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Authors: Daniel Pennac

Como una novela (3 page)

BOOK: Como una novela
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En fin, una buena mañana, o una tarde, todavía con el zumbido del barullo de la cantina en los oídos, asiste a la eclosión silenciosa de la palabra sobre la hoja blanca, allí, delante de él: mamá.

Ya la había visto en la pizarra, claro, la había reconocido varias veces, pero allí, debajo de sus ojos, escrita con sus propios dedos...

Con una voz primero insegura, balbucea las dos sílabas separadamente: «Ma-má.»

y de repente:

-¡mamá!

Este grito de alegría celebra la culminación del más gigantesco viaje intelectual imaginable, una especie de primer paso en la luna, ¡el paso de la arbitrariedad gráfica más total a la significación más cargada de emoción! ¡Está escrito ahí, delante de sus ojos, pero es algo que sale de él! No es una combinación de sílabas, no es una palabra, no es un concepto, no es una mamá, es su mamá, una transmutación mágica, infinitamente más expresiva que la más fiel de las fotografías, sólo con redondelitos, sin embargo, con puentecitos..., pero que, de repente -¡y para siempre!- han dejado de ser eso, de no ser nada, para convertirse en esa presencia, esa voz, ese perfume, esa mano, ese regazo, esa infinidad de detalles, ese todo, tan íntimamente absoluto, y tan absolutamente ajeno a lo que está trazado ahí, en los raíles de la página, entre las cuatro paredes de la clase...

La piedra filosofal.

Ni más ni menos.

Acaba de descubrir la piedra filosofal.

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Nadie se cura de esta metamorfosis. Nadie sale indemne de semejante viaje. Por inhibida que sea, cualquier lectura está presidida por el placer de leer; y, por su misma naturaleza -este goce de alquimista-, el placer de leer no teme a la imagen, ni siquiera a la televisiva, aun cuando se presente bajo forma de avalancha diaria.

Pero si el placer de leer se ha perdido (si, como se dice, a mi hijo, a mi hija, a la juventud, no les gusta leer), no está muy lejos.

Sólo se ha extraviado.

Es fácil de recuperar.

Claro que hay que saber por qué caminos buscado, y, para ello, enumerar unas cuantas verdades que no guardan ninguna relación con los efectos de la modernidad sobre la juventud. Unas cuantas verdades que sólo se refieren a nosotros... A nosotros, que afirmamos que «amamos la lectura», y que pretendemos hacer compartir este amor.

17

Así pues, bajo el efecto del deslumbramiento, vuelve de la escuela, bastante orgulloso de sí mismo, más bien feliz, incluso. Exhibe sus manchas de tinta como si de condecoraciones se tratara. Las telarañas del bolígrafo cuatricolor son para él un ornato de orgullo.

Una felicidad que sigue compensando las primeras torturas de la vida escolar: duración absurda de las jornadas, exigencias de la maestra, jaleo de la cantina, primeros trastornos sentimentales...

Llega, abre la cartera, expone sus proezas, reproduce las palabras sagradas (y si no es «mamá», será «papá», o «caramelo, o «gato», o su nombre...).

En la ciudad, se convierte en el doblador infatigable de la gran epístola publicitaria... RENAULT, SAMARITAINE, VOLVIC, CAMARGUE, las palabras le caen del cielo, sus sílabas coloreadas estallan en su boca. Ni una sola marca de detergente resiste a su pasión de desciframiento:

-«La-va-mas-blan-co», ¿qué quiere decir «lavamasblanco»?

Porque le ha llegado la hora de las preguntas esenciales.

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¿Nos dejamos cegar por ese entusiasmo? ¿Creímos que a un niño le bastaba con disfrutar de las palabras para dominar los libros? ¿Pensamos que el aprendizaje de la lectura nos venía dado, como los de la marcha vertical o el lenguaje..., otro privilegio de la especie, en suma? En cualquier caso, es el momento que elegimos para poner fin a nuestras lecturas nocturnas.

La escuela le enseñaba a leer, a él le apasionaba, era un viraje en su vida, una nueva autonomía, otra versión del primer paso, eso es lo que nos dijimos, muy confusamente, sin decírnoslo realmente, tan «natural» nos pareció el acontecimiento, una etapa como otra en una evolución biológica sin tropiezos.

Ahora ya era «mayor», podía leer solo, caminar solo por el territorio de los signos...

y devolvemos finalmente nuestro cuarto de hora de libertad.

Su recién estrenado orgullo no hizo gran cosa para contradecirnos. Se metía en su cama, BABAR abierto de par en par sobre sus rodillas, una arruga de tenaz concentración entre los ojos: leía.

Tranquilizados por esta pantomima, abandonábamos su cuarto sin entender -o sin querer confesarnos- que lo que un niño comienza por aprender no es la acción, sino el gesto de la acción, y que, si bien puede ayudarle al aprendizaje, esta ostentación está encaminada fundamentalmente a tranquilizarle, complaciéndonos.

