La cogió de las manos.
—Me alegro de verte de nuevo, Violet. Te he echado de menos.
—Yo también me alegro de verte después de tanto tiempo.
Aidan frunció el ceño y la miró con expresión seria.
—Querida, ahora recuerdo por qué me sonaba familiar el apellido Seton.
Se le secó la garganta al escucharlo.
—Supuse que lo recordarías tarde o temprano.
—A juzgar por tu expresión, deduzco que lo sabías cuando lo contrataste. ¿Por qué lo hiciste? —su tono tenía un leve deje acusador.
—En fin, es complicado.
No quería decirle que había hundido la
Cavalier
. Aidan ya no tenía nada que ver con su barco o con su trabajo. ¿Por qué iba a darle detalles? Además, le costaba hablar de Jinan Seton en voz alta, porque la desestabilizaba.
Aidan le apretó las manos con más fuerza.
—Esto no me gusta.
Ella intentó restarle importancia.
—El gobierno británico lo ha perdonado, Aidan. ¿No te parece razón suficiente para que tú también confíes en él?
—No —meneó la cabeza—. Sabes lo mucho que me preocupo por ti, así que no me parece bien que este hombre te acompañe a bordo. Fionn me daría la razón. Se le puede poner un collar a un leopardo, pero el cautiverio no cambiará su naturaleza.
Viola clavó la mirada en sus ojos verdosos y estuvo a punto de darle la razón en la imposibilidad de que un hombre cambiara su naturaleza. Desde que tenía quince años, ese hombre la había cortejado con palabras y había aceptado su devoción como si fuera lo más normal para él. Pero se había negado a cumplir sus promesas una y otra vez. Cuando trabajaba para su padre, insistió en que no se casaría hasta no asentarse en tierra y construir un hogar para su familia. Llevaba cuatro años como dueño y señor de dicha tierra.
En ese momento, veía en sus ojos que se creía con derecho sobre ella. Después de meses sin recibir una sola carta y tras dos años sin verse, Aidan se creía con derecho a decirle cómo organizar su vida, a ofrecerle unos consejos que ella no había pedido, y además pensaba que ella estaba en la obligación de obedecerlo. Por fin lo veía claro.
Jinan Seton esperaba lo mismo… al menos en lo referente a la parte de la obediencia. Pero cuando no la miraba como si estuviera loca, en sus ojos también veía respeto a una igual, atracción y deseo. Admiración. Y pasión. Con independencia de todas las veces que Aidan había bromeado con ella y le había dicho lo mucho que significaba para él, nunca la había mirado así.
—Creo que te equivocas con él —replicó en voz baja.
—Los piratas son ladrones y mentirosos, Violet. Cometes una imprudencia al confiar en él.
—Eso lo tengo que decidir yo —se soltó de su mano—. Gracias por la cena. Buenas noches.
Aidan se inclinó hacia ella aún con el ceño fruncido y la besó en la mejilla.
—Me alegro de que estés aquí, querida.
Ella asintió con la cabeza. Aidan titubeó un momento antes de bajar la escalera.
Viola se tocó con los dedos el punto donde sus labios la habían rozado. Lo quería. Llevaba queriéndolo diez años. Aidan sabía mucho de ella, de su padre y de su vida en el mar. Por supuesto, él ya no formaba parte de dicha vida. Pero sí formaba parte de su pasado, y durante muchísimo tiempo supo que formaría parte de su futuro. Que él sería su futuro. Sin embargo, por extraño que pareciera, tanto conocimiento se le antojaba más bien como… desconocimiento. Incluso ese inocuo beso le había resultado raro.
Tal vez unos días en su mutua compañía cambiaran esa impresión. Los amigos, incluso aquellos que se conocían muy bien, necesitaban tiempo para acostumbrarse al otro tras periodos de ausencia. ¿O no?
Se colocó junto a la ventana y el calor la envolvió. La cama tenía capas y capas de tela, y le resultaba muy repulsiva. En cuanto vio a los otros invitados, supo que Aidan no le pediría compartir su cama. Nunca lo hacía cuando había otras personas. Pero eso no le importaba en ese momento. De todas maneras, hacía demasiado calor para esas actividades; además, el estómago le rugía de hambre y tenía una sensación extraña, incómoda, en la piel. El sueño parecía algo imposible.
Una estantería muy modesta ofrecía material de lectura, libros de sermones y cuadernos de negocios. Escogió el menos aburrido y se sentó junto a la lámpara. Sin embargo, la lectura no consiguió distraerla, y el sudor comenzó a agolparse en la punta de su nariz, por lo que se vio obligada a enjugarlo con la manga antes de que las gotas resbalaran. Se acercó a la ventana, apartó las cortinas y la rodeó un enjambre de mosquitos.
—¡Oh! —cerró la ventana con fuerza.
Nada de brisa. Tal vez por eso Aidan había podido comprar una propiedad de semejante extensión. Con la ausencia de brisa y la humedad reinante, las propiedades del interior de la isla debían de estar a un precio asequible. Si hacía tanto calor en junio, sería insoportable en pleno verano. Pero ella había soportado toda clase de privaciones durante sus años en alta mar. Si iba a convertirse en su esposa, tendría que soportar el calor y los mosquitos.
