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Authors: Daniel Pennac

Como una novela (2 page)

BOOK: Como una novela
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-No es solamente una cuestión de programa... Es la tele en sí... , esa facilidad..., esa pasividad del telespectador...

-Sí, enchufas, te sientas...

- Haces zapping...

- Esa dispersión."

-Por lo menos permite evitar los anuncios.

- Ni siquiera eso. Han sincronizado los programas.

Dejas un anuncio para caer en otro.

-¡A veces sobre el mismo!

De repente, silencio: brusco descubrimiento de uno de esos territorios «consensuales» iluminados por el deslumbrante resplandor de nuestra lucidez adulta.

Entonces, alguien, a media voz:

-¡Leer, desde luego, es otra cosa, leer es un acto!

- Está muy bien lo que acabas de decir, leer es un acto, «el acto de leer», es muy cierto...

-Mientras que la tele, e incluso el cine si nos paramos a pensado..., en una película todo está dado, nada se conquista, todo está masticado, la imagen, el sonido, los decorados, la música de fondo en el caso de que no se entendiera la intención del director...

- La puerta que chirría para indicarte que es el momento de morirte de miedo...

-En la lectura hay que imaginar todo eso... La lectura es un acto de creación permanente.

Nuevo silencio.

(Entre «creadores permanentes», esta vez.)

Luego:

- Lo que a mí me sorprende es el promedio de horas que pasa un chiquillo delante de la tele en comparación con las horas de lengua en la escuela. Leí unas estadísticas sobre eso.

-¡Debe ser escalofriante!

- Una por cada seis o siete. Sin contar las horas que pasa en el cine. Un niño (no me refiero al nuestro) pasa una media (media mínima) de dos horas al día delante de la tele y de ocho a diez durante el fin de semana. O sea un total de treinta y seis horas por cinco horas de lengua semanales.

- Evidentemente, la escuela no funciona. Tercer silencio.

El de los abismos insondables.

8

En suma, habrían podido decirse muchas cosas para medir la distancia que hay entre el libro y él.

Las dijimos todas.

Que la televisión, por ejemplo, no es la única culpable.

Que las décadas transcurridas entre la generación de nuestros hijos y nuestra propia juventud de lectores han tenido el efecto de siglos.

De manera que, si bien nos sentimos psicológicamente más próximos a nuestros hijos de lo que nuestros padres lo estaban con respecto a nosotros, seguimos estando, intelectualmente hablando, más próximos a nuestros padres.

(Aquí, controversia, discusión, puntualización de los adverbios «psicológicamente» e «intelectualmente». Refuerzo de un nuevo adverbio):

-Afectivamente más próximos, si prefieres.

- ¿Efectivamente?

- No he dicho efectivamente, he dicho afectivamente.

- En otras palabras, estamos afectivamente más próximos a nuestros hijos, pero efectivamente más próximos a nuestros padres, ¿no es eso?

-Es un «hecho social». Una acumulación de «hechos sociales» que podrían resumirse en que nuestros hijos son también hijos e hijas de su época mientras que nosotros sólo éramos hijos de nuestros padres.

-¿...?

-¡Claro que sí! De adolescentes, no éramos los clientes de nuestra sociedad. Comercial y culturalmente hablando, era una sociedad de adultos. Ropas comunes, platos comunes, cultura común, el hermano pequeño heredaba los trajes del mayor, comíamos el mismo menú, a las mismas horas, en la misma mesa, dábamos los mismos paseos el domingo, la tele unía a la familia en una única y misma cadena (mucho mejor, además, que todas las de hoy), y, en materia de lectura, la única preocupación de nuestros padres era colocar determinados títulos en estantes inaccesibles.

- En cuanto a la generación anterior, la de nuestros abuelos, prohibía pura y simplemente la lectura a las chicas.

-¡Es cierto! Sobre todo la de novelas: Da imaginación, la loca de la casa». Eso es malo para el matrimonio...