19

No por ello nos convertimos en unos padres indignos. No le abandonamos en la escuela. Por el contrario, seguimos muy de cerca sus progresos. La maestra nos tenía por padres atentos, presentes en todas las reuniones, «abiertos al diálogo».

Ayudamos al aprendiz a hacer sus deberes. y cuando manifestó los primeros signos de cansancio en materia de lectura, insistimos valientemente en que leyera su página diaria, en voz alta, y entendiera su sentido.

No siempre fácil.

Un parto de cada sílaba.

El sentido de la palabra perdido en el mismo esfuerzo de su composición.

El sentido de la frase atomizado por la cantidad de palabras.

Retroceder.

Repetir.

Incansablemente.

-A ver, ¿qué acabas de leer ahora? ¿Qué quiere decir?

Y eso, en el peor momento del día. O sea a su regreso de la escuela, o sea a nuestro regreso del trabajo.

O sea en la cumbre de su fatiga, o sea en el vacío de nuestras fuerzas.

-¡No haces ningún esfuerzo!

Nervios, gritos, renuncias espectaculares, puertas que suenan, o testarudez:

-¡A repetirlo todo, a repetirlo todo desde el principio! y lo repetía, desde el principio, deformando cada palabra con el temblor de sus labios.

-¡No seas farsante!

Pero aquella infelicidad no intentaba engañamos. Era una infelicidad real, incontrolable, que nos expresaba el dolor, precisamente, de no poder controlar nada, de no interpretar el papel a nuestra satisfacción, y que se alimentaba mucho más de la fuente de nuestra inquietud que de las manifestaciones de nuestra impaciencia.

Porque estábamos inquietos.

Con una inquietud que no tardó en compararle con otros chicos de su edad y en interrogar a otros amigos cuya hija, no, no, iba muy bien en la escuela, y devoraba los libros, sí.

¿Era sordo? ¿Quizá disléxico? ¿Protagonizaría un «fracaso escolar»? ¿Acumularía un retraso irrecuperable?

Consultas varias: audiograma de lo más normal. Diagnósticos tranquilizadores de los ortofonistas. Serenidad de los psicólogos...

¿Entonces qué?

¿Vago?

¿Simplemente vago?

No, iba a su ritmo, eso es todo, y que no es necesariamente el de otro, y que no es necesariamente el ritmo uniforme de una vida, su ritmo de aprender a leer, que conoce sus aceleraciones y sus bruscas regresiones, sus períodos de bulimia y sus largas siestas digestivas, su sed de progresar y su miedo a decepcionar...

Sólo que nosotros, «pedagogos», somos unos ávidos usureros. Poseedores del Saber, lo prestamos a interés. Tiene que rendir. ¡Y rápido! Porque, si no, dudamos de nosotros mismos.

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Si, como se dice, mi hijo, mi hija, los jóvenes no aman la lectura -y el verbo es exacto, porque se trata de una herida de amor-, no hay que acusar a la televisión, ni a la modernidad, ni a la escuela. O a todo eso si se quiere, pero sólo después de habernos planteado una pregunta primordial: ¿qué hemos hecho del lector ideal que era en los tiempos en que nosotros interpretábamos a la vez el papel del narrador y del libro?

¡Enorme traición!

Formábamos, él, el relato y nosotros, una Trinidad cada noche reconciliada; ahora él se encuentra solo, delante de un libro hostil.

La ligereza de nuestras frases le liberaba de la pesadez; el indescifrable hormigueo de las letras ahoga hasta sus tentaciones de sueño.

Le iniciamos en el viaje vertical; él se ha aplastado por el estupor del esfuerzo.

Le dotamos de ubicuidad; ahora está atrapado en su habitación, en su clase, en su libro, en una línea, en una palabra.

¿Dónde se ocultan, pues, todos aquellos personajes mágicos, aquellos hermanos, aquellas hermanas, aquellos reyes, aquellas reinas, aquellos héroes, tan perseguidos por tantos malvados, y que lo aliviaban de la preocupación por sí mismo llamándolo en su ayuda? ¿Es posible que tengan algo que ver con esas huellas de tinta brutalmente aplastada que se llaman letras? ¿Es posible que aquellos semidioses hayan sido desmigajados hasta ese punto, reducidos a eso: tipos de imprenta? ¿El libro convertido en ese objeto? ¡Curiosa metamorfosis! Lo contrario de la magia. ¡Sus héroes y él sofocados conjuntamente en el mudo espesor del libro!

Y no es la menor de las metamorfosis este empecinamiento de papá y mamá en querer, como la maestra, hace de liberar este sueño aprisionado.

-Vamos, ¿qué le ha pasado al príncipe, eh? ¡Estoy esperando!

Esos padres que jamás, jamás, cuando le leían un libro se preocupaban por saber si había entendido que la Bella dormía en el bosque porque se había pinchado con la rueca, y Blancanieves porque había mordido la manzana. (Las primeras veces, además, no lo había entendido en absoluto. ¡Había tantas maravillas en aquellas historias, tantas palabras bonitas, y tanta emoción! Se aplicaba al máximo en esperar su pasaje preferido, que él mismo recitaba en su interior llegado el momento; después venían los otros, más oscuros, donde se anudaban todos los misterios, pero poco a poco lo entendía todo, absolutamente todo, y sabía perfectamente que si la Bella dormía, era a causa de la rueca, y Blancanieves debido a la manzana...)