Sin embargo, no tenía por qué soportarlo tan estoicamente. El único sitio donde podría encontrar algo de aire fresco sería en el jardín o en la avenida de entrada. Además, se sentía inquieta. Echaba de menos el constante balanceo del barco bajo sus pies y el susurro del mar en los oídos. Allí, entre campos, cosechas y cuatro paredes, era incapaz de respirar.
Aunque no le gustaba la idea de ponérselo, cogió el chal de lana por si se encontraba con la recatada señorita Hat y su viperina madre, y bajó la escalera. La puerta principal estaba cerrada, pero en el salón había otra puerta por la que se accedía a la veranda que rodeaba la casa. La abrió y salió a la oscuridad de la noche.
Se ocultó en la sombra que proporcionaba el dintel.
Más allá del porche, se extendía un jardín en dirección a los campos de cultivo, salpicado de vetustos árboles y setos exóticos, delimitado con pulcritud por una valla blanca tapizada con enredaderas. Las flores tropicales florecían a la luz plateada de la luna y los estridentes insectos saturaban la oscuridad.
Bajo la copa de un matipo, un hombre y una mujer paseaban muy juntos el uno al lado del otro. El vestido blanco de la señorita Hat parecía brillar bajo la luz de la luna. El caballero cogió una flor y se la ofreció, hablándole en voz baja. Y en el silencio reinante, la voz de Aidan llegó hasta sus oídos mientras cogía la mano de la señorita Hat como si estuviera hecha de porcelana, para llevársela a los labios y besarla.
Y a continuación la besó en la boca.
Viola se quedó sin aliento al tiempo que se le revolvía el estómago. Se dio media vuelta y chocó contra Jin.
—Cuidado —él la aferró por la cintura y clavó los ojos en su cara antes de desviar la mirada hacia el jardín.
Jin frunció el ceño, pero ella ya tenía los ojos llenos de lágrimas y las manos contra su pecho. Encontrarse con él tan de repente sólo consiguió confundirla todavía más. Porque por fin comprendió que Jinan Seton no la hacía sentirse débil.
Aidan sí. Con Aidan siempre tenía la sensación de que no era lo bastante buena. Claro que Charlotte Hat sí parecía serlo. Era guapa, refinada, disponía de una buena dote y procedía de una familia de buena cuna. Podía pasear con ella a medianoche por un jardín y besarle la mano mientras que a ella le hacía promesas que nunca cumplía.
Alzó la mirada hacia Jin y en esos ojos cristalinos vio comprensión junto con un ramalazo de rabia.
Sintió un nudo en el estómago. Nunca fingía con ella. A su lado, se sentía insegura, sí, sobre todo en los raros momentos en los que perdía el férreo control de sus emociones. Pero también la hacía sentirse viva y llena de esperanza.
—¿Violet? —sus manos le apretaron la cintura, con fuerza y seguridad. No volvió a mirar al jardín, sino que se concentró en ella por completo.
Una lágrima resbaló por la mejilla de Viola.
—No —susurró. Se lo había exigido, pero en ese preciso momento no quería que la llamase así. Quería que la llamara por su verdadero nombre.
Se zafó de sus manos, se pasó los dedos por la cara y corrió hacia el interior de la casa.
El sueño la eludía. Viola yacía en la cama con su feo vestido marrón, contemplando la asfixiante oscuridad mientras contenía las lágrimas. Llorar no la ayudaría. Sólo demostraría que era tan tonta como una mujer cualquiera.
Sin embargo, ella no era una mujer cualquiera. Era Violet
la Vil
, capitana de su propio barco y de cincuenta hombres completamente entregados a ella, con una patente de corso del estado de Massachusetts, fuerte y lista como para manejar esa situación de la misma manera que había manejado otras muchas adversidades, atolladeros y tropiezos durante los años transcurridos en el mar. La mujer que había hundido a la legendaria
Cavalier
no se derrumbaría ni se echaría a llorar porque el hombre al que había querido durante diez años y con el que pretendía casarse había besado a otra mujer, a una joven inocente y elegible, delante de todo el mundo, ella incluida. Antes prefería la muerte.
Pero dolía. Y detestaba sentirse dolida. De repente, su futuro había cambiado, pero también había cambiado su pasado. ¿Todas las ocasiones en las que Aidan le había prometido matrimonio habían sido falsas? ¿Había sido la mayor tonta del mundo por creer después de tantos años que él cumpliría sus promesas? Y lo peor de todo: ¿su padre lo sabía? ¿Le había dado a Aidan el dinero que le permitió abandonar el barco para que ella no siguiera esperanzada con sus sueños de juventud?
Siguió contemplando la oscuridad sin llorar, con el pecho y la garganta doloridos por su afán de contener los sollozos. Al escuchar los gritos, pensó que eran producto de su imaginación. Sin embargo, las voces aumentaron de volumen y se hicieron más estridentes.
