Viola lo miró echando chispas por los ojos… y le dio un vuelco el corazón. ¡Tenía un hoyito en una mejilla! Empezó a ver estrellitas, ¡estrellitas!, como si le faltara el aire.
Estrellas. En pleno día.
—Si no te gusta —logró decir—, eres libre para marcharte.
—Ajá. Conozco ese truco —su sonrisa no flaqueó.
Llegaron a la calle y la atravesaron, sorteando el poco tráfico de vehículos y personas. El brillante sol caribeño caía sobre la ciudad y una polvareda se levantaba del suelo, conformando una capa resplandeciente.
Seguro que era por eso. Por culpa del sol. No era su sonrisa. Era el sol.
—Te veo muy alegre y me resulta raro. Para haber pasado la vida en el mar, pareces disfrutar mucho pisando tierra.
El hotel, un edificio de tres plantas, estaba recién pintado y contaba con unas altísimas ventanas. Junto a él había elegantes edificios. La calle, limpia y ordenada, mostraba claros signos de riqueza. La modesta colonia inglesa prosperaba.
Seton se detuvo para que lo precediera por la escalera de entrada al establecimiento.
—Creo que, en realidad, disfruto mucho con mi capitana —la corrigió él en voz baja.
Ella volvió la cabeza, con los ojos de par en par.
—¿Qué estás haciendo?
Seton enarcó las cejas.
—Supongo que entrando en el hotel que has dicho que querías visitar, ¿no?
—Quiero decir que no me halagues.
Él meneó la cabeza, puso los ojos en blanco y entró en el establecimiento.
Una vez en el vestíbulo, Viola se acercó al mostrador y sacó el monedero mientras le indicaba con un gesto a Seton que pasara a la taberna adyacente. La obedeció sin hacer el menor comentario. Sabía que no la dejaría escapar, pero tenía la extraña sensación de que Jin Seton confiaba en ella lo suficiente como para saber que no intentaría darle esquinazo.
Unos pensamientos ridículos. Por supuesto que no le daría esquinazo teniendo en cuenta que su barco estaba en el muelle y que la mayoría de su tripulación estaría como una cuba a esa hora, dispersa por la ciudad.
Pagó por el uso de una habitación, y la dueña la acompañó por una escalera que ascendía en paralelo a una pared, tras lo cual le mostró una modesta estancia. Viola deshizo su equipaje. Al cabo de un momento, llegó una criada con agua limpia. Viola se lavó las manos y la cara, y se bebió el agua sobrante en el aguamanil, encantada con el sabor del agua fresca. Acto seguido, la muchacha se dispuso a desenredarle el pelo, y después la ayudó a ponerse ropa limpia. Cuando acabaron, Viola le entregó una moneda y la despachó.
Ya a solas, Viola se colocó delante del espejo oval y contempló su trabajo. Encorvó los hombros. Siempre era igual. Estaba ridícula.
Tenía la cara demasiado bronceada por el sol, sus rizos eran indomables y odiaba ese vestido. Sin embargo, la modista de Boston le había asegurado que era el último grito: un corpiño muy ajustado que se plisaba a la altura del pecho y mangas de farol que apenas le cubrían los hombros. El color, al menos, era aceptable: un marrón muy claro con rayas más oscuras. La modista no estuvo de acuerdo con su elección y le mostró una espantosa tela amarilla con florecillas naranjas bordadas que a Viola le resultó tan parecida a la tela de la ropa interior que la rechazó. Si debía vestirse como una mujer, al menos lo haría sin ponerse en ridículo. De cualquier forma, contaba con un chal para cubrirse. Una práctica prenda de lana gris que le había tejido la esposa de
Loco
.
Metió los pies en los incómodos escarpines que su padre le regaló hacía ya seis años y guardó las calzas, la camisa y los zapatos en la bolsa de viaje. Mientras salía de la habitación, se echó un último vistazo en el espejo y se detuvo.
Seguramente se debiera al calor o al hecho de llevar el pelo apartado de la cara gracias al recogido que le había hecho la doncella. El caso era que sus mejillas parecían resplandecer y que sus ojos tenían un brillo peculiar.
De cualquier forma, estaba ridícula.
Seton se reiría de ella. O guardaría un silencio tan elocuente que ella sabría que la estaba comparando con las damas junto a las que pretendía llevarla, damas reales como su hermana Serena, y que no saldría airosa de dicha comparación.
Daba igual. No lo acompañaría a Inglaterra ni la obligarían a relacionarse ni a compararse con esas damas. Se quedaría en Trinidad y se casaría con Aidan Castle. Un hombre que la conocía desde que tenía quince años, que la había visto a bordo del barco y en tierra, que no le importaba si llevaba calzas o vestidos. ¿Por qué se había cambiado de ropa antes de ir a su casa?
Bajó la escalera francamente enfadada y se dispuso a entrar en la taberna deseando ser capaz de pasar por alto la opinión que tanto Aidan Castle como Jinan Seton tuvieran de ella. Mientras deseaba ser capaz de pasar por alto también el deseo de que él se percatara del cambio.
