Serena se acercó con un caballero delgado y de pelo rubio, con brillantes ojos azules.
—Viola, te presento a nuestro hermanastro, sir Tracy Lucas.
—Espero que sólo me llames Tracy —señaló él al tiempo que la saludaba con una reverencia y una atractiva sonrisa—. Será un honor llamarte hermana.
—Un grupo maravilloso, ¿verdad, señorita Carlyle? —lady Fiona esbozó una sonrisa radiante. Era más alta que Serena, la personificación de la belleza juvenil vestida de muselina blanca—. Será espléndido conocerla mejor y sé que lady Emily, o mejor dicho, Lisístrata, también será de la misma opinión cuando se haya recuperado de la fatiga del viaje —le echó otra mirada al señor Yale, en esa ocasión de soslayo y en absoluto inocente—. ¿Cree que podremos bailar?
Viola enarcó las cejas.
—En realidad, no sé bailar.
La expresión de la joven se iluminó.
—¡Eso es maravilloso! Le daremos unas lecciones.
La alegría inundó la casa. Acostumbrada a vivir con muchas personas compartiendo un espacio reducido, a Viola no le importó tanta actividad. Sin embargo, los londinenses no eran como su hermana y el barón, más bien se parecían al señor Yale: de ingenio rápido, al último grito de la moda y muy atentos con ella. No obstante, Viola buscó en más de una ocasión refugio en el sendero del acantilado, a cuyos pies rompían las olas sobre la arena de la estrecha playa, el lugar donde mejor podía escuchar los agudos graznidos de las gaviotas. Allí podía inspirar el aire procedente del mar, disfrutar del calor del sol en las mejillas y sentirse casi feliz. Salvo por ese vacío de su interior que se negaba a abandonarla.
El señor Yale se mostró siempre muy atento. Pero daba la sensación de que el placer que había obtenido con su visita a Savege Park parecía estar menguando.
—Lady Fiona lo admira —le dijo Viola mientras miraba de reojo a la joven, que estaba tocando una alegre tonada en el piano. Tenía una voz muy dulce, parecida al canto de los pájaros que se escuchaban en los jardines de Serena, situados a sotavento.
—Sí, en fin… —replicó él antes de beber un trago de oporto—. Si quisiera alentar dicha admiración, su hermano me ahorcaría.
—Creía que lord Blackwood y usted eran buenos amigos.
—Precisamente.
Viola miró esos ojos plateados, que no parecían afectados por el vino a pesar de haberlo visto tomarse tres copas durante la cena.
—No tiene el menor interés en ella, ¿verdad?
—Es una preciosidad —volvió a beber.
—Pero…
—Señorita Carlyle, siento mucho no poder continuar con esta conversación en concreto. Por favor, discúlpeme.
—Señor Yale, después de estas tres semanas en mi compañía, ¿todavía no me conoce?
Lo vio esbozar una sonrisa.
—¡Vaya, veo que me he confundido! —la miró fijamente—. Lo diré de otro modo. No tengo el menor interés en las jovencitas recién salidas del aula.
—Sin embargo, bromea con lady Emily cada vez que se le presenta la ocasión. No creo que tenga más de veinte años.
Esos ojos plateados resplandecieron de repente.
—Ella es muy distinta.
—Lo cree un petimetre indolente. ¿Lleva razón?
—Como es natural, debe usted sacar sus propias conclusiones.
—Carezco de la experiencia necesaria para compararlo con otros caballeros. Sólo conozco a lord Savege y a lord Carlyle, de modo que…
—Acaba de omitir a nuestro mutuo amigo de su lista. ¿No lo cree un caballero, señorita Carlyle?
Viola sintió que le ardían las mejillas.
—No sé qué quiere decir.
Lo vio esbozar una sonrisa.
—¡Vaya, lo ha conseguido! Se ha convertido verdaderamente en la dama que quería ser hace un mes.
Viola no supo si reír o llorar. ¿Acaso el mundo en el que había vivido durante quince años había desaparecido en cuestión de semanas? Si volviera a ponerse calzas y fuera armada, ¿recuperaría los callos de las manos con rapidez o lentamente, como cuando tuvo que acostumbrarse al trabajo manual?
Con el rabillo del ojo, vio que las faldas de un vestido blanco se acercaban a ella, como si fueran las alas de una gaviota sobre la gavia.
—Señor Yale —dijo lady Fiona al tiempo que entornaba los párpados. Tenía unos preciosos ojos castaños—, si toco mañana, ¿enseñará a la señorita Carlyle a bailar? Lady Savege dice que celebraremos una fiesta el próximo fin de semana a la que asistirán los vecinos de los alrededores. La señorita Carlyle afirma que no sabe bailar, y no pienso permitir que se pase toda la noche sentada mientras los demás nos divertimos. Es demasiado guapa para eso —agarró una de las manos de Viola y le dio un apretón amistoso—. Nuestro anfitrión también es un bailarín excepcional. Con su ayuda, señor Yale, estoy segura de que la señorita Carlyle estará más que preparada para bailar durante la fiesta. ¿Lo hará, señor?
