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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

Con los muertos no se juega (30 page)

BOOK: Con los muertos no se juega
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—Y todo este recorrido lo hizo con la hoja de órdenes.

—El enfermo siempre va acompañado de la hoja de órdenes.

—Con una hoja donde decía que era alérgico al Nolotil… —Ella no dijo ni que sí ni que no—. Me pregunto… ¿Por qué tanta investigación y tantas dudas? ¿Por qué me has dicho antes que la habíais mirado del derecho y del revés?

—Porque… —le costaba hablar. De repente, había empezado a jugar con los botones y con los ojales. Se la veía desasosegada. Se estaba ahogando. Acabó de desabrocharse la chaqueta y se la quitó, y la depositó sobre el coche. Tuve la premonición de que continuaría desnudándose. La blusa, oscurecida por el sudor, le quedaba demasiado estrecha—. Es que… Virtudes aseguraba que en la hoja no constaba ninguna advertencia.

—¿Y…?

—Estaba muy segura.

—¿Pero tú viste esa hoja?

—Sí…

—¿Y…?

—No sé.

—¿Cómo que no sabes?

—En la sala de control, Virtudes estaba muy nerviosa, asegurándome que en la hoja no constaba ninguna advertencia, y me la enseñó… —Pausa. Y, por fin—: Y, no sé, no me fijé mucho…

—¿Qué quieres decir con eso de que no te fijaste…?

—Sí, la miré, pero debí de confundirme, y le dije: «Joder, Virtudes, es verdad, aquí no se habla de alergias», pero sin fijarme demasiado, y ella estaba muy nerviosa, entiendes, y decía: «¿Lo ves, lo ves? ¿Se lo dirás al doctor Barrios, que han sido ellos los que se han equivocado?» Y le dije que sí, que se lo diría, pero para hacerla callar…

—¿Pero en la hoja de órdenes decía o no decía que el paciente era alérgico?

—…Entramos con Virtudes en la salita de al lado, donde tenemos la máquina del café, y ella empezó a cambiarse de ropa. Y entonces oímos que entraba el doctor Barrios en la sala de control… Y le oímos decir: «¿Dónde está esa jodida hoja de órdenes?» —Maquinalmente, se desabrochó un botón de la blusa—. Estábamos todos histéricos. Y Virtudes me agarró y me dijo: «No salgas, no salgas, deja que lo vea y se calme». Y yo le digo: «¿Cómo no voy a salir? ¿Qué pretendes? ¿Que nos quedemos aquí encerradas?» Estaba histérica. Y salgo y me encuentro al doctor Barrios con la hoja en las manos. Le digo: «¿Qué le parece?» Dice: «¿Que qué me parece?» Gritaba fuera de sí. Nunca le había visto de aquella manera, pero nunca, ¿eh? Daba miedo. Decía: «¿Pero quién ha sido? ¿Pero quién cojones ha metido la pata, cómo es posible?» Así, con tacos incluidos. Y me enseñó la hoja, y la hoja estaba bien.

—¿La hoja estaba bien?

—Allí lo decía: «El paciente es alérgico a las dipironas», o sea, al Nolotil. Todas las advertencias correspondientes en las casillas correspondientes, y las referencias a la medicación alternativa, todo bien visible.

—¿Y tú habías visto que no decía nada…?

—No, no sé lo que vi… Debí de equivocarme. Virtudes me lo decía con tanta convicción… Fue entonces cuando se puso como histérica. Se puso a chillar: «¡Tú lo has visto! ¡Dile que lo has visto! ¡Aquí no dice nada de dipironas!» Pero sí que lo decía, estaba allí, escrito. Y le dije: «Sí que consta, mira», y se puso como una fiera, me insultó. Decía: «¡Lo habéis cambiado! ¡Lo habéis cambiado!» Y me pegó una bofetada.

Se desabrochó el segundo botón de la blusa y pude ver que usaba sujetador amarillo. Sujetador amarillo, o dorado, como el trigo al sol.