Lo encontró con facilidad. Mientras que otros hombres charlaban y bebían en grupo, él estaba solo. Apoyado en la pared, con los brazos cruzados por delante del pecho y los ojos cerrados, como si durmiera. Parecía muy a gusto, como si la posibilidad de que surgiera una amenaza o algún peligro fuera ridícula. ¿Y por qué no iba a serlo?
El Faraón
era temido desde Lisboa hasta Puerto Príncipe, pasando por Nueva York. Los marineros lo temían y lo respetaban. No tenía nada de lo que preocuparse.
Como si hubiera percibido su presencia, abrió los ojos y su mirada cristalina se clavó en ella por debajo de un mechón de pelo oscuro. Viola se percató de que sus ojos se detenían en las faldas y después volvían a subir. Lo vio separar los labios, apartar los hombros de la pared y descruzar los brazos.
La miraba fijamente.
La estaba mirando a ella.
Y no parecía disgustado.
Viola tenía los nervios a flor de piel. Sentía un intenso calor en las entrañas, pero tenía las manos frías. Seton aseguraba que no quería volver a besarla. Ella se repetía que no necesitaba sus besos.
Sin embargo, ambos mentían.
Los ojos de Viola resplandecían. Sin embargo, su mirada quedaba un tanto empañada por el recelo. Un recelo que Jin no había visto antes en ella y del que quizás él fuera culpable.
Porque no le sentaba bien. Esa chispa temeraria y traviesa que la acompañaba normalmente no debía apagarse.
No obstante, estaba preciosa. Y hecha un desastre, desde el espantoso recogido que llevaba en la coronilla hasta los rozados escarpines que asomaban por el bajo del vestido, pasando por el mismo vestido, de diseño sencillo y confeccionado con una tela de un color espantoso. Sin embargo, dicho vestido revelaba la mujer que había debajo. Una mujer que lo dejaba sin aliento. Delgada pero con curvas, con la barbilla alzada de forma orgullosa, mostrando la blancura de su cuello. Parecía la dama que debía ser por nacimiento.
Llamaba la atención. Los clientes de la taberna guardaron silencio al verla bajar la escalera y caminar hacia él. Sin embargo, sus movimientos eran los de un marinero. Sus pasos eran largos y acabó pisándose el bajo del vestido. Él la agarró por el codo.
—¡Maldición! —murmuró ella, zafándose con un tirón de su mano.
Jin sonrió.
La vio resoplar con delicadeza justo antes de decirle con evidente irritación:
—¿Qué pasa? No me mires así.
—Así ¿cómo? ¿Cómo a una mujer hermosa que ha elegido acercarse a mí de entre todos los hombres de esta taberna y de lo cual me siento muy afortunado?
Su réplica la hizo pestañear varias veces y su mirada se tornó amable. Sin embargo, acabó frunciendo el ceño, lo que estropeó sus delicadas facciones.
—Seton, guárdate las lisonjas para las mujeres frívolas. No vas a desconcertarme.
—No pretendía hacerlo.
—Al parecer, ese es tu problema, que no pretendes hacer muchas cosas de las que haces.
—Te estás contradiciendo. ¿Estás desconcertada o no?
—Ya te gustaría… —contestó, haciendo un mohín con esos labios carnosos que sabían a miel.
Jin tuvo que esforzarse para no perder el hilo de sus pensamientos. Pero acabó perdiéndolo. De un tiempo a esa parte, sólo soñaba con besar esos labios a placer. En sus sueños, Viola se entregaba por completo a él para que hiciera con ella lo que quisiera.
—¿Dónde se habrá metido la perfumada joven inocente que conocí en el barco? —murmuró.
Ella abrió los ojos de par en par un instante y adoptó una expresión cándida.
—No está muy lejos. ¿Por qué? ¿Logró afectarte?
Jin se echó a reír.
—¿Cuántas mujeres hay en ese cuerpo, Viola Carlyle?
Ella frunció el ceño.
—Sólo una, a ver si consigo convencerte de que es así.
—¿Se celebra algo especial? —le preguntó, señalando el vestido.
No se permitió mirarle de nuevo el pecho, apenas oculto por la tela del corpiño, porque si lo hacía, se pondría a babear como el resto de los hombres que había en el establecimiento.
Viola se cubrió los hombros con un chal feísimo.
—Soy una mujer, Seton. Una mujer puede ponerse un vestido sin necesidad de celebrar nada.
Él enarcó una ceja.
—¿Y qué ha pasado con lo de restarle importancia a tu sexo?
—Sigo pensando lo mismo.
Jin echó un vistazo por la taberna y llegó a la conclusión de que los hombres que la miraban no eran de la misma opinión.
—Ajá —la miró de nuevo, deteniéndose en sus labios. Le encantaría lamerle el lunar del labio inferior y después seguir por todos sitios. Por la suave curva de su cuello, por sus endurecidos pezones. Se contentaría con poder hacerlo durante una sola noche. O casi—. Ese ceño fruncido es cautivador, pero no va en consonancia con la ropa que llevas. Tal vez deberías cambiarte.