-Mientras que hoy... los adolescentes son clientes de pleno derecho de una sociedad que los viste, los distrae, los alimenta, los cultiva; en la que florecen los macdonalds, los burgers y las 'boutiques de moda. Nosotros íbamos a guateques, ellos a discotecas, nosotros leíamos un libro, ellos se rodean de cassettes... A nosotros nos gustaba comulgar bajo los auspicios de los Beatles, ellos se encierran en el autismo del walkman... Se ve incluso esa cosa increíble de barrios enteros confiscados por adolescentes, gigantescos territorios urbanos entregados a sus vagabundeos.

_Aquí, evocación del Beaubourg.

Beaubourg...

La Barbarie-Beaubourg...

¡Beaubourg, la visión hormigueante, Beaubourg-el vagabundeo-la droga-la violencia... Beaubourg, y la llaga del RER... el Agujero de Les HallesP

-¡De donde surgen las hordas iletradas al pie de la mayor biblioteca pública de Francia!

Nuevo silencio..., uno de los más hermosos: el del «ángel paradójico».

- ¿Tus hijos frecuentan el Beaubourg?

- Rara vez. Por suerte vivimos en el Quince. Silencio...

Silencio...

- En fin, que ya no leen.

-No.

- Demasiado solicitados por otras cosas.

-Sí.

9

Y cuando no es el proceso de la televisión o del consumo a secas, es el de la invasión electrónica; y cuando no es culpa de los juguetitos hipnóticos, es de la escuela: el aprendizaje aberrante de la lectura, el anacronismo de los programas, la incompetencia de los maestros, lo viejas que son las instalaciones, la falta de bibliotecas.

¿Qué más falta?

¡Ah, sí, el presupuesto del ministerio de Cultura... una miseria! Y la parte infinitesimal reservada al «Libro» en esta dotación microscópica.

¿Cómo pretendes que, en estas condiciones, mi hijo, mi hija, nuestros hijos, la juventud, lean?

-Además, los franceses leen cada vez menos...

- Es verdad.

10

Así se desarrollan nuestras conversaciones, victoria perpetua del lenguaje sobre la opacidad de las cosas, silencios luminosos que expresan más de lo que callan. Vigilantes e informados, no somos víctimas de nuestra época. El mundo entero está en lo que decimos... y enteramente iluminado por lo que callamos. Somos lúcidos. Mejor dicho, poseemos la pasión de la lucidez.

¿De dónde viene, entonces, esta vaga tristeza posconversacional? ¿Este silencio de medianoche, en la casa dueña de nuevo de sí misma? ¿Sólo es la perspectiva de los platos por fregar? Veamos... A unos centenares de metros de aquí -semáforo-, nuestros amigos están atrapados en el mismo silencio que, pasada la borrachera de la lucidez, se apodera de las parejas, de vuelta a casa, en sus coches inmovilizados. Es como un regusto de resaca, el final de una anestesia, una lenta recuperación de la conciencia, el retorno a uno mismo, y la sensación vagamente dolorosa de no reconocernos en lo que hemos dicho. Nosotros no estábamos ahí. Estaba todo el resto, sí, los argumentos eran acertados -y desde esta perspectiva teníamos razón-, pero nosotros no estábamos. Ni la menor duda, otra velada sacrificada a la práctica anestesiante de la lucidez.

Así es como... crees regresar a tu casa, y regresas, en realidad, a ti mismo.

Lo que decíamos hace un momento, alrededor de la mesa, estaba en las antípodas de lo que se decía en nosotros. Hablábamos de la necesidad de leer, pero estábamos arriba, en su cuarto, cerca de él, que no lee. Enumerábamos las buenas razones que la época le ofrece para no amar la lectura, pero intentábamos salvar el libro-muralla que nos separa de él. Hablábamos del libro cuando sólo pensábamos en él.

Él, que no mejoró las cosas bajando a la mesa en el último segundo, sentando en ella sin una palabra de disculpa su pesadez adolescente, no haciendo el más mínimo esfuerzo por participar en la conversación, y que, finalmente, se levantó sin esperar el postre:

-¡Lo siento, tengo que leer!

11

La intimidad perdida...