—¿Y si alguien lo hubiera cambiado?

—¡No! —se escandalizó Melania—. ¿Para qué? En el impreso de urgencias, en el historial, constaba con toda claridad. La hija de Colmenero tenía una copia del impreso de urgencias. No pudo alegar nada. Y, además, después, la gente del hospital examinó aquella hoja de órdenes veinte mil veces. ¡Imagínate! Era evidente que la observación sobre la alergia no había sido añadida después… La tinta era igual, la letra también… Imposible.

—¿Y no cabe la posibilidad de que el doctor Barrios sustituyera la hoja de órdenes donde no constaba la alergia por otra hecha correctamente?

—Imposible. No tuvo tiempo de escribir una hoja nueva. Desde que le llamaron para avisarle del cuadro anafiláctico hasta que le encontraron en la sala de control no pasaron ni tres minutos. ¿Ir a buscar otra hoja de órdenes, rellenarla y dar el cambiazo en tres minutos? Eso sería como hacer los cien metros lisos en tres segundos. Además…

—¿Sí?

—Si hubiera podido hacerlo, no me imagino cómo pudo deshacerse de la hoja vieja. Cuando le sorprendimos en la sala de control, iba en mangas de camisa, y en las manos sólo tenía la hoja que nos mostró.

Introdujo los dedos en la cintura de su falda. Me temí que se la bajara allí mismo, delante de mí. La veía muy capaz de hacerlo.

—¿Tal vez la arrugó y se la metió en el bolsillo? —sugerí.

—No. La hoja de órdenes es así de grande y, como ya te he dicho, va grapada sobre una base de madera, aún más grande. Es imposible que el doctor Barrios se la escondiera. Cuando salió de aquí, no llevaba nada en las manos.

—Bueno, en tal caso, no hay otra explicación: el error tuvo que ser de Virtudes Vila —concedí.

Melania Lladó movió la cabeza, atribulada. Tenía unas ganas locas de quitarse la falda, de desnudarse allí mismo. Se le notaba el esfuerzo que le suponía resistirse a realizar un
striptease
compulsivo.

—Pero Virtudes… Me odió. Se puso como loca. Quería ponerme de testigo, aseguraba que yo había visto que la hoja de órdenes no mencionaba la alergia. Me llamó mentirosa y traidora. Por eso, después, quise ir a verla, para justificarme, para pedirle disculpas, o para darle una explicación… No sé…

—Y no diste con ella —dije.

—No di con ella —dijo—. ¿Quieres saber algo más?

Sólo una cosa. ¿Sabes dónde vive el doctor Barrios?

—En Sant Cugat, pero no sé la dirección exacta.

—¿Cómo se llama de segundo apellido?

—Durán.

Le di las gracias y aparté la vista cuando me pareció que sus dedos ya buscaban la cremallera. Me despedí con un manotazo al aire y me alejé, sin mirar atrás, y la dejé sola, entregada a sus perversiones y a sus neuras.

Pobre mujer de cabellos rojos.

Escena 5

Era más de la una del mediodía, pero los túneles de Vallvidrera quedaban cerca y eso me ponía Sant Cugat a menos de media hora de coche. Pensé que tal vez podría encontrar al doctor Barrios en su casa, a la hora de comer.

Mientras circulaba por la Ronda de Dalt, me jugué la vida utilizando el móvil para llamar a la agencia. Contestó Octavio y le pedí que me localizara en la guía telefónica a un «Eduardo Barrios Durán», en Sant Cugat, y que averiguara la manera más rápida de llegar a su casa desde los túneles.

Ya había pasado el peaje cuando me volví a jugar la vida contestando al móvil que sonaba. Era Amelia. Por lo que me contó, Octavio le había traspasado el encargo de buscar la dirección de Barrios tan pronto como colgó el teléfono. Me permití un comentario:

—Tiene cojones.

—Ya sabes cómo es —le disculpó Amelia, que tenía alma de mártir—. Además, es que por aquí tenemos un poco de jaleo por culpa del asunto este de Felicia Fochs.