—Tal vez deberías saltar desde la pasarela a un mar infestado de tiburones hambrientos —replicó ella, pasando por su lado.
El roce de su hombro le provocó un deseo ardiente. Por un instante, Jin fue incapaz de moverse y todos sus músculos se tensaron.
Tal vez ella lo hiciera a propósito. Pero si ese fuera el caso, estaría regalándole castas sonrisas como en el barco. Más bien Viola ignoraba que una dama jamás rozaba a un hombre de forma accidental. Tal vez, pese a los quince años que llevaba viviendo entre marineros, no sabía lo que le pasaba a un hombre cuando una mujer lo tocaba.
—Los tiburones siempre están hambrientos, señorita Carlyle —replicó mientras se volvía para seguirla, pero en ese momento ella se dio media vuelta para mirarlo.
—¡No me llames así en este lugar! —susurró—. Ni cuando lleguemos a la plantación. Por favor —sus ojos parecían más oscuros a causa de la vulnerabilidad que ya le había visto en una ocasión en el barco—. Por favor, prométeme que no lo harás.
—¿Tan importante es para ti?
—Soy consciente de que no tengo nada que ofrecerte a cambio de esa promesa. Pero sé que si me das tu palabra, la mantendrás.
—¿Y por qué estás tan segura de eso?
Viola parpadeó con rapidez. Sus ojos eran muy expresivos.
—Lo sé sin más.
Jin asintió con la cabeza.
—Te doy mi palabra.
Tras parpadear de nuevo, Viola se volvió y salió del hotel.
Durante el largo trayecto por el camino de la costa hacia el interior de la isla, Viola ocultó la cara bajo el ala de su bonete de paja y se mantuvo callada. Jin la observaba en silencio, percatándose de la tensión de los hombros bajo el grueso chal que llevaba cual armadura pese al calor del mediodía y también del modo en el que sus delgados y callosos dedos se retorcían.
Era una mujer cambiada, no tanto por la ropa como por la actitud. En cuanto el océano desapareció tras las colinas y a medida que las palmeras, los trinos de los pájaros tropicales y el olor de la tierra y la vegetación se hacían más evidentes, Viola se retrajo. Sin embargo, no era la misma quietud que la embargaba durante sus vigilias al atardecer en el alcázar de la
Tormenta de Abril
.
Ella deseaba silencio y él se lo concedió, encantado de esperar a que le diera una explicación.
El cochero enfiló una estrecha avenida de entrada flanqueada por enormes yucas, y su destino apareció ante ellos. No era una propiedad diminuta, era una plantación en toda regla. La avenida no era muy larga, pero la casa era bastante amplia, con dos plantas, de estilo inglés y muy elegante, pintada de blanco y con una veranda que recorría tres de sus cuatro costados. Los cultivos de caña de azúcar se extendían por las laderas, como un paisaje pintado a la perfección.
Viola levantó la cabeza y se le escapó un jadeo. Clavó la mirada en la casa mientras sus dedos aferraban el polvoriento borde del carruaje.
Jin habló por fin.
—¿De quién es esta plantación?
—Pertenece a Aidan Castle. En otro tiempo fue contable en Boston y luego se enroló en el barco de mi padre, tras lo cual compró estas tierras —su mirada recorrió con renuente admiración la casa y los edificios adyacentes, pero no con placer—. La última vez que estuve aquí, aún no había construido la casa. Es impresionante —añadió con voz apagada.
El carruaje se detuvo delante de la veranda y por la puerta principal salió un criado negro, ataviado con sencilla ropa blanca. Jin se apeó, y sus botas resonaron en la gravilla del camino, de la que ascendió una polvareda. Se volvió hacia Viola y le ofreció la mano, que ella ni miró mientras se arreglaba las faldas y el chal en el borde del alto escalón, aunque al final soltó un suspiro exasperado y aceptó su ayuda. Una vez en el suelo, se apresuró a soltarle la mano.
—Buenos días, señora. Señor —el criado bajó el equipaje del carruaje.
—Buenos días —replicó ella—. ¿Serías tan amable de informar al señor Castle de que ha llegado Violet Daly?
El criado hizo una reverencia y regresó a la casa.
Jin volvió a ofrecerle la mano para ayudarla a subir los escalones de acceso a la veranda, pero ella se agarró a la barandilla y subió sola. De modo que quedó rezagado, observando cómo se pasaba las manos por encima de las faldas varias veces y cómo se ajustaba de nuevo el bonete y el chal. Después, la siguió.
La puerta se abrió. Un hombre salió al porche con paso firme y seguro. Iba ataviado con pantalones y chaqueta de lino, zapatos lustrosos y un chaleco de seda, y parecía tener más o menos su edad, si bien era más ancho de hombros pero algo más bajo. La atención del recién llegado se concentró en la mujer que había entre ambos.