Viola se pegó a él, ansiosa por sentirlo más cerca de lo que la ropa les permitía.
—Está pegado al de madame Roche. No puedo…
Jin la cogió de una mano y tiró de ella para que siguiera caminando por el pasillo. Abrió la primera puerta que encontraron.
—¿El armario de la ropa blanca? —sin embargo, se las habían apañado a la perfección en una escalera. A la perfección.
Viola estuvo a punto de soltar una risilla, pero él la metió en el armario, cerró la puerta y cubrió su boca de nuevo. En cuanto sintió que él le enterraba las manos en el pelo, comenzó a devolverle los enfebrecidos besos. Besos feroces y ávidos que avivaron el deseo que la consumía. Jin la instó a que se diera media vuelta para apoyarla contra la puerta y así poder pegarse a ella.
—Te veo un poco dominante —ella estaba sin aliento.
—Pues sí. Si quieres, puedes hacer lo mismo conmigo —sus besos en el cuello eran el delirio. Las manos con las que se subía las faldas hasta las caderas, seguras y firmes.
Viola tironeó de los botones de su camisa hasta acariciar su piel cálida y suave.
—¿Alguna parte en concreto que quieras que domine?
—Lo que a ti te apetezca —la besó en la garganta y dejó un reguero de besos ardientes hasta llegar a su boca, que esbozaba una sonrisa—. Pero no dejes de tocarme —le aferró el trasero con las manos y la pegó a él—. ¡Dios, es maravilloso tenerte así! Llevo semanas deseando tocarte de nuevo.
Viola sospechaba que debería replicarle algo, burlarse de él o soltar una risilla. Sin embargo, sólo atinó a seguir acariciándolo tal como él deseaba y a apartarle la camisa para poder disfrutar de esa piel ardiente y de sus increíbles músculos. Le permitió que la acariciara como quisiera, dejando que su boca y sus manos la exploraran de forma íntima hasta enloquecerla. Cuando ya no pudo soportar más las caricias, separó los muslos y le permitió que la poseyera. Le permitió… ¡Adoraba sentirlo dentro! Adoraba la sensación de acogerlo en su interior, la enloquecía. Con las faldas en las caderas y el cuerpo enfebrecido, comenzó a moverse al compás de sus embestidas hasta que se quedó sin aliento y ni siquiera pudo gritar de placer.
—Viola —susurró él. Su cuerpo la aplastaba contra la puerta, en la que había apoyado una mano, mientras la poseía—. Viola…
La nota ronca de su voz, la urgencia y la desesperación le llegaron a lo más hondo. Porque había algo distinto. Viola lo sentía en las entrañas, en la sangre, en el alma. Vibró por todo su cuerpo mientras alcanzaba el orgasmo entre gemidos y aferrada a él. Jin la siguió, y volvió a hacerla suya.
Sus frenéticos movimientos se aminoraron hasta transformarse en quietud. Por un instante, permanecieron tal como estaban, frente contra frente y jadeantes. Después, con cuidado y con sus fuertes manos, él la dejó en el suelo. Viola le quitó los brazos del cuello y se alisó las arrugadas faldas del vestido, tras lo cual intentó arreglarse el pelo. Él se abrochó los pantalones. Sin mediar palabra, Jin volvió a abrazarla.
Viola no se lo esperaba.
Enterró la cara en su hombro y aspiró su aroma de forma entrecortada.
—Quédate conmigo esta noche —susurró, temerosa del momento que estaba a punto de suceder, cuando él la soltara y ella se viera obligada a retomar la distancia que los separaba—. Quédate conmigo.
Jin la soltó.
—Viola…
—Esta noche, la fiesta no… Aunque me las he apañado, no me ha resultado fácil. Creo que eres el único que puede entenderme —se apresuró a explicar—. Sólo esta noche. Para consolarme. No tienes por qué hacerme el amor otra vez —estaba suplicando y, la verdad fuera dicha, mintiendo. Porque lo necesitaba para mucho más que el simple consuelo. Lo necesitaba para siempre—. Quiero sentir tus brazos a mi alrededor.
Jin la miró en silencio un buen rato. Sus ojos resplandecían como el cristal y volvían a ser distantes. Esa expresión la dejó al borde de la muerte.
—Si vuelvo a abrazarte esta noche —replicó a la postre—, no podría evitar hacerte el amor otra vez.
Ella parpadeó para contener el escozor de las lágrimas e intentó refrenar la esperanza.
—¿Y si no hacemos ruido?
—Creo que es un imposible para ti. Bajo cualquier circunstancia.
Viola sintió un nudo en la garganta.
—Imbécil.
—Bruja. ¿Dónde está tu dormitorio?
—No estoy segura. En realidad, me había perdido.
Jin la tomó de la mano y entrelazó los dedos con los suyos.
—Al parecer, para eso he venido —abrió una rendija—. Despejado —la instó a salir al oscuro pasillo y le soltó la mano.
Viola comenzó a andar, aturdida y emocionada. Quería que le hiciera otra vez el amor, sí, pero lo que más ansiaba era que volviera a darle la mano. Alargó un brazo hasta encontrársela y se la aferró. Esos dedos fuertes se cerraron alrededor de los suyos, acelerándole el pulso.
