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Authors: Daniel Pennac

Como una novela (6 page)

BOOK: Como una novela
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»Nos daba una hora de clase a la semana. Esa hora se parecía a su macuto: una mudanza. Cuando nos abandonó al fin del año, eché cuentas: Shakespeare, Proust, Kafka, Vialatte, Strindberg, Kierkegaard, Moliere, Beckett, Marivaux, Valéry, Huysmans, Rilke, Bataille, Gracq, Hardellet, Cervantes, Laclos, Cioran, Chéjov, Henri Thomas, Butor... Los cito en desorden y olvido muchos. ¡En diez años, no había oído ni la décima parte!

»Nos hablaba de todo, nos lo leía todo, porque suponía que teníamos una biblioteca en la cabeza.» Era el grado cero de la mala fe. Nos tomaba por lo que éramos, unos jóvenes bachilleres incultos y que merecían saber. Y ni hablar de patrimonio cultural, de sagrados secretos pegados a las estrellas; en su caso, los textos no caían del cielo, los recogía del suelo y nos los daba a leer. Todo estaba allí, alrededor de nosotros, pletórico de vida. Recuerdo nuestra decepción, al principio, cuando abordó las grandes figuras, aquellos de quienes nuestros profesores, pese a todo, nos habían hablado, los poquísimos que creíamos conocer bien: La Fontaine, Moliere... En una hora, perdieron su estatuto de divinidades escolares para hacérsenos íntimos y misteriosos..., es decir, indispensables. Perros resucitaba los autores. Levántate y anda: de Apollinaire a Zola, de Brecht a Wilde, todos acudían a nuestra clase, completamente vivos, como si salieran de chez Michou, el café de enfrente. Café donde a veces nos ofrecía una segunda parte. No jugaba, sin embargo, al profe-colega, no era su estilo. Perseguía pura y simplemente lo que denominaba su "curso de ignorancia". Con él, la cultura dejaba de ser una religión de Estado y la barra de un bar era una cátedra tan presentable como una tarima. Nosotros mismos, al escuchado, no sentíamos deseos de entrar en religión, de vestir el hábito del saber. Teníamos ganas de leer, y punto... Así que se callaba, desvalijábamos las librerías de Rennes y de Quimper. Y cuanto más leíamos, más ignorantes, en efecto, nos sentíamos, solos sobre la arena de nuestra ignorancia, y frente al mar. Sólo que, con él, ya no teníamos miedo de mojarnos. Nos sumergíamos en los libros, sin perder el tiempo en fríos chapoteos. No sé cuántos de nosotros se hicieron profesores..., no muchos, sin duda, y tal vez sea una lástima, en el fondo, porque, como quien no quiere la cosa nos legó un gran deseo de transmitir. Pero de transmitir a los cuatro vientos. Él, que se reía mucho de la enseñanza, soñaba riendo con una universidad itinerante: "Y si nos paseáramos un poco..., si fuéramos a ver a Goethe a Weimar, a poner como un trapo a Dios con el padre de Kierkegaard, a tragarnos Las noches blancas en la perspectiva Nevski..."

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«La lectura, resurrección de Lázaro, levantar la losa de las palabras.»

GEORGES PERROS (Escotes)

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Aquel profesor no inculcaba un saber, ofrecía lo que sabía. No era tanto un profesor como un trovador, uno de esos juglares de palabras que frecuentaban las posadas del camino de Compostela y recitaban los cantares de gesta a los peregrinos iletrados.

Como todo necesita un comienzo, congregaba todos los años su pequeño rebaño en torno a los orígenes orales de la novela. Su voz, al igual que la de los trovadores, se dirigía a un público que no sabía leer. Abría los ojos. Encendía lámparas. Encaminaba a su mundo por la ruta de los libros, peregrinación sin final ni certidumbre, marcha del hombre hacia el hombre.

-¡Lo más importante era que nos leyera todo en voz alta! La confianza que ponía de entrada en nuestro deseo de aprender... El hombre que lee en voz alta nos eleva a la altura del libro. ¡Da realmente de leer!

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En lugar de ello, nosotros, que hemos leído y pretendemos propagar el amor al libro, preferimos con excesiva frecuencia comentaristas, intérpretes, analistas, críticos, biógrafos, exegetas de obras que han enmudecido por culpa del piadoso testimonio que aportamos de su grandeza. Atrapada en la fortaleza de nuestro saber, la palabra de los libros cede su lugar a nuestra palabra. En lugar de dejar que la inteligencia del texto hable por nuestra boca, nos encomendamos a nuestra propia inteligencia, y hablamos del texto. No somos los emisarios del libro sino los custodios jurados de un templo cuyas maravillas proclamamos con unas palabras que cierran sus puertas: «¡Hay que leer! ¡Hay que leer!»

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Hay que leer:
es una petición de principio para unos oídos adolescentes. Por brillantes que sean nuestras argumentaciones..., sólo una petición de principio.

Aquellos de nuestros alumnos que hayan descubierto el libro por otros canales seguirán lisa y llanamente leyendo. Los más curiosos guiarán sus lecturas por los faros de nuestras explicaciones más luminosas.