—Será un honor. ¿Señorita Carlyle?
—Bueno, ¿por qué no? —era imposible que se le diera peor el baile que la pintura o que tocar el arpa.
Pero se equivocó. Era muchísimo peor.
—¡Ay, lo siento!
—No hace falta que te disculpes, querida. La culpa es mía —replicó lord Savege con una sonrisa titubeante.
Viola entrecerró los ojos con escepticismo y volvió a tropezarse con los pies de su cuñado.
—Esto es imposible.
—Las damas no rezongan en la pista de baile —le recordó el señor Yale mientras tomaba su mano y la alejaba del conde.
—Sospecho que las damas tampoco desean tener su machete a mano para cortarle quince centímetros al bajo de su vestido o para rajar el corsé y así poder respirar.
—Oo, la
! —exclamó madame Roche entre carcajadas—. Señorita Carlyle, es usted
très amusante
, ¿a que sí?
—Supongo —replicó el señor Yale con ecuanimidad.
Serena rió por lo bajo. Lady Fiona, que estaba tocando el piano, ejecutó una alegre combinación de notas. Incluso lady Emily, que estaba sentada leyendo un libro, ajena a la clase de baile, sonrió. La cálida brisa entraba a través de los ventanales abiertos para recibir el fresco de la tarde estival, meciendo las cortinas y las faldas de Viola. No podía estar triste. Sus nuevas amistades suponían una gran alegría, debía superar el reto de dominar las nuevas habilidades y también estaba el consuelo de poder disfrutar del precioso hogar de su hermana. Sentir ese insistente vacío interno, pese a todo, parecía ridículo. A esas alturas, ya debería haberse acostumbrado.
Lady Fiona volvió a colocar las manos sobre las teclas y Viola siguió bailando con renovado empeño. En uno de los giros, quedó frente a la puerta del salón y allí estaba. Jin. Sin previo aviso. Tan guapo como siempre y observándola.
De repente, supo que jamás se acostumbraría a ese vacío interior, ni aunque intentara distraerse surcando los siete mares en un barco que hiciera aguas. No había nada sobre la faz de la tierra que pudiera distraerla lo suficiente. Porque no había aventura más peligrosa que amar a Jin Seton y que él no correspondiera sus sentimientos.
Jin era incapaz de apartar la mirada de ella. Sabía que debía hacerlo. Pero mientras la veía tropezar en mitad de la pista, enredándose con el bajo del vestido y con los pies de su pareja, destrozando el baile en definitiva, el nudo que llevaba viviendo en su pecho todo ese mes desapareció. Estaba preciosa, tan guapa con su disfraz de dama como lo había estado ataviada de marinero. Se movía por la pista de baile sonriendo y riéndose, mostrando su placer y su ocasional titubeo sin reservas y sin teatralidad. Como capitana, había embrujado a sus hombres; y en ese momento, bailaba con todas sus ganas, si bien no con demasiado sentido del ritmo.
Cuando por fin su mirada se posó en él, puso los ojos como platos, y Jin se quedó sin aliento. La vio tropezar una vez más.
—¡Jinan, has vuelto! —lady Savege dio una palmada y su marido se volvió con una sonrisa en los labios.
Se acercó a él con largas zancadas y la mano extendida para estrechársela.
—No te abrazaré en presencia de toda esta gente —dijo el conde con voz baja y sentida, apretándole con fuerza la mano—. No me cabe la menor duda de que me apuñalarías por el bochorno. Pero quiero que sepas que lo haría si pudiera.
Jin se permitió esbozar una sonrisa tensa, aunque la enorme losa que le había pesado en el corazón por fin había desaparecido. La deuda que lo había vinculado a ese hombre, a su amigo, durante veinte años por fin estaba saldada.
Alex meneó la cabeza y se echó a reír.
—Así que ahí es donde has estado metido todos estos meses en los que no sabíamos nada de ti, ¿no? Buscando a una mujer a la que todos creían muerta.
—Me pareció una ocupación tan válida como cualquier otra —soltó la mano de su amigo.
—¿Y cómo está mi barco? Bueno, el tuyo.
—En el fondo del mar, Alex.
—¿Cómo dices? ¿Qué ha pasado? ¿Quién ha sido?
—Una dama —desvió la mirada más allá de Alex, hacia Viola. Su amigo imitó el gesto antes de mirarlo una vez más con los ojos como platos—. Sí —sonrió—. Es… extraordinaria.
Los demás esperaban una señal de su anfitrión, muertos de curiosidad. Sin embargo, la dama cuyos ojos veía todas las noches en sueños había apartado la cara.
Serena se acercó a ellos.
—Bienvenido, Jinan. Permíteme presentarte a los demás. Lady Emily…
—Ya nos conocimos durante un breve encuentro en casa de mis padres, hace casi dos años —dijo lady Emily desde su asiento y lo saludó con un gesto de la cabeza—. ¿Cómo está, señor Seton? Supongo que no querrá llevarse al señor Yale cuando se marche de nuevo, ¿verdad?