Visto ahora en este comienzo de insomnio, aquel ritual de la lectura, cada noche, al pie de su cama, cuando él era pequeño -hora fija y gestos inmutables-, se parecía un poco a la oración. Aquel armisticio que seguía al estruendo del día, aquel reencuentro al margen de cualquier contingencia, aquel momento de silencio recogido antes de las primeras palabras del relato, nuestra voz al fin semejante a sí misma, la liturgia de los episodios... Sí, la historia leída cada noche cumplía la más bella función de la oración, la más desinteresada, la menos especulativa, y que sólo afecta a los hombres: el perdón de las ofensas. Allí no se confesaba ningún pecado, ni se buscaba conseguir un pedazo de eternidad, era un momento de comunión entre nosotros, la absolución del texto, un regreso al único paraíso que vale la pena: la intimidad. Sin saberlo, descubríamos una de las funciones esenciales del cuento, y, más ampliamente, del arte en general, que consiste en imponer una tregua al combate de los hombres.

El amor adquiría allí una piel nueva. Era gratuito.

12

Gratuito. Así es como él lo entendía. Un regalo. Un momento fuera de los momentos. Incondicional. La historia nocturna le liberaba del peso del día. Soltaba sus amarras. Se iba con el viento, inmensamente aligerado, y el viento era nuestra voz.

Como precio de este viaje, no se le pedía nada, ni un céntimo, no se le exigía la menor contrapartida. Ni siquiera era un premio. (¡Ah, los premios..., los premios había que ganárselos!) Aquí, todo ocurría en el país de la gratuidad.

La gratuidad, que es la única moneda del arte.

13

¿Qué ha ocurrido, pues, entre aquella intimidad de entonces y él ahora, encallado contra un libro-acantilado, mientras que nosotros intentamos entenderlo (o sea, tranquilizamos) acusando al siglo y su televisión que tal vez nos hemos olvidado de apagar?

¿La culpa es de la tele?

¿El siglo XX demasiado «visual»? ¿El XIX demasiado descriptivo? ¿Y por qué no el XVIII demasiado racional, el XVII demasiado clásico, el XVI demasiado renacentista, Pushkin demasiado ruso y Sófocles demasiado muerto? Como si las relaciones entre el hombre y el libro necesitaran siglos para espaciarse.

Bastan unos pocos años. Unas pocas semanas.

El tiempo de un malentendido.

En la época en que, al pie de su cama, evocábamos el vestido rojo de Caperucita Roja, y, hasta en sus más mínimos detalles, el contenido de su cesta, sin olvidar las profundidades del bosque, las orejas de la abuela tan extrañamente peludas de repente, la clavijilla y la aldabilla, no recuerdo que nuestras descripciones le parecieran demasiado largas.

No es que desde entonces hayan pasado siglos. Han pasado esos momentos que se llaman la vida, a los que se confiere un aspecto de eternidad a fuerza de principios intangibles: «Hay que leer.»

14

En eso, como en otras cosas, la vida se manifestó por la erosión de nuestro placer. Un año de historias al pie de su cama, sí. Dos años, vale. Tres, si no hay más remedio. Suman mil noventa y cinco historias, a razón de una por noche. ¡1 095, son historias! Y si sólo fuera el cuarto de hora del cuento... pero está el que le precede. ¿Qué voy a contarle esta noche? ¿Qué voy a leerle?

Conocimos las angustias de la inspiración.

Al comienzo, nos ayudó. Lo que su embeleso exigía de nosotros no era una historia, sino la misma historia.

-¡Otra vez! ¡Otra vez Pulgarcito! Pero, cariñito, no sólo está Pulgarcito, caramba, está...

Pulgarcito, nada más.

¿Quién hubiera imaginado que un día añoraríamos la época feliz en que su bosque estaba poblado exclusivamente por Pulgarcito? Faltó poco para que maldijéramos haberle enseñado la diversidad, ofrecido la elección.

-¡No, ése ya me lo has contado!

Sin llegar a ser una obsesión, el problema de la elección se convirtió en un rompecabezas. Con breves resoluciones: ir el sábado a una librería especializada y consultar la literatura infantil. El sábado por la mañana lo dejábamos para el sábado siguiente. Lo que para él seguía siendo una espera sagrada había entrado para nosotros en el campo de las preocupaciones domésticas. Preocupación menor, pero que se sumaba a las demás, de dimensiones más respetables. Menor o no, una preocupación heredada de un placer es algo que hay que vigilar de cerca. No lo hicimos.

Vivimos momentos de rebelión.

-¿Por qué yo? ¿Por qué no tú? ¡Lo siento, esta noche eres tú quien le cuenta el cuento!

- Ya sabes que yo no tengo imaginación...

En cuanto se presentaba la ocasión, delegábamos en otra voz que se colocara a su lado, primo, prima, canguro, tía de paso, una voz hasta entonces virgen, a la que todavía le gustaba el ejercicio, pero que se desencantaba pronto ante sus exigencias de público puntilloso.

-¡Así no se le contesta a la abuela!

También hicimos trampas vergonzosas. Más de una vez intentamos convertir el precio que él daba a la historia en moneda de cambio.

-¡Si sigues así, esta noche no te cuento el cuento! Amenaza que ejecutábamos raramente. Soltar un grito o dejarle sin postre no tenía importancia. Mandarle a la cama sin contarle su cuento era sumir su jornada en una noche demasiado negra. Y era abandonarlo sin haberle reencontrado. Castigo intolerable, tanto para él como para nosotros.

El caso es que llegamos a lanzar esta amenaza... bueno, alguna vez... la expresión soterrada de un cansancio, la tentación apenas confesada de utilizar por una vez ese cuarto de hora en otra cosa, otra urgencia doméstica, o en tener un momento de silencio, mente... en una lectura para uno mismo.

El narrador, en nuestro interior, estaba sin dispuesto a ceder la antorcha.

15

La escuela llegó muy oportunamente.

Cogió el futuro en su mano.

Leer, escribir, contar...

Al comienzo, él se entregó con auténtico entusiasmo. ¡Qué bonito era que todos aquellos palotes, aquellas curvas, aquellos redondeles y aquellos puentecitos, reunidos, letras! Y aquellas letras juntas, sílabé:. y aquellas sílabas, una tras otra, palabras, no salía de su asombro. ¡Y que algunas de aquellas palabras le resultaran tan familiares, era mágico!

Mamá, por ejemplo, mamá, tres puentecitos, un redondel, una curva, otros tres puentecitos, un segundo redondel, otra curva, resultado: mamá. ¿Cómo recuperarse de esta maravilla?

Hay que intentar imaginárselo. Se ha levantado temprano. Ha salido, acompañado precisamente de su mamá, bajo una llovizna de otoño (sí, una llovizna de otoño, y una luz de acuario abandonado, no descuidemos la dramatización atmosférica), se ha dirigido a la escuela totalmente rodeado todavía por el calor de su cama, un regusto de chocolate en la boca, apretando muy fuerte esa mano que le queda por encima de la cabeza, caminando deprisa, deprisa, dos pasos cuando mamá sólo da uno, la cartera bamboleándose sobre su espalda, y la puerta de la escuela, el beso apresurado, el patio de cemento y sus castaños negros, los primeros decibelios... se ha acurrucado debajo del cobertizo o se ha puesto en danza en seguida, según, después todos se han encontrado sentados detrás de las mesas liliputienses, inmovilidad y silencio, todos los movimientos del cuerpo obligados a domesticar el único desplazamiento de la pluma en ese pasillo de techo bajo: ¡el renglón! Lengua fuera, dedos entumecidos y puño soldado..., puentecitos, palotes, curvas, redondeles y puentecitos..., ahora está a cien leguas de mamá, sumido en esa soledad extraña que se llama el esfuerzo, rodeado de todas esas otras soledades con la lengua fuera... y he aquí la reunión de las primeras letras..., renglones de «a»..., renglones de «m»..., renglones de «t»... (nada cómoda la «t», con esa barra transversal, pero una tontería comparada con la doble revolución de la «f», con el lío increíble del que sale la curva de la «k»...), dificultades todas, sin embargo, vencidas paso a paso..., hasta el punto de que, imantadas las unas por las otras, las letras acaban por juntarse ellas mismas en sílabas..., renglones de «ma»..., renglones de «pa»..., y las sílabas a su vez...

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