Entre los «que no leen», los más listos sabrán aprender, como nosotros, a hablar de ello: sobresaldrán en el arte inflacionista del comentario (leo diez líneas, escribo diez páginas), la práctica jícara de la ficha (recorro 400 páginas, las reduzco a cinco), la pesca de la cita juiciosa (en esos manuales de cultura congelada de que disponen todos los mercaderes del éxito), sabrán manejar el escalpelo del análisis lineal y se harán expertos en el sabio cabotaje entre los «fragmentos selectos», que lleva con toda seguridad al bachillerato, a la licenciatura, casi a la oposición... pero no necesariamente al amor al libro.

Quedan los otros alumnos.

Los que no leen y se sienten muy pronto aterrorizados por las irradiaciones del sentido.

Los que se creen tontos...

Para siempre privados de libros... Para siempre sin respuestas...

Y pronto sin preguntas.

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Soñemos.

Es la prueba llamada de tema, en la oposición de Literatura.

Título del tema:
Los registros de la conciencia literaria en «Madame Bovary».

La joven está sentada en su pupitre, muy por debajo de los seis miembros del tribunal instalados en lo alto, encima de su tarima. Para incrementar la solemnidad de la cosa, imaginemos que ocurre en el gran anfiteatro de la Sorbona. Un olor de siglos y de madera sagrada. El silencio profundo del saber.

Un escaso público de parientes y de amigos diseminados en las gradas oye su corazón único latir al ritmo del miedo de la joven. Imágenes todas ellas de abajo arriba, y la joven muy al fondo, aplastada por el terror de toda la ignorancia que le queda.

Leves crujidos, toses sofocadas: es la eternidad anterior a la prueba.

La mano temblorosa de la joven dispone sus notas delante de ella; abre su partitura del saber:
Los registros de la conciencia literaria en «Madame Bovary».

El presidente del tribunal (es un sueño, demos a este presidente una toga sangre-de-buey, edad avanzada, hombros de armiño y peluca-cocker para acentuar sus arrugas de granito), el presidente del tribunal, pues, se vuelve a la derecha, levanta la peluca de su colega y le murmura dos palabras al oído. El adjunto (más joven, la madurez rosada y sabia, idéntica toga, idéntico tocado) asiente con gravedad. Lo comunica a su vecino mientras el presidente murmura a su izquierda. El asentimiento se propaga hasta los dos extremos de la mesa.

Los registros de la conciencia literaria en «Madame Bovary».
Perdida en sus notas, asustada por el brusco desorden de sus ideas, la joven no ve que el tribunal se levanta, no ve que el tribunal baja de la tarima, no ve que el tribunal se le acerca, no ve que el tribunal la rodea. Alza la mirada para reflexionar y se descubre atrapada en la trampa de sus miradas. Debería sentir miedo, pero está demasiado ocupada por el miedo de no saber. Apenas se pregunta: ¿qué hacen tan cerca de mí? Vuelve a sumergirse en sus notas. Los registros de la conciencia literaria... Ha perdido el esquema de su tema. ¡Un esquema tan límpido, sin embargo! ¿Qué ha hecho con el esquema de su tema? ¿Quién le devolverá los claros pasos de su argumentación?

-Señorita...

La joven no quiere escuchar al presidente. No para de buscar el esquema de su tema, desvanecido en el torbellino de su saber.

-Señorita...

Busca y no encuentra. Los registros de la conciencia literaria de «Madame Bovary»... Busca y encuentra todo el resto, todo lo que ella sabe. Pero no el esquema de su tema. No el esquema de su tema.

-Señorita, por favor...

¿Es la mano del presidente lo que acaba de posarse en su brazo? (¿Y desde cuándo los presidentes de los tribunales de oposición posan la mano en el brazo de las candidatas?) ¿Es la infantil súplica, tan inesperada en esa voz? ¿Es el hecho de que los adjuntos comiencen a removerse en sus sillas (pues cada uno de ellos ha traído su silla y todos están sentados a su alrededor)?.. La joven levanta finalmente la mirada.

-Señorita, por favor, olvídese de los registros de la conciencia...

El presidente y sus adjuntos se han quitado las pelucas. Muestran el pelo alborotado de los niños, unos ojos grandes abiertos, una impaciencia de hambrientos.

-Señorita... ¡Cuéntenos Madame Bovary!

-¡No, no!... ¡Mejor cuéntenos su novela favorita! -¡Sí, La balada del café triste! ¡A usted le gusta mucho Carson McCullers, señorita, cuéntenos La balada del café triste!

- Y después dénos ganas de volver a leer La princesa de eleves, ¿vale?

-¡Dénos ganas de leer, señorita!

-¡Ganas de verdad!

-¡Cuéntenos Adolphe!

-¡Léanos Dedalus, el capítulo de las gafas!

-¡Kafka! Cualquier cosa de su Diario...

- ¡Svevo! ¡La conciencia de Zeno!

-¡Léanos El manuscrito hallado en Zaragoza!

-¡Los libros que a usted más le gusten! -¡Ferdydurke!