—La dama rezuma encanto, como siempre —replicó el galés—. ¿Qué tal por la ciudad, Seton?
—Bien, gracias —sin la presencia de la única persona a quien deseaba ver, que seguía sin mirarlo—. Lady Emily, es un placer volver a verla. Sin embargo, me temo que no tengo planes de marcharme en breve.
En ese instante, Viola lo miró de reojo, apenas una miradita en su dirección, con los labios entreabiertos.
Jin no sabía lo que iba a decir hasta que pronunció esas palabras, algo que hizo con el único propósito de atraer su mirada.
El pánico volvió a asaltarlo. No debería haber ido. Pero había sido incapaz de resistirse y ya era demasiado tarde. Se obligó a permanecer en calma y se dirigió a la acompañante de lady Emily, a quien le hizo una reverencia.
—Madame Roche,
j'espère que vous allez bien
.
—Je vais très bien, monsieur. Merci
—la dama lo saludó con una reverencia antes de señalar a la jovencita que había junto al piano—. Creo que ya conoce a mademoiselle Fiona, la hermana de lord Blackwood, un buen amigo suyo.
Le hizo una reverencia y la jovencita correspondió con una genuflexión, ocultando sus ojos castaños con las pestañas.
—Por supuesto, no tengo que presentarte a mi hermana —Serena era todo sonrisas cuando cogió a Viola del brazo—. En fin, ¿tomamos el té? Tanto bailar me ha dado una sed tremenda.
—Querida, si no te importa —dijo Alex—, me llevaré a los caballeros en busca de un refrigerio más fuerte. Seton, Yale, ¿os parece?
—Una sugerencia magnífica —murmuró Yale, que le lanzó a Jin una mirada risueña antes de echar a andar hacia la puerta.
Jin se despidió de las damas con una reverencia y los siguió de buena gana. Una cosa era soñar con los ojos, los labios y las caricias de una mujer que se encontraba a miles de kilómetros y lamentar la distancia que los separaba. Y otra muy distinta estar en la misma estancia que ella, con el deseo corriéndole por las venas, y conservar la cordura más que ella.
Había vuelto. Así sin más. Viola no recibió advertencia alguna, ningún criado anunció su nombre, si bien dichos criados se pasaban el día anunciando las entradas de unos y otros.
No fue así en esa ocasión. Jin había aparecido en mitad de un minué y se había quedado en el vano de la puerta del salón como si llevara siglos observando al grupo bailar con brío y estuviera encantado de quedarse allí otro tanto. Y en ese momento, mientras los invitados se reunían en el salón antes de la cena, había disfrutado una vez más de una posición cómoda, en esa ocasión junto al piano. Lady Fiona lo miró pestañeando al tiempo que le enseñaba su partitura. Madame Roche estaba cerca, pero la francesa, ataviada con un vestido de organdí negro, cuya edad se desconocía y que había enviudado en tres ocasiones, no la preocupaba, pese a sus ojos penetrantes y a su elegante porte. Sólo la encantadora y virginal Fiona importaba, una muchacha a la que le había tomado afecto y a quien, muy a su pesar, envidiaba en esos momentos. Lady Fiona se había hecho con la atención de Jin, y eso le revolvía el estómago.
Esa noche llevaba una chaqueta oscura, pantalones de ante y camisa blanca, como si no acabara de llegar esa misma tarde. Claro que a bordo de su barco demostraba la misma actitud, siempre controlado y al mando de todos aquellos con los que se cruzaba. Incluida su tontísima capitana.
A Viola le costaba respirar con normalidad y se sentía como una idiota. Pero Violet
la Vil
no era una idiota.
Superaría eso. En esa ocasión no permitiría que la alterase. En ese momento, contaba con su familia, con el afecto de su hermana y del barón, y con nuevos amigos, por más exaltados que parecieran. Más aún, tenía la fuerza necesaria para resistirse a él. En Trinidad, sus sentimientos la habían cegado. Pero por fin sabía a qué peligros se enfrentaba. Lucharía aun sin su pistola y sin su puñal. Y si eso no funcionaba, no dudaría en sacar las armas de sus baúles y amenazarlo para que se marchara a punta de cuchillo.
A su lado, Serena y el señor Yale hablaban sobre plantas, de un juego de cartas o de algo igual de misterioso, no tenía la menor idea. Sin embargo, la hijastra del barón, Diantha Lucas, al parecer sí.
—Lord Abernathy y lord Drake se jugaron unas orquídeas, pero acabaron empatados —sus rizos castaños se agitaron, ocultando unos ojos azules enmarcados por espesas pestañas—. Lo leí en la columna de cotilleos de
The Times
.
—Qué excéntricos —Serena soltó una risilla.
El señor Yale esbozó una sonrisa que Viola había aprendido a reconocer. Una sonrisa que decía: «Esta tarde me he bebido una botella entera de brandi y nada me afecta, ni siquiera unos aristócratas ridículos que se juegan cientos de libras a las cartas por unas plantas exóticas». Sin embargo, el caballero se limitó a decir: