Al ver que no paro de llorar, me hago con un cuaderno y un bolígrafo (el último refugio del granuja) y me siento junto al retrete una vez más. Encuentro una página en blanco y escribo mi petición de ayuda de siempre:
«NECESITO TU AYUDA».
Suelto un profundo suspiro al ver que, escribiendo con mi letra, esa gran amiga mía (¿quién será?) acude lealmente a rescatarme:
Aquí estoy. No hay ningún problema. Te quiero. Nunca te abandonaré
...
La meditación de la mañana siguiente es un desastre. Desesperada, le suplico a mi mente que se quite de en medio y me deje encontrarme con Dios, pero me lanza una mirada implacable y me dice: «Jamás te voy a dejar que me pases por alto».
Me paso todo el día tan furiosa y llena de odio que temo por la vida de cualquiera que se me cruce en el camino. Le doy un bufido a una pobre mujer alemana que no habla bien inglés y no me entiende cuando le digo dónde hay una librería. Me avergüenzo tanto de mi ataque de furia que me escondo en un cuarto de baño (¡otro!) donde rompo a llorar, pero me indigno conmigo misma por llorar, porque la gurú me ha dicho que debo procurar no venirme abajo sin parar para no convertirlo en una mala costumbre... Pero ¿ella qué sabrá? Es una iluminada. No me puede ayudar. No me entiende.
No quiero que nadie me dirija la palabra. Ahora mismo no soporto ver la cara de nadie. Hasta logro dar esquinazo a Richard el Texano, pero a la hora de cenar me ve y se sienta —el muy valiente— en mitad de mi nube negra de autofobia.
—¿Por qué estás tan rarita? —me pregunta, hablando con un palillo en la boca, como siempre.
—Qué más te da —le digo antes de contarle todo el rollo entero, de principio a fin, acabando con—: Y lo peor de todo es que me he vuelto a obsesionar con David. Creía que se me había pasado, pero no hago más que acordarme.
—Date seis meses más —me aconseja—. Y ya verás cómo se te pasa.
—Ya me he dado doce meses, Richard.
—Pues date seis meses más. Échale meses, de seis en seis, hasta que se te pase. Estas cosas llevan tiempo.
Resoplo sonoramente por la nariz, como un toro.
—Zampa, escúchame —me dice Richard—. Un día de éstos vas a recordar esta época de tu vida como un dulce momento de tristeza. Entenderás que, estando de duelo y teniendo roto el corazón, estás en el mejor sitio posible para cambiar tu vida. En un hermoso lugar dedicado a la devoción y en un estado de gracia. Vive este momento minuto a minuto. Deja que las cosas se arreglen solas aquí, en India.
—Pero es que lo quería de verdad.
—Pues mira qué bien. Querías a no sé quién. ¿No sabes cómo funciona ese tema? El tío ese te ha tocado una parte del corazón que no sabías ni que tenías. Vamos, que te ha dejado
tocada
, nena. Pero ese amor que has sentido no es más que el comienzo. Casi ni lo has probado. Es sólo un amor mortal, cutre y chapucero. Ya verás como eres capaz de amar mucho más profundamente. Joder, Zampa, que un día llegarás a querer al mundo entero. Ése es tu destino. No te rías.
—No me estoy riendo —le dije, llorando—. Y, por favor, no te rías de mí, pero creo que no consigo olvidarme de este tío porque estaba convencida, en serio, de que David era mi alma gemela.