-¡La conjura de los necios!

-¡No mire el reloj, tenemos tiempo!

-Por favor.... -¡Cuéntenos! -Señorita. ..

-¡Léanos!

-¡Los tres mosqueteros!

-La reina de las manzanas... -Jules y Jim...

-¡Charlie y la fábrica de chocolate! -¡El príncipe de Motordu!

-¡Basil!

Dar de leer
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Imaginemos una clase de adolescentes, de unos treinta y cinco. ¡Oh!, no de esos alumnos cuidadosamente clasificados para salvar a toda prisa los elevados pórticos de las grandes escuelas, no, los otros, los que se han hecho expulsar de los institutos del centro de la ciudad porque su boletín escolar no prometía nota en la selectividad, por no decir ni selectividad.

Es el comienzo del curso. Han caído aquí.

En esta escuela.

Delante de este profesor.

«Caído» es la palabra. Abandonados en la orilla, cuando sus compañeros de ayer embarcaron a bordo de los institutos-paquebotes con rumbo a las grandes carreras. Pecios abandonados por la marea escolar. Así es como se describen a sí mismos en la tradicional ficha de comienzo de curso.

Apellido, nombre, fecha de nacimiento...

Informaciones diversas:

«Siempre he sido una nulidad en mates»... «Los idiomas no me interesan»... «No consigo concentrarme»... «No soy bueno para escribir»... «En los libros hay demasiado vocabulario» (¡sic! ¡Pues sí! ¡sic!)... «No entiendo nada de física»... «Siempre he sido una nulidad en ortografía»... «En historia no iría mal, pero no retengo las fechas»... «Creo que no trabajo bastante»... «No consigo entender»... «He fallado muchas cosas»... «Me gustaría mucho dibujar pero no estoy demasiado dotado para ello»... «Era demasiado duro para mí»... «No tengo memoria»... «Me falla la base»... «No tengo ideas»... «No tengo vocabulario»...

Acabados...

Así es como se presentan.

Acabados antes de haber comenzado.

Claro está que exageran un poco la nota. El género lo quiere así. La ficha individual, al igual que el diario íntimo, prefiere la autocrítica: uno se ensombrece instintivamente. Y después, acusándose desde todos los ángulos, uno se pone al amparo de muchas exigencias. Por lo menos, la escuela les habrá enseñado eso: la comodidad de la fatalidad. Nada tan tranquilizador como un cero perpetuo en mates o en ortografía: al excluir la eventualidad de un progreso, suprime los inconvenientes del esfuerzo. Y la confesión de que los libros contienen «demasiado vocabulario», ¿quién sabe?, tal vez os ponga al amparo de la lectura...

Sin embargo, el retrato que esos adolescentes hacen de sí mismos no es correcto: no tienen la cara del mal estudiante de frente estrecha y barbilla cúbica que un mal cineasta imaginaría al leer sus telegramas autobiográficos.

No, tienen la cabeza múltiple de su época: tupé y camperas para el rockero de turno, Burlington y Chevignon para el enamorado de la moda, chupa de cuero para el motorista sin moto, pelo largo o a cepillo según las tendencias familiares... Esa chica, allí, flota dentro de la camisa de su padre que golpea las rodilleras rotas de sus tejanos, la otra se ha inventado la silueta negra de una viuda siciliana ( «yo no tengo nada que ver con el mundo»), cuando su rubia vecina, por el contrario, se lo juega todo a la estética: cuerpo de anuncio y rostro de portada cuidadosamente glacial.

Acaban de salir de las paperas y el sarampión, y ya están en edad de fagocitar las modas.

jY altos, en su mayoría! ¡Como para tomar la sopa encima de la cabeza del profe! ¡Y fuertes, los chicos! jY las chicas, ya unas bellezas!

Al profesor le parece que su adolescencia era más imprecisa..., él, más bien canijo..., la bazofia de la posguerra... leche en polvo del plan Marshall..., en aquella época el profesor estaba en reconstrucción, como el resto de Europa...

Ellos tienen las cabezas del resultado.

La salud y la fidelidad a las modas les da un aire de madurez que podría intimidar. Sus peinados, sus ropas, sus walkmans, sus calculadoras, su léxico, su actitud de reserva, hacen pensar, incluso, que podrían estar más «adaptados» a su tiempo que el profesor. Saber mucho más que él...

¿Mucho más sobre qué?

Es el enigma de su rostro, precisamente... Nada más enigmático que un aire de madurez.

Si no fuera un veterano, el profesor podría sentirse desposeído del presente de indicativo, un poco inútil.. Sólo que... la de mocosos y adolescentes que ha visto en veinte años de clases..., más de tres mi1..., la de modas que ha visto pasar..., ¡hasta el punto, incluso, de vedas regresar!

Lo único que permanece inmutable es el contenido de la ficha individual. La estética «cutre», en toda su ostentación: yo soy perezoso, yo soy burro, yo soy nada, lo he probado todo, no os esforzéis, mi pasado carece de futuro...

En pocas palabras, no se quieren. Y ponen en proclamado una convicción todavía infantil.

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