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Authors: Daniel Pennac

Como una novela (7 page)

BOOK: Como una novela
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En suma, están entre dos mundos. Y han perdido el contacto con los dos. «Estamos al loro», sí, «enrollados» (¡y cómo!), pero la escuela nos «toca los cojones», sus exigencias nos «comen el tarro», ya no somos unos chiquillos, pero «las pasamos puta» en la eterna espera de ser adultos...

Quisieran ser libres y se sienten abandonados.

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Y, evidentemente, no les gusta leer. Demasiado vocabulario en los libros. Demasiadas páginas, también. Para decirlo todo, demasiados libros.

No, decididamente, no les gusta leer.

Eso es, por lo menos, lo que indica el bosque de dedos levantados cuando el profe hace la pregunta:

-¿A quién no le gusta leer?

Hay cierta provocación, incluso, en esta cuasiunanimidad. Porque los escasos dedos que no se levantan (entre otros el de la viuda siciliana) , es por decidida indiferencia a la pregunta planteada.

-Bien -dice el profe-, como no os gusta leer... soy yo quien os leerá los libros.

Sin transición, abre su cartera y saca de ella un libro enorme, una cosa cúbica, realmente inmensa, con una portada brillante. Lo más impresionante que se pueda imaginar en materia de libro.

- ¿Preparados?

No dan crédito ni a sus ojos ni a sus oídos. ¿Ese tipo les va a leer todo eso? ¡Pero le llevará el año entero! Perplejidad... Cierta tensión, incluso... No existe un solo profe que se proponga pasar el año leyendo. O es un jodido vago o hay gato encerrado. Nos acecha una trampa. Vamos de cabeza a la lista diaria de vocabulario, a la redacción de lectura permanente...

Se miran. Algunos, por si acaso, colocan una hoja delante de ellos y ponen sus plumas en batería.

- No, no, es inútil tomar notas. Intentad escuchar, eso es todo.

Se plantea entonces el problema de la actitud. ¿En qué se convierte un cuerpo en un aula si ya no tiene la coartada del boli y de la hoja en blanco? ¿Qué hacer con uno mismo en una circunstancia semejante?

-Instalaos cómodamente, relajaos...

(Ésa sí que es buena..., relajaos...)

Como la curiosidad le puede, Tupé y Camperas acaba de todos modos por preguntar:

-¿Nos leerá todo ese libro... en voz alta?

- No acabo de ver cómo podrías oírme si lo leyera en voz baja...

Discreta carcajada. Pero la joven viuda siciliana no está dispuesta a tragárselo. En un murmullo suficientemente sonoro como para ser oído por todos, suelta:

- Ya no tenemos edad.

Prejuicio comúnmente extendido..., especialmente entre aquellos que jamás han recibido el auténtico regalo de una lectura. Los otros saben que no hay edad para ese tipo de regalo.

-Si en diez minutos sigues considerando que ya no tienes edad, levantas el dedo y pasamos a otra cosa, ¿de acuerdo?

-¿Qué tipo de libro es? -pregunta Burlington, en el tono de quien está de vuelta.

- Una novela.

-¿Qué cuenta?

- Es difícil de decir antes de haberlo leído. Bien, ¿preparados? Final de las negociaciones. Adelante. Preparados. '" escépticos pero preparados. -Capítulo Primero:

«En el siglo XVIII vivió en Francia uno de los hombres más geniales y abominables de una época en que no escaseaban los hombres abominables y geniales".»

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(...) «En la época que nos ocupa reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno. Las calles apestaban a estiércol, los patios interiores apestaban a orina, los huecos de las escaleras apestaban a madera podrida y excrementos de rata; las cocinas, a col podrida y grasa de carnero; los aposentos sin ventilación apestaban a polvo enmohecido; los dormitorios, a sábanas grasientas, a edredones húmedos y al penetrante olor dulzón de los orinales. Las chimeneas apestaban a azufre; las curtidurías, a lejías cáusticas; los mataderos, a sangre coagulada. Hombres y mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus bocas apestaban los dientes infectados, los alientos olían a cebolla y los cuerpos, cuando ya no eran jóvenes, a queso rancio, a leche agria y a tumores malignos. Apestaban los ríos, apestaban las plazas, apestaban las iglesias y el hedor se respiraba por igual bajo los puentes y en los palacios. El campesino apestaba como el clérigo; el oficial de artesano, como la esposa del maestro; apestaba la nobleza entera y, sí, incluso el rey apestaba como un animal carnicero y la reina como una cabra vieja, tanto en verano como en invierno...» !

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¡Querido señor Süskind, gracias! Sus páginas despiden un aroma que dilata las narices y provoca carcajadas. Jamás su Perfume tuvo lectores más entusiastas que esos treinta y cinco, tan poco dispuestos a leerle. Le ruego crea que, pasados los diez primeros minutos, la joven viuda siciliana le encontraba de su edad. Todas aquellas pequeñas muecas para no dejar que su risa sofocara su prosa resultaban incluso conmovedoras. Burlington abría unos ojos como orejas, y «¡psst!, ¡joder, calla!» como algún compañero dejara escapar su hilaridad. Hacia la página treinta y dos, en aquellas líneas en las que compara a su Jean-Baptiste Grenouille, entonces pensionista en casa de Madame Gaillard, a una garrapata perpetuamente emboscada (¿se acuerda?, «la solitaria garrapata que se encoge y acurruca en el árbol, ciega, sorda y muda, y sólo husmea, husmea durante años y a kilómetros de distancia la sangre de los animales errantes...»), ¡pues bien!, en medio de esas páginas, donde descendemos por primera vez a las húmedas profundidades de Jean-Baptiste Grenouille, Tupé y Camperas se ha dormido, con la cabeza entre los brazos cruzados. Un profundo sueño con una respiración regular. No, no, no lo despierte, nada mejor que una buena cabezada después de una nana, sigue siendo el primerísimo de los placeres en el orden de la lectura. Tupé y Camperas se ha vuelto de nuevo muy pequeño, muy confiado... y no es mucho mayor cuando, al sonar la hora, exclama:

-¡Mierda, me he dormido! ¿Qué ha ocurrido en casa de la Gaillard?

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Y gracias también a ustedes, señores García Márquez, Calvino, Stevenson, Dostoievski, Saki, Amado, Gary, Fante, Dahl, Roché, ¡estén vivos o muertos! Ni uno solo, de esos treinta y cinco refractarios a la lectura, ha esperado a que el profe llegara al final de uno de sus libros para terminado antes que él. ¿Por qué dejar para la semana próxima un placer que podemos ofrecernos en una noche?

-¿Quién es ese Süskind?

-¿Vive?

-¿Qué otras cosas ha escrito?

-¿El perfume está escrito en francés? Parece que esté escrito en francés. (¡Gracias, gracias, señor Lortholary , señoras y señores de la traducción, lenguas de Pentecostés, gracias!)! y con el transcurso de las semanas... -¡Formidable, Crónica de una muerte anunciada! ¿Y Cien años de soledad, señor, de qué va?

-¡Oh! ¡Fante, señor, Fante! ¡Mi perro Estúpido! ¡La verdad es que es super divertido!

-La vida ante sí, Ajar... en fin, Gary... ¡Súper,! -¡Ese Roald Dahl es realmente demasiado! ¡La historia de la mujer que mata a su compa de un golpe de pata de cordero congelada y que hace comer a los polis la prueba del crimen me ha hecho morir de risa!

De acuerdo, de acuerdo..., los juicios críticos no son todavía muy afinados..., pero ya llegará..., dejemos que lean..., ya llegará...

-En el fondo, señor, todos esos libros, El vizconde demediado, Doctor Jekyll y Mister Hyde, El retrato de Dorian Gray, tratan un poco del mismo tema: el bien, el mal, el doble, la conciencia, la tentación, la moral social, todo eso, ¿verdad?

-Sí.

-¿Puede decirse que Raskolnikov es un personaje «romántico» ?

¿Ven?.., ya llega.

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Sin embargo, no ha ocurrido nada milagroso. El mérito del profesor es prácticamente nulo en esta historia.

El placer de leer estaba muy cercano, secuestrado en esos graneros adolescentes por un miedo secreto: el miedo (muy, muy antiguo) a no entender.

Habían olvidado pura y simplemente lo que era un libro, lo que tenía que ofrecer. Habían olvidado, por ejemplo, que una novela cuenta fundamentalmente una historia. No sabían que una novela debe ser leída como una novela: aplacar fundamentalmente nuestra sed de narración.

Para satisfacer esta gazuza, se habían entregado desde hacía mucho tiempo a la tele, que trabajaba en cadena, empalmando dibujos animados, series, culebrones y thrillers en un rosario sin fin de estereotipos intercambiables: nuestra ración de ficción. Algo que llena la cabeza de la misma manera que hincha la barriga, sacia, pero no aprovecha al cuerpo. Digestión inmediata. Uno se siente tan solo después como antes.

Con la lectura pública de El perfume, se encontraron con Süskind: una historia, sin duda, un buen relato, divertido y barroco, pero una voz también, la de Süskind (más adelante, en una redacción, se le llamará un «estilo»). Una historia, sí, pero contada por alguien.

- Increíble, ese principio, señor:
«Los aposentos apestaban... los hombres y las mujeres apestaban... apestaban los ríos, apestaban las plazas, apestaban las iglesias... el rey apestaba...»
, ¡a nosotros, que se nos prohíben las repeticiones! Es bonito, sin embargo, ¿no? Es divertido, pero también es bonito, ¿no?

Sí, el encanto del estilo se suma a la gracia de la narración. Vuelta la última página, nos sigue acompañando el eco de esa voz. Y además, la voz de Süskind, incluso a través del doble filtro de la traducción y de la voz del profe, no es la de García Márquez, «¡eso se ve enseguida!», o la de Calvino. De ahí esta extraña impresión de que, allí donde el estereotipo habla la misma lengua a todo el mundo, Süskind, García Márquez y Calvino, hablando cada uno de ellos su propio idioma, se dirigen sólo a mí, sólo cuentan su historia a mí, joven viuda siciliana, Chupa de cuero sin moto, Tupé y Camperas, ea mí, Burlington, que ya no confundo sus voces y me permito tener preferencias.

«Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre le llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos.»

- Me la sé de memoria la primera frase de Cien años de soledad! Con estas piedras, enormes como huevos prehistóricos...

(Gracias, señor García Márquez, usted es el causante de un juego que durará todo el año: captar y retener las primeras frases o los fragmentos predilectos de una novela que nos ha gustado.)

- Para mí, es el comienzo de
Adolphe
, sobre la timidez, ya sabes:
« Yo no sabía que, incluso con su hijo, mi padre era tímido, y que muchas veces, después de haber esperado largo tiempo de mí unas muestras de afecto que su aparente frialdad parecía prohibirme, me abandonaba con los ojos bañados en lágrimas, y se quejaba a los demás de que yo no lo quería.»

-¡Exactamente igual que mi padre y yo!

Estábamos callados, delante del libro cerrado. Ahora nos movíamos en el presente desplegado en sus páginas.

Es verdad que la voz del profesor ha intervenido en esta reconciliación: evitándonos el esfuerzo de desciframiento, dibujando claramente las situaciones, plantando los decorados, encarnando los personajes, subrayando los temas, acentuando los matices, efectuando, lo más limpiamente posible, su trabajo de revelador fotográfico. Pero, muy pronto, la voz del profe se interpone..., placer parásito de una alegría más sutil.

- Nos ayuda que usted nos lea, señor, pero me gusta, después, encontrarme a solas con el libro.

Es que la voz del profesor -relato ofrecido- me ha reconciliado con la escritura, y, con ello, me ha devuelto el gusto de mi secreta y silenciosa voz de alquimista, la misma que, unos diez años antes, se maravillaba de que mamá en el papel correspondiera a mamá en la vida.

El auténtico placer de la novela reside en el descubrimiento de esta intimidad paradójica: el autor y yo... La soledad de esta escritura reclama la resurrección del texto por mi propia voz muda y solitaria.

El profesor sólo es aquí una celestina. Ya es hora de que se largue de puntillas.

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Además de la obsesión de no entender, otra fobia que hay que vencer para reconciliar a este pequeño mundo con la lectura solitaria es la de la duración.

El tiempo de la lectura: ¡el libro visto como una amenaza de eternidad!

¡Cuando vieron salir El perfume de la cartera del profe, creyeron de pronto que había aparecido un iceberg! (Precisemos que el profesor en cuestión había -voluntariamente- elegido la edición normal de Fayard, tipos grandes, paginación espaciada, márgenes amplios, un libro enorme a los ojos de aquellos refractarios a la lectura, y que prometía un suplicio interminable.)

¡Ahora bien, he aquí que comienza a leer y ven que el iceberg se funde en sus manos!

El tiempo ya no es el tiempo, los minutos se deshacen en segundos y se han leído cuarenta páginas antes de que haya pasado la hora.

El profe va a cuarenta por hora.

O sea 400 páginas en diez horas. ¡A razón de cinco horas de lengua por semana, podría leer 2.400 páginas en un trimestre! ¡7.200 por año escolar! ¡Siete novelas de 1.000 páginas! ¡En cinco horitas de lectura semanal únicamente!

¡Prodigioso descubrimiento que cambia todo! Un libro, a fin de cuentas, se lee rápido: ¡en una sola hora de lectura diaria durante una semana termino una novela de 280 páginas! ¡Que puedo leer sólo en tres días si le dedico algo más de dos horas! ¡280 páginas en tres días! O sea 560 en seis días laborables. Por poco que el libro sea realmente «enrollado» -«¡Lo que el viento se llevó señor, es realmente "enrollado"!»- y regalemos con un plus de cuatro horas en la jornada del domingo (es muy posible, el domingo el barrio de Tupé y Campera's ronca y los padres de Burlington le llevan a aburrirse al campo) ya contamos con 160 páginas más: ¡total 720 páginas! O 540, si vaya treinta por hora, media muy razonable. y 360, si me paseo a veinte por hora.

-¡360 páginas a la semana! ¿Y tú?

Contad vuestras páginas, chavales, contadlas..., los novelistas hacen otro tanto. ¡Hay que verlos cuando alcanzan la página 100! ¡La página cien es el Cabo de Hornos del novelista! Destapa una botellita interior, baila una discreta giga, resopla como un caballo de carga, y, adelante, se sumerge de nuevo en su tintero para comenzar la página 101. (¡Un caballo de carga sumiéndose en un tintero, poderosa imagen!)

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