—Y probablemente lo fuera. Lo que te pasa es que no sabes lo que eso significa. La gente cree que un alma gemela es la persona con la que encajas perfectamente, que es lo que quiere todo el mundo. Pero un alma gemela auténtica es un espejo, es la persona que te saca todo lo que tienes reprimido, que te hace volver la mirada hacia dentro para que puedas cambiar tu vida. Una verdadera alma gemela es, seguramente, la persona más importante que vayas a conocer en tu vida, porque te tira abajo todos los muros y te despierta de un porrazo. Pero ¿vivir con un alma gemela para siempre? Ni hablar. Se pasa demasiado mal. Un alma gemela llega a tu vida para quitarte un velo de los ojos y se marcha. Gracias a Dios. Pero a ti no te da la gana de soltarlo. Esa historia se acabó, Zampa. La función de David era darte una sacudida, sacarte de ese matrimonio que no funcionaba, machacarte un poco el ego, hacerte ver tus obstáculos y adicciones, romperte el corazón para que te entrara la luz y desesperarte y hacerte descontrolar tanto que no te quedara más remedio que cambiar tu vida y luego presentarte a tu maestra espiritual y largarse con viento fresco. Ése era su cometido y lo ha hecho a la perfección, pero ya se acabó. Y a ti no te da la gana de archivarla como una relación corta y punto. Eres como un perro en un vertedero. Venga a chupar una lata a ver si le sacas algo de alimento. Como sigas así, se te va a quedar el hocico metido en la lata y las vas a pasar canutas. Así que olvídate del tema.
—Es que lo quiero.
—Pues quiérelo.
—Es que lo echo de menos.
—Pues échalo de menos. Mándale luz y amor cuando te acuerdes de él y olvídate del tema. Te da miedo deshacerte de los últimos trocitos de David, porque sabes que te vas a quedar muy sola y a Liz Gilbert le da pánico plantearse lo que le puede pasar si se queda sola. Pero tienes que entender una cosa, Zampa. Si liberas el hueco que tienes dedicado a obsesionarte con este tío, te va a quedar un vacío en la cabeza, un espacio abierto, una puerta. ¿Y a que no sabes lo que va a hacer el universo con esa puerta? Pues entrar por ella. Dios va a entrar en ti y te va a llenar de un amor que no has visto ni en tus mejores sueños. Deja de usar a David para bloquear esa puerta. Olvídate de ese tema.
—Pero me gustaría que David y yo...
—¿Lo ves? Eso es lo malo que tienes —me interrumpe—. Te gustan demasiadas cosas. Menos «gustar» y más «buscar», nena, que vas de culo y cuesta abajo.
Esa frase me hace soltar la primera carcajada del día.
—Pero ¿cuánto voy a tardar en dejar de sufrir? —pregunto a Richard.
—¿Quieres que te dé una fecha exacta?
—Sí.
—¿Qué quieres? ¿Marcarla con un círculo en el calendario?
—Sí.
—Te voy a decir una cosa, Zampa. Eres una manipuladora obsesiva.
La furia que me produce esa frase me consume como el fuego.
¿Manipuladora obsesiva? ¿Yo?
No sé si dar a Richard una bofetada en respuesta por semejante insulto. Y entonces, de las profundidades de mi furia ofendida, brota la verdad. La verdad inmediata, evidente y cómica.
Tiene toda la razón.
La furia me abandona tan aprisa como había llegado.
—Tienes toda la razón —le digo.
—Sé muy bien que tengo toda la razón, nena. Mira, eres una mujer fuerte, que está acostumbrada a salirse con la suya y, como en tus últimas historias de amor no te has salido con la tuya, te has quedado atascada. Tu marido no hizo lo que tú esperabas de él y David, tampoco. Por una vez en la vida las cosas no salieron como tú querías. Y si hay algo que desquicia a una manipuladora es que las cosas no le salgan como ella quiere.
—No me llames manipuladora, por favor.
—Eres adicta al control, Zampa. Venga. ¿Nadie te lo ha dicho nunca, o qué?
(Pues... sí, la verdad. Pero, cuando te estás divorciando de un tío, al final dejas de hacer caso a todas las cabronadas que te dice.)
Así que me callo y lo admito.
—Vale, puede que tengas razón. Es posible que sea adicta al control. Lo que me sorprende es que te hayas dado cuenta. Porque no creo que se me note tanto. Vamos, que la mayoría de la gente no se da cuenta nada más verme.
Richard el Texano suelta una carcajada tan grande que casi se le cae el palillo de la boca.