Sin embargo, apenas tuvo tiempo de disfrutar de esa enorme fuente de placer, porque él retiró la mano. Al cabo de un instante, Viola escuchó las voces. ¡Por Dios, qué buen oído el suyo! Con razón había tenido tanto éxito como criminal.
Por el pasillo apareció un caballero, seguido de otro.
—Aquí está —dijo Tracy—. Seton, nuestro anfitrión me envía para localizarte a fin de igualar el número de jugadores en la mesa —miró a Viola con una sonrisa cansada—. Buenas noches, Viola. ¿Cómo estás? —miró a su amigo y su sonrisa se ensanchó—. Espero que estés celoso, Hopkins. No todos los días se hereda una hermanastra tan guapa como la mía. Aunque supongo que en mi caso es algo repetitivo. Me sucede cada diez años o así.
Todos se rieron.
Jin se limitó a sonreír.
Viola deseó enviarlos al fondo del océano, un pensamiento muy poco fraternal por su parte, sí, pero sabía muy bien cómo iba a acabar la escena.
—¿Qué dices, Seton? ¿Te apetece perder unas cuantas guineas por una buena causa? —preguntó el señor Hopkins, que se dio unas palmaditas elocuentes en el bolsillo del chaleco, un gesto que lo hizo escorarse cual goleta a todo trapo.
Tracy se inclinó hacia delante como si fuera a hacer una confidencia y dijo en voz baja:
—Le ha echado el ojo al tiro de Michael, que saldrá a subasta la semana próxima. Pero todavía no puede permitírselo. Le he dicho que será fácil desplumarte a las cartas, Seton. Quiero esos caballos para mí, ¿entiendes? —le guiñó un ojo—. Échale una mano a un viejo amigo, ¿quieres?
—¡Qué sabandija! —exclamó el señor Hopkins.
—La señorita Carlyle no encontraba su dormitorio —repuso Jin.
Viola era consciente de que no necesitaba ni mirarlo para derretirse a sus pies.
—Permitidme acompañarla e inmediatamente estoy con vosotros.
—En realidad —replicó Viola mirándolo de reojo y con el alma en los pies—, esa es la puerta de mi dormitorio —concluyó, señalándola con el dedo. Era inevitable—. Gracias, señor Seton —todo había acabado. Ya no la abrazaría ni podrían hacer el amor. Jin no volvería. Ya había conseguido lo que quería.
Él le hizo una reverencia.
—Buenas noches, señorita Carlyle.
Viola se despidió de su hermanastro y del amigo de este con un gesto de la cabeza y entró en su dormitorio. Una vez que cerró la puerta, pegó la frente a la madera e intentó respirar. Le costaba trabajo por el corsé, seguro. O no. Se metió en la cama y clavó la mirada en el dosel, parpadeando al compás de los ronquidos de madame Roche, que dormía en la habitación contigua.
Era mejor así. Jin siempre lograba que hiciera los sonidos más inapropiados y escandalosos cuando hacían el amor. En ese dormitorio carecerían de intimidad.
Siguió tumbada, mirando el dosel un rato, y luego empezó a moverse hacia delante y hacia atrás. La cama golpeó la pared. Los ronquidos de madame Roche cesaron y reinó el silencio. De repente, se escuchó un ronquido enorme que atravesó la pared y la dama recuperó su cadencia habitual.
Viola suspiró y cerró los ojos. Aunque Jin acudiera esa noche, no podrían hacer el amor. La cama no lo permitía. Pero no iría. Debía contentarse con los rescoldos del escarceo amoroso que habían compartido en el armario de la ropa blanca.
Abrió los ojos y los clavó en la alfombra de la chimenea. Unos días antes, se había sentado muy cómodamente en ella mientras quitaba pelos de gato de su chal después de una visita al establo, donde había una nueva camada de gatitos. Suponía que las damas que habían cotilleado tanto habían acertado en algo: siempre le habían gustado los gatitos de los establos. Siempre le habían gustado los establos, porque estaban llenos de aventuras y desorden. La
Tormenta de Abril
le recordaba un poco a un establo. Un establo flotante. Tal vez por eso aún no la había desechado.
Bajó de la cama, llevándose el cobertor consigo. Algún criado había encendido el fuego y la alfombra estaba calentita y mullida. Se arrodilló, se tumbó de costado y se arropó con el cobertor. Mientras se dejaba arrastrar por el sueño, se permitió imaginar que un apuesto pirata le hacía el amor durante toda la noche.
Viola dormía como un marinero, en cualquier sitio y a pierna suelta. Sin embargo, parecía toda una dama con las manos bajo una mejilla y el brillo de las piedras preciosas de los pasadores en el pelo. Todavía llevaba el resplandeciente vestido que se amoldaba a sus curvas y con el que había conseguido llamar la atención de todos los invitados masculinos de la fiesta, ya tuvieran ochenta años u ocho. En ese momento, la tela se tensaba en torno a sus pechos, y por el escote asomaban sus rosadas areolas.