-Repito la pregunta: ¿qué le ocurrió al príncipe cuando su padre lo expulsó del castillo?

Insistimos, insistimos. ¡Dios mío, no es concebible que este chiquillo no haya entendido el contenido de estas quince líneas! ¡Quince líneas no son la travesía del desierto!

Éramos su cuentista, nos hemos convertido en su contable.

-¡Pues ahora nada de televisión!

¡Vaya, sí...!

Sí... La televisión elevada a la dignidad de recompensa... y, como corolario, la lectura rebajada al papel de tarea... Esta ocurrencia es nuestra...

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«La lectura es el azote de la infancia y prácticamente la única ocupación que sabemos darle. (...) Un niño no siente gran curiosidad por perfeccionar un instrumento con el que se le atormenta; pero conseguid que ese instrumento sirva a su placer y no tardará en aplicarse a él a vuestro pesar.

Buscar los mejores métodos para enseñar a leer llega a convertirse en una gran preocupación, se inventan escritorios, cartulinas, se convierte el cuarto del niño en una imprenta (...) ¡Qué lástima! Un medio más seguro que todos ésos, y que siempre se olvida, es el deseo de aprender. Dadle al niño este deseo, y dejadle después vuestros escritorios (...); cualquier método le parecerá bueno.

El interés presente; ése es el gran móvil, el único que nos lleva lejos de modo seguro.

(...)

Añadiré una sola frase que es una máxima importante: suele conseguirse con gran seguridad y premura aquello que no se tiene prisa en conseguir.»

¡De acuerdo, de acuerdo, Rousseau no debería tener voz en el tema, él, que arrojó a sus hijos junto con el agua de la bañera familiar! (Imbécil cantinela...)

No importa..., interviene para recordarnos que la obsesión adulta por «saber leer» no data de ayer... ni tampoco la idiotez de los inventos pedagógicos que se elaboran contra el deseo de aprender.

y además (¡oh, la risa burlona del ángel paradójico!) ocurre que un mal padre posee excelentes principios educativos y un buen pedagogo execrables. Así es la vida.

Pero si Rousseau no es presentable, qué pensar de Valéry (Paul) -que no tenía nada que ver con la Asistencia Pública-, cuando dirigiendo a las jóvenes de la austera Légion d'honneur el discurso más edificante posible, y más respetuoso de la institución escolar, pasa de repente a lo esencial de lo que se puede decir en materia de amor, de amor al libro:

«Señoritas, no es bajo la forma de vocabulario y sintaxis como la Literatura comienza a seducimos. Acuérdense simplemente de cómo las Letras se introducen en nuestra vida. En la edad más tierna, apenas han cesado de cantamos la canción que hace sonreír y dormirse al recién nacido, se abre la era de los cuentos. El niño los bebe como bebía su leche. Exige la continuación y la repetición de las maravillas; es un público despiadado y excelente. Dios sabe cuántas horas he perdido alimentando con magos, monstruos, piratas y hadas a unos pequeños que gritaban: ¡Más! a su padre agotado.»

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«Es un público despiadado y excelente.»

Es, en un principio, el buen lector que seguiría siendo si los adultos que lo rodean alimentaran su entusiasmo en lugar de poner a prueba su competencia, si estimularan su deseo de aprender en lugar de imponerle el deber de recitar, si le acompañaran en su esfuerzo sin contentarse con esperarle a la vuelta de la esquina, si consintieran en perder tardes en lugar de intentar ganar tiempo, si hicieran vibrar el presente sin blandir la amenaza del futuro, si se negaran a convertir en dura tarea lo que era un placer, si alimentaran este placer hasta que se transmutara en deber, si sustentaran este deber en la gratuidad de cualquier aprendizaje cultural, y recuperaran ellos mismos el placer de esta gratuidad.

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Ahora bien, este placer está muy próximo. Es fácil de recuperar. Basta con no dejar pasar los años. Basta con esperar la caída de la noche, abrir de nuevo la puerta de su habitación, sentarnos a la cabecera de su cama, y reanudar nuestra lectura común.

Leer.

En voz alta. Gratuitamente.

Sus historias preferidas.

Lo que ocurre entonces merece una descripción. Para comenzar, no cree lo que está oyendo. ¡Gato escaldado de los cuentos huye! Con la manta subida hasta la barbilla, permanece alerta; espera la trampa:

- Bien, ¿qué acabo de leer? ¿Lo has entendido?

Pero he aquí que no le hacemos esas preguntas. Ni ninguna. Nos limitamos a leer. Gratis. Se relaja poco a poco. (Nosotros también.) Recupera lentamente aquella concentración ensoñadora que era su cara por la noche. y acaba por reconocernos. Por nuestra voz recompuesta.

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