—¿Ah, no? Nena, ¡hasta Ray Charles se daría cuenta!
—Vale, pues ya no quiero hablar del tema, gracias.
—A ver si aprendes a dejar que las cosas pasen tranquilamente, Zampa. Como sigas así, te vas a poner enferma de verdad. No vas a volver a dormir bien en tu vida. Te vas a pasar las noches dando vueltas en la cama, recriminándote por ser un desastre.
¿Qué me pasa? ¿Cómo es posible que no me vaya bien con ningún tío? ¿Por qué me salen las cosas tan mal?
Venga, confiésamelo. Seguro que anoche te pasaste las horas muertas pensando justo eso.
—Venga, Richard, ya vale —le pido—. A ver si dejas de darte paseos por mi cabeza.
—Pues cierra la puerta, entonces —dice mi gran yogui el Texano.
Cuando tenía 9 años y estaba a punto de cumplir los 10 tuve una auténtica crisis metafísica. Puede parecer pronto para una cosa así, pero siempre fui una niña precoz. La historia fue en verano, entre cuarto y quinto. Iba a cumplir 10 en julio y había algo en esa transición del 9 al 10 —el paso de un solo dígito a un dígito doble— que me produjo un auténtico pánico existencial, más propio de la gente que va a cumplir 50. Recuerdo haber pensado que la vida iba
demasiado rápido
. Parecía que había sido ayer cuando estaba en párvulos y, ahí estaba, a punto de cumplir los 10. Cuando quisiera darme cuenta estaría en la veintena, luego sería una señora de mediana edad, luego una anciana y, al final, me moriría. Y los demás también estaban envejeciendo a la velocidad del rayo. En un abrir y cerrar de ojos habrían muerto. Mis padres se iban a morir. Mis amigos se iban a morir. Mi gato se iba a morir. Mi hermana mayor ya estaba casi en el instituto; la recordaba perfectamente cuando entró en primero con sus calcetines por las rodillas, ¿y ya estaba casi en el instituto? Estaba claro que le quedaba poco para morirse. ¿Qué sentido tenía todo aquello?
Lo más curioso de la crisis es que no tenía ningún origen concreto. No se me había muerto ningún amigo o familiar, haciéndome entrar en contacto con la muerte, ni había leído o visto nada relacionado con la muerte; ni siquiera había leído
Peter Pan
todavía. Ese pánico que me entró a los 10 años no era ni más ni menos que el descubrimiento espontáneo y completo del inevitable progreso de la mortalidad y, obviamente, no tenía el vocabulario espiritual adecuado para afrontarla. Mi familia es protestante, pero no somos muy religiosos, la verdad. Rezábamos sólo antes de las cenas de Navidad y Acción de Gracias y a misa íbamos de vez en cuando. Mi padre se quedaba en casa los domingos por la mañana y su liturgia religiosa era su trabajo de granjero. Yo cantaba en el coro de la iglesia porque me gustaba cantar y mi hermana —que es muy mona— hizo de ángel en el auto de Navidad. Mi madre usaba la iglesia como centro de reuniones para organizar los actos benéficos de la comunidad. Pero tampoco recuerdo que en esa iglesia se hablara mucho de Dios. Hay que tener en cuenta que estábamos en Nueva Inglaterra y a los yanquis les pone nerviosos hablar de Dios.
Lo que recuerdo es lo pequeña e inútil que me sentía. Quería tirar de un freno de emergencia para parar el universo, como los frenos que había visto al ir en metro en Nueva York. Quería pedir un tiempo muerto, decir a la gente que se estuviera quieta hasta que yo lograra entender de qué iba el tema. Supongo que esa necesidad de obligar al universo a pararse debió de ser el principio de lo que mi querido amigo Richard llama mi «adicción al control». Obviamente, toda aquella inquietud y preocupación no sirvió de nada. Cuanto más pensaba en el paso del tiempo, más deprisa pasaba, y ese verano pasó tan rápido que me dio dolor de cabeza, y recuerdo que cada vez que anochecía pensaba: «Uno menos» y me echaba a llorar.