—¿Habéis recibido más mensajes?

—Me parece que sí, pero toda esa pandilla están tan histéricas que prefiero mantener las distancias. —En eso coincidíamos. Tenían que estar muy histéricas, para que Amelia usara la expresión «esta pandilla» para referirse a tan sólo dos personas—. ¿Puedes tomar nota de la dirección?

Tuve que detenerme en la cuneta de la autopista. Escribí el nombre de una calle y el número de una casa en el reverso de una factura del taller. Antes de despedirnos, la eficiente Amelia añadió:

—Barrios está en casa. Acabo de llamarle haciéndome pasar por una encuestadora y ha contestado.

Entré en Sant Cugat a la una y cuarto y estuve dando vueltas y preguntando a peatones hasta la dos menos cuarto, hora en la que me detuve delante del chalet del doctor Barrios. Era una construcción nueva, de dos pisos y buhardilla, con un tejado que caía más de un lado que del otro, en un efecto estético cuidadosamente estudiado por el arquitecto. Mucho cristal y materiales de construcción de los más caros y selectos, y un jardín con un césped tan cuidado que parecía como si el cirujano se ocupara él mismo de cortar los brotes, uno a uno, con el bisturí de precisión. Al fondo, se veía un cobertizo tipo rústico falsificado, pero con gracia. También tenían piscina, claro. No llegaba a la categoría de la mansión de los Font-Roent , ni a la de los Gornal, pero parecía un lugar más cómodo para vivir y, de todas maneras, para permitirme una casa como aquélla tendría que atracar un furgón blindado un día que estuviera cargado a tope.

Un perro con cara de pocos amigos, un pastor alemán de pelo tan brillante y orejas tan enhiestas que parecía tener asesor de imagen propio, corría de un lado a otro ladrando y persiguiendo a los pájaros. Tenía una bonita voz de tenor.

Al lado de la verja había un timbre con videoportero automático. Me peiné con los dedos para dar una imagen más digna de aquel entorno y me abroché la cazadora y me ajusté la corbata. El arañazo en la cara jugaba un poco en mi contra, pero eso no tenía solución.

Llamé y le pregunté por el doctor Eduardo Barrios a la mujer que contestó.

—¿De parte de quién?

—Ángel Esquius. Soy de una compañía de seguros.

Según toda lógica, entonces la mujer tenía que contestar: «Lo siento, no necesitamos más seguros». Por eso, cuando oí que decía: «Discúlpeme pero, en materia de seguros, lo tenemos todo cubierto», sonreí complacido.

—No es para una venta, es para una reclamación —me apresuré a aclarar antes de que ella cortara la comunicación—. Dígale que es un asunto relativo al deceso del señor Marc Colmenero.

—Ah… ¿Cómo dice? ¿Marc Colmenero?

—Sí.

—Un momento.

Según los ingleses, «un momento» dura exactamente un minuto y treinta segundos. Un minuto y cuarenta segundos después, se abrió la puerta de la casa y salió el doctor Eduardo Barrios en persona. Piel bronceada, pelo gris, ancho de hombros, atlètico. Iba vestido de sport, pero aun así parecía más elegante que yo. Botas camperas, téjanos de marca exclusiva, un cinturón que valía más dinero que toda mi indumentaria y una camisa azul, de algodón, seleccionada entre las más distinguidas de la tienda más distinguida de la comarca.

Cruzó el jardín, pisando la hierba porque era suya. El perro, al verle, le saludó con ladridos ensordecedores y comenzó a pegar saltos a su alrededor. El médico no disimulaba su desconfianza. Alzaba una ceja. Me habló a través de la verja, como el carcelero con el preso.

—¿Dice que viene por un asunto relacionado con la muerte de Marc Colmenero?

Yo le pasé a través de la verja una tarjeta en la que se leía «Ángel Esquius, Investigación de Seguros».

