allá es un problema. Si a Dios lo llaman una
presencia
es por algo: Dios está aquí ahora mismo. El lugar donde hallarlo es el presente y el momento es ahora.

Pero para permanecer en el presente debemos emplear un enfoque unidireccional. Las distintas técnicas de meditación que existen no se basan en distintos enfoques unidireccionales; por ejemplo, posar los ojos en un solo punto de luz o centrarnos en nuestra aspiración y espiración. Mi gurú me enseña a meditar con un mantra, palabras o sílabas sagradas que se repiten con una concentración. El mantra tiene una función dual. Para empezar, le da a la mente una ocupación. Es como dar a un burro un montón donde hay mil botones y decirle: «Llévate estos botones, de uno en uno, para hacer un montón nuevo». Al burro esto le resulta mucho más fácil que si le pones en un rincón y le dices que no se mueva. El otro propósito del mantra es transportarnos a otro estado, como si fuésemos en un barco de remos a merced de las revoltosas olas de nuestra mente. Cuando tu atención se quede atrapada en la marea del pensamiento, lo único que tienes que hacer es volver al mantra, subirte otra vez al barco de remos y seguir adelante. Se dice que los grandes mantras sánscritos tienen poderes inimaginables, que pueden llevarte sobre las aguas —si eres capaz de quedarte con uno concreto— hasta las orillas de la divinidad.

Uno de los muchísimos escollos que me plantea la meditación es que el mantra que me han dado —
Om Namah Sivaya
— no me acaba de funcionar. Me gusta cómo suena y me gusta lo que significa, pero no me transporta suavemente hacia la meditación. En los dos años que llevo practicando este tipo de yoga jamás me ha funcionado bien. Cuando intento repetir el
Om Namah Sivaya
en mi cabeza, se me atasca en la garganta, oprimiéndome el pecho y poniéndome nerviosa. No consigo acoplar las sílabas al ritmo de mi respiración.

Una noche le hablo del asunto a Corella, mi compañera de habitación. Me da vergüenza contarle lo mucho que me cuesta concentrarme en la repetición del mantra, pero ella es profesora de meditación. Quizá pueda ayudarme. Me cuenta que a ella también se le distraía la mente durante la meditación, pero ahora que la domina es la gran felicidad de su vida, un proceso sencillo y transformativo.

—Lo único que hago es sentarme y cerrar los ojos —me dice—. Y en cuanto pienso en el mantra, me voy directa al paraíso.

Al escucharla, casi me entran náuseas de la envidia que me da. Aunque Corella lleva practicando yoga casi los mismos años que yo llevo viva. Le pido que me enseñe exactamente cómo usa el
Om Namah Sivaya
cuando medita. ¿Cada aspiración de aire le coincide con una sílaba? (Cuando yo lo hago, se me hace eterno y me pongo nerviosa.) ¿O es una palabra por cada aspiración de aire? (¡Cada palabra tiene una longitud distinta! ¿Cómo se igualan?) ¿O se dice el mantra entero al inhalar y se repite al exhalar? (Porque, cuando hago eso, me acelero y acabo estresándome.)

—Pues no lo sé —dice Corella—. Lo que hago es... decirlo.

—¿Pero lo cantas? —le insisto, medio desesperada—. ¿Le pones un ritmo?

—Lo digo por las buenas.

—¿Te importaría decirlo en voz alta como lo dices en tu cabeza cuando meditas?

Amablemente, mi compañera de cuarto cierra los ojos y empieza a decir el mantra tal como le aparece en su cabeza. Efectivamente, lo único que hace es... decirlo. Lo pronuncia con serenidad y normalidad, sonriendo levemente. Lo dice varias veces, de hecho, hasta que me entra la impaciencia y la interrumpo.

—Pero ¿no te aburres? —le pregunto.

—Ah —dice Corella, que abre los ojos, me sonríe y mira el reloj—. Han pasado diez segundos, Liz. Y ya nos hemos aburrido, ¿o qué?

42

Al día siguiente llego justo a tiempo para la sesión de meditación de las cuatro de la madrugada, con la que empieza cada jornada. Se supone que tenemos que pasarnos una hora en silencio, pero, como a mí cada minuto me parece un kilómetro, aquello se convierte en un interminable viaje de sesenta kilómetros. En el minuto/kilómetro catorce ya estoy de los nervios, me flaquean las rodillas y estoy al borde de la desesperación. Cosa comprensible, teniendo en cuenta que las conversaciones que tengo con mi mente durante la meditación son algo así:

Yo
: Venga, vamos a meditar. Tenemos que concentrarnos en la respiración y centrarnos en el mantra.
Om Namah Sivaya. Om Namah Siv...

Mi mente
: Puedo ayudarte con este tema, ¿sabes?

Yo
: Ah, pues qué bien, porque necesito que me ayudes. Venga.
Om Namah Sivaya. Om Namah Si...

Mi mente
: Puedo ayudarte a pensar unas bonitas imágenes meditativas. Como, vamos a ver... Mira, ésta es buena. Imagínate que eres un templo. ¡Un templo en una isla! ¡Y la isla está en el océano!

Yo
: Ah, pues sí que es una imagen bonita.

Mi mente
: Gracias. Se me ha ocurrido sin ayuda de nadie.

Yo
: Pero ¿qué océano nos estamos imaginando?

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