Uno de mis amigos del instituto trabaja ahora en un centro de discapacitados mentales y dice que sus pacientes autistas son especialmente sensibles al paso del tiempo, como si no tuviesen ese filtro mental que nos permite a los demás olvidarnos de la mortalidad de vez en cuando y vivir por las buenas. Uno de los pacientes de Rob le pregunta todas las mañanas qué día es y al caer la tarde siempre le dice, por ejemplo: «Rob, ¿cuándo volverá a ser 4 de febrero?». Antes de que Rob le pueda contestar el chico mueve la cabeza apenado y dice: «Ya, ya, déjalo... No será hasta el año que viene, ¿verdad?».
Esa sensación la conozco perfectamente. Sé muy bien lo que es querer estirar un 4 de febrero para que dure más. Esa tristeza es uno de los grandes padecimientos del experimento humano. Todo parece indicar que somos la única especie del planeta con el don —o la maldición, más bien— de ser conscientes de nuestra propia mortalidad. Todo lo que nos rodea acaba muriendo, pero somos los únicos afortunados que se pasan la vida pensando en el tema. ¿Qué se puede hacer para asimilar una información semejante? A los 9 años lo único que pude hacer fue llorar. Después, al ir pasando los años, esa hipersensibilidad ante el paso del tiempo me llevó a vivir la vida a toda velocidad. Dado que nuestra visita a la Tierra es tan corta, cuanto antes lo experimentara todo, mejor. De ahí tanto viaje, tanto amor, tanta ambición y tanto comer pasta. Mi hermana tenía una amiga convencida de que Catherine tenía dos o tres hermanas menores, porque oía historias de la hermana que estaba en África, la hermana que trabajaba en un rancho en Wyoming, la hermana que era camarera en Nueva York, la hermana que estaba escribiendo un libro, la hermana que se iba a casar... ¿Una sola persona haciendo toda esa cantidad de cosas...? Pues sí. Y si hubiera podido convertirme en muchas Liz Gilbert, lo habría hecho encantada para no perderme un solo momento de la vida. Pero ¿qué estoy diciendo? Si fue justo lo que hice, convertirme en un montón de Liz Gilberts, que se desplomaron del agotamiento todas a la vez en un cuarto de baño de una casa de las afueras a los treinta y tantos años.
He de decir que soy consciente de que no todos pasan por una crisis metafísica como ésta. Algunos estamos programados para ponernos ansiosos con el tema de la mortalidad y otros parecen llevar el asunto mucho mejor. Es obvio que en este mundo hay muchas personas apáticas, pero también parece haber gente capaz de aceptar elegantemente el mecanismo de funcionamiento del universo sin que les agobien demasiado sus paradojas e injusticias. Tengo una amiga cuya abuela siempre le decía: «No existe ningún problema que no pueda curarse con un baño de agua caliente, un vaso de whisky y un devocionario». Hay personas a las que les basta con eso. Pero hay otras que requieren medidas más drásticas.
Y ahora sí que voy a mencionar a mi amigo el granjero irlandés que, aparentemente, no es el típico personaje al que uno espera encontrarse en un ashram indio. Pero Sean es como yo: una de esas personas que han nacido con un ansia, un anhelo insaciable de entender el mecanismo de la existencia. Su pequeña aldea de Country Cork no parecía tener respuestas que darle, así que en la década de 1980 abandonó su granja y se fue a recorrer India para hallar la paz interior a través del yoga. Al cabo de unos años regresó a la vaquería irlandesa. Estaba sentado en la cocina de la vieja casona de piedra con su padre —un anciano granjero parco en palabras— y Sean le estaba hablando de los descubrimientos espirituales que había hecho en el exótico Oriente. El padre de Sean le escuchaba con un cierto interés, mirando al fuego y fumando su pipa. No abrió la boca hasta que Sean le dijo: «Papá, esto de la meditación es muy importante para alcanzar la serenidad. Te puede salvar la vida, en serio. Te enseña a apaciguarte la mente».