—Es un asunto delicado, que pide discreción, y por eso me he tomado la libertad de venir a su domicilio, en vez de ir al hospital.

Abrió la verja.

—Pase.

El perro me mostró los dientes e hizo un ruido turbulento con la garganta, como si se preparara para lanzarme un escupitajo.

—No hace nada —dijo Barrios.

—De momento, asusta —contesté.

El perro se puso a ladrar sin previo aviso, insultándome y amenazándome. El doctor Barrios gritó, autoritario: «¡Basta, largo de aquí!», y yo también pegué un salto. El perro calló, pero me controlaba muy de cerca mientras cruzábamos el jardín. Casi prefería que ladrase. Ahora, en silencio, me daba la impresión de que la bestia me estaba estudiando los tobillos, preguntándose cuál de los dos le gustaría masticar primero.

Entramos en la casa. El monstruo se quedó fuera y yo sentí que me quitaba un peso de encima.

En un vestíbulo forrado de madera de sicomoro, decorado con un Miró muy llamativo (
Mujer y pájaro
, supongo) y perturbado por una música ensordecedora, obsesiva y enloquecida que llenaba la casa, me encontré ante una mujer escultural, casi gigante, walkiria con gafas de hipermetropía, una especie de diosa excesiva, rubia engrisada, en cuyo rostro carnoso se hacía desconcertante una sonrisa cristalina y acogedora. Me estrechó la mano y, con la torpeza del extranjero que no domina las costumbres del país, me ofreció las mejillas para intercambiar unos besitos. No la rechacé.

—Perdone el desorden de la casa —dijo con acento centroeuropeo. La casa estaba tan ordenada que daba vértigo. Se volvió hacia la vecina sala de estar—: ¿Quieres hacer el favor de bajar la música? Los jóvenes de hoy parece que hayan nacido sordos.

El doctor Barrios puso fin al ritual de acogida:

—Viene por un asunto de seguros —dijo, seco y aguafiestas.

—Ángel Esquius, para servirla —dije, empalagoso.

—Por favor…

El doctor me llevó al segundo piso por una escalera de caracol embutida en el interior de un cilindro de cristal.

En su despacho privado, en la buhardilla, Barrios tenía colgadas fotos de toda la familia, la mujer y un hijo y una hija adolescentes, todos de diseño, y también láminas que mostraban detalles de diferentes huesos del cuerpo humano, y de cómo encajaban los unos con los otros. Una pared estaba reservada para diplomas y artículos de
The Lancet
, firmados por él y enmarcados, y a diplomas de premios nacionales e internacionales e instantáneas donde se le veía acompañado de todo tipo de autoridades. Todo muy pulcro, muy ordenado, cada cosa en su sitio para componer un conjunto armónico, listo para sacar una fotografía y publicarla en
Home &
;
Garden.

Tomamos asiento, separados por el escritorio donde tenía el ordenador. Se le veía un poco tenso, pero se esforzaba por parecer paciente y tolerante.

—Usted dirá.

—Estamos intentando determinar las causas de la muerte del señor Marc Colmenero, para decidir si es preciso o no pagar un seguro de accidentes que tenía suscrito con la compañía que represento.

Me dio la impresión de que mis palabras le relajaban un poco. Apoyó la espalda en el respaldo de la butaca.

—Murió hace tres meses —me hizo notar.

—Sí, pero hay una compañía de seguros que no se enteró.

—¿Qué compañía de seguros?

—No puedo decirle el nombre.

—¿Por qué?

—Porque los posibles beneficiarios del seguro no han presentado ninguna reclamación.

—Ya —sonrió, cómplice—. Y, si no la presentan, ustedes no pagan.

—Este seguro va ligado a una tarjeta de crédito que él tenía con una entidad extranjera; una especie de ventaja añadida para los titulares de la tarjeta. Suponemos que los herederos lo ignoran. Hace unos días anularon la tarjeta, y fue entonces cuando la aseguradora se enteró de que el titular había muerto.

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