A Jin se le secó la boca, si bien ya la había visto desnuda y había disfrutado de su cuerpo, y sabía que ese delicioso atisbo no debería afectarlo tanto. No obstante, aunque se pasara todo el día intentando convencerse de que Viola era una más de entre muchas mujeres, nunca lo lograría.
Se agachó y le tocó la mejilla. La respiración de Viola cambió y pestañeó varias veces. Deslizó los dedos por los oscuros rizos que le cubrían la frente, maravillado por la perfección de su textura.
Ella abrió los ojos.
—Has vuelto.
—Pero no me has esperado mucho. Creo que me decepciona esta falta de entusiasmo —sonrió mientras le acariciaba la elegante curva del cuello.
Viola parpadeó, aún adormilada.
—¿Que no te he esperado mucho? Sí que estoy entusiasmada —contuvo un bostezo—. ¿Cuánto has tardado?
—Ni media hora.
—Ha sido una partida rápida.
—Me he dejado ganar.
—El señor Hopkins podrá comprar su tiro de caballos.
—Me importa un bledo. Viola, te dejaré para que sigas durmiendo.
Ella le aferró una muñeca.
—¡No! —se incorporó y el pelo le cayó desordenado sobre los hombros y sobre un pecho—. No te vayas.
«
Jamás
», pensó. «
Ojalá…
»
—No me iré.
La vio humedecerse el labio inferior con la punta de la lengua antes de hacer lo mismo con el superior. Fue incapaz de apartar la vista. Mantener las distancias con ella había sido el reto más difícil de su vida. No necesitaba la desaprobación de Carlyle para recordar que no era un pretendiente adecuado. Lo supo nada más conocerla. Pero ella lo deseaba y no podía negarle lo poco que era capaz de darle. Al menos por esa noche.
—¿Has venido para hacer el amor otra vez?
—Pues sí —le acarició de nuevo la mejilla con la yema de los dedos. Jamás se cansaría de sentir el roce sedoso de su piel. A continuación, deslizó los dedos por su cuello, en dirección al canalillo.
Viola cerró los ojos e inspiró, lo que hizo que sus pechos se elevaran.
—Pero antes —dijo sin abrir los ojos— debo beber algo. Vino.
Jin sonrió.
—¿Debes?
—Tengo la boca pastosa. No quiero que me beses hasta habérmela enjuagado.
Él soltó una carcajada y ella abrió los ojos de golpe.
—¿Qué pasa? —le preguntó.
Jin meneó la cabeza. Aunque afirmaba ser una mujer segura de sí misma, en el fondo ignoraba donde residía su verdadero encanto. Esa inocencia la hacía todavía más bella.
—Viola, eso no me importa.
Ella hizo un mohín.
—Pues a mí sí. En la mesita de noche hay cordial.
Jin se puso en pie para ir en busca del licor. Cuando volvió, Viola estaba de pie mirando hacia la chimenea. El pelo le caía como una cascada oscura por la espalda, y las arrugas del vestido no impedían que se amoldara a la curva de su trasero. Su perfil era delicado. La imagen hizo que estuviera a punto de dejar caer la copa al suelo. Viola era lo más hermoso que había visto en la vida y a esas alturas todavía era incapaz de creer en su buena suerte.
Ella lo miró por encima del hombro. La luz del fuego se reflejaba en sus ojos, todavía adormilados. Aceptó la copa y bebió un sorbo, tras lo cual mantuvo el licor un tiempo en la boca antes de tragárselo. El delicado movimiento de su garganta al tragar fue como una droga para él. La vio soltar la copa.
El momento se había alargado demasiado. Tanto que el corazón le latía desbocado. Le colocó las manos en los hombros y la atrajo hacia él. Una vez que tuvo su espalda pegada al torso, inclinó la cabeza para aspirar su olor. No llevaba perfume. Olía a ella: a la dulce, testaruda y embriagadora Viola.
—Dime dónde quieres que te toque —le apartó el pelo de la cara con suavidad y la besó en la nuca. Una nuca perfecta y femenina. Era perfecta y femenina en su conjunto, pero empezaría por ahí.
Escuchó que se le aceleraba la respiración. Una leve caricia y era capaz de afectarla de esa forma. Casi podía fingir que estaba hecha para sus manos. Unas manos que habían hecho sufrir a muchos hombres de forma brutal.
—¿Qué quieres decir con eso de que dónde quiero que me toques? —susurró ella.
La besó en el hombro, una curva de lo más femenina.
—Una dama merece que la toquen donde desea —murmuró contra su piel con la vista clavada en sus pezones, apenas ocultos bajo el borde de la tela del corpiño. Ansiaba lamérselos. Necesitaba saborearla por entero—. Sólo donde lo desee.
—¿De mi cuerpo?
Él sonrió.
—De tu cuerpo.
—No te rías de mí.
—¿Dónde, Viola?
—En todos sitios —susurró.
Jin se arrodilló.
—Apóyate en mis hombros.
—¿Qué vas a hacer? —sin embargo, lo obedeció.
Él le levantó un pie del suelo y le quitó un zapato. Después hizo lo mismo con el otro.
—¡Ay, sí! —exclamó ella—. Odio esos escarpines. ¡Los odio!