Saltó de la cama y se acercó a la ventana. En la distancia, a unos cinco kilómetros de la casa, la plantación de caña de azúcar se teñía de rojo por el fuego y el humo ascendía hacia el cielo nocturno.
Se echó el chal sobre los hombros mientras se ponía los escarpines y salió a toda prisa del dormitorio en dirección a la veranda.
En el exterior reinaba el caos. Había hombres corriendo en todas direcciones. Algunos tiraban de unos bueyes, otro de una mula. Todos se gritaban. Seamus y Aidan alzaban sus voces por encima de las de los demás para dar órdenes. Se escuchó el rebuzno de un burro. El humo era denso y olía a caramelo quemado.
Aidan se acercó a ella y le aferró las manos.
—Violet, debes entrar y decirles a los… ¡Ah! —se interrumpió al mirar tras ella—. Aquí están. Gracias, Seton.
Viola se volvió y se encontró con la mirada de Jin. La señorita Hat se aferraba a su brazo con las manos tan blancas como las de un espectro mientras él la guiaba hasta la avenida, siguiendo a sus padres, que habían aparecido con la ropa de dormir, igual que la hija.
—¿Qué está pasando, señor Castle? —exigió saber la señora Hat—. ¿Existe el riesgo de que nos alcance el fuego?
Aidan negó con la cabeza.
—En absoluto, señora. Le aseguro que mis hombres están haciendo todo lo necesario para contenerlo. Solemos quemar los campos ya recogidos a fin de preparar la tierra para la siguiente cosecha, de modo que estamos acostumbrados a esto.
—Castle, eso no es un campo cosechado y el miedo de sus hombres es evidente —comentó Seton con serenidad, al tiempo que dejaba a la muchacha al cuidado de su madre para acercarse a Aidan—. Salta a la vista que es intencionado, porque lo que están ardiendo son las cañas. ¿Quién tiene motivos para hacer algo así?
—Esos malditos jornaleros, que intentan obligarte a concederles mayores privilegios —respondió Seamus, que llegó en ese momento—. Ellos lo han provocado. Las ridículas ideas de mi primo han conseguido que el fuego acabe con todo lo que habíamos conseguido.
—Sólo es un campo —señaló Aidan, que se pasó una mano por el pelo—. Los hombres están llenando los canales de agua. No se extenderá.
—Cualquier palabra que sale de tu boca es oro para la familia en Inglaterra, pero aquí no vale nada —le soltó Seamus, cuyas mejillas estaban encendidas—. Si usaras esclavos como todos los demás, esto no habría sucedido.
—No usaré trabajadores forzados cuando hay hombres dispuestos a hacer el trabajo por un salario. ¡No lo haré! —hablaba como si tuviera algo atascado en la garganta.
Seamus hizo un gesto con una mano en dirección al campo que estaba ardiendo. Los rebuznos de los burros y de las mulas, sumados a los gritos de los hombres, se alzaban en la sofocante oscuridad. El humo, denso y pegajoso, lo cubría todo.
—Mira qué dispuestos están, ¿lo ves?
Jin miró hacia atrás y pasó junto a Viola, haciendo que ella se volviera.
Pequeño
Billy corría hacia ellos procedente de los cobertizos. El corpulento Matouba corría tras él.
—Los hemos visto, capitán —
Pequeño
Billy lo miraba con gran seriedad—. Los hemos visto prender las cañas y huir.
—¿Hacia dónde han ido?
—Hacia el camino —señaló Matouba.
—¿Hacia el norte? ¿Hacia el puerto?
—Sí, capitán.
—¿Qué dicen esos hombres? —Aidan se estaba quitando la chaqueta, con la vista clavada en las llamas que se acercaban a las yucas que separaban los campos del jardín.
Viola tocó el brazo de Matouba.
—¿Por qué iban a huir los trabajadores del señor Castle hacia el puerto? Si ellos han provocado el incendio, ¿por qué no quedarse aquí y fingir que son inocentes?
—Porque no son los trabajadores del señor Castle.
—¿Qué quieres decir con eso? —masculló Seamus.
—Son marineros, señor —respondió Billy—. Hablaban holandés, como los muchachos que estaban cargando el balandro esta tarde en el muelle.
—¡Por el amor de Dios! —Aidan estaba muy blanco—. Palmerston.
Viola meneó la cabeza.
—¿Ese no es tu vecino?
—¡Maldita sea, Aidan! —exclamó Seamus—. ¿Ves lo que te decía? ¡Eh, vosotros dos! —les gritó a un par de hombres que corrían hacia el campo en llamas—. Mojad los arbustos. Esas chispas no deben alcanzar la casa —y salió corriendo.
Jin se acercó a la casa.
—¿Y los caballos?
—Están listos, señor —respondió
Pequeño
Billy—. En el camino.
—¿Adónde vais? —gritó Viola—. ¿Por qué tiene Billy caballos? Si tuviéramos un caballo, podríamos… —se interrumpió porque el humo le impedía respirar—. ¿Adónde vas?