Con los muertos no se juega (27 page)

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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

BOOK: Con los muertos no se juega
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Súbitamente, se me ocurrió «No pueden ser tan tontos», y desde entonces creo en alguna forma de telepatía o de sexto sentido o lo que sea. Agarré a Beth del brazo y me dejé caer al suelo, arrastrándola conmigo. Le dije: «¡Calla!», y ella calló de golpe, y nos quedamos muy quietos, allí, en la oscuridad, respirando pesadamente con la boca abierta, el corazón y los pulmones alborotados. Se oían gritos en la parte posterior de la disco. No podían ser tan tontos como para no mirar por aquel lado. ¿Por dónde teníamos que huir, si no por el aparcamiento? Y, si miraban, nos verían antes de que llegáramos a los coches.

Alargué el brazo hacia la parte baja de la alambrada. No estaba sujetada al suelo y era flexible. Hice presión hacia arriba y forcé un vacío por donde podíamos tratar de colarnos.

—¡Yo voy por aquí! —dijo una voz, al fondo.

Seguro que quería decir que venía por aquel caminito que estábamos ocupando nosotros. Dos minutos más y aquella bestia estaría tropezando con nuestros zapatos.

—Ven —dije—. Con cuidado.

Rodé, tirando de la chica, por debajo de la barrera de alambre. Primero tenía que impulsarme con las rodillas y los codos, pero en seguida encontramos una pendiente traidora oculta por las hierbas y sentí que nos precipitábamos en medio de unos densos arbustos, Beth abrazada a mí, y rodamos por un terreno blando y embarrado hasta quedar en un hoyo, arañados y doloridos, muy quietos y callados, con miedo de que la caída hubiera sido demasiado estrepitosa.

Quietos y callados mientras escuchábamos unos pasos que se acercaban, haciendo suficiente ruido como para haber escondido el que hubiéramos hecho nosotros.

Me iban emergiendo dolores a flor de piel. En los codos y en las muñecas, en el antebrazo derecho, en las piernas, en el hombro izquierdo.

Me descubrí abrazado al pequeño cuerpo de Beth, con aquella respiración fatigada del después del amor. Sentía su perfume provocativo, y mucho calor y mucho volumen a mi lado. Ya no sabía si la estaba protegiendo o si era otra cosa. Se me ocurrió que tal vez podríamos quedarnos escondidos en aquel hoyo, bajo el arbusto, o correr campo a través hasta llegar al primer punto civilizado. También se me ocurrió que, si estábamos mucho rato más allí tumbados y abrazados, a lo mejor me apetecería inspeccionar más a fondo el cuerpo de la chica.

Me estaban temblando las piernas y ya no era por el cansancio y la carrera. Una parte de mí, la más inoportuna del mundo, se despabiló. Era consciente de que mi mano estaba sobre la cintura desnuda de Beth, y que aquello blando que me presionaba el bíceps era uno de sus pechos. Cerré los ojos en la oscuridad y pensé que, en aquellos momentos, yo debería estar con María. Sólo me faltaba sentir la humedad de sus labios en la oreja.

—Sólo tienen coca —dijo en un susurro mínimo, casi inaudible.

—Qué —dije, con la boca seca.

—Que sólo tienen coca. Coca tanta como quieras, pero nada más. Hasta hace poco, había más cosas, pero parece que ya no hay.

—Déjalo, de momento, ¿quieres? Ya tendrás tiempo de contármelo.

—Es que estoy cagada de miedo. Si no hablo, me cagaré encima de verdad. O me haré pipí.

Le tapé la boca.

—¡Aquí no están! —gritó la voz bronca muy cerca, justo por encima de nuestras cabezas.

Yo cerré los ojos, como cuando era pequeño y me parecía que así no me verían. Estábamos entre las ramas de aquel arbusto. No nos podía ver, pero nunca se sabe. Tal vez habíamos dejado algún rastro, tal vez se me había caído algo de los bolsillos, tal vez era demasiado evidente que habíamos forzado la barrera… El hombre pasó de largo y, con él se alejaron sus gritos.

Ya no había necesidad de estar íntimamente abrazado a aquella chiquilla. Su perfume me estaba poniendo enfermo.

—Hasta hace poco, vendían una cosa que se llama Special K —continuó la muchacha, sin despegarse de mí—. ¿Sabes qué es?

Asentí con la cabeza enérgicamente, para convencerla al mismo tiempo de que sí que sabía de qué me hablaba y de la conveniencia de que callara de una vez. Y pensé: «Special K, sí, ketamina».

—Me han dicho que hace un par de meses corría mucha —susurraba Beth—. Pero, de repente, ya no se encuentra. —Y, para sorpresa, con mucha dulzura—. ¿Estás asustado? Porque yo ya no.

—Vamos —susurré yo también—. Pero con cuidado. Procura no hacer ruido cuando salgamos de aquí.

Me incorporé arañándome con las ramas. La manga de la chaqueta se me enganchó en algún sitio y la liberé de un tirón brusco. Escalé con facilidad y volví al caminito pasando por debajo de la alambrada. Beth se reunió conmigo.

—Es emocionante, ¿no? —jadeó.

—Agachada —repliqué—. Los coches están aquí mismo.

Me levanté y continué la marcha dando por supuesto que Beth me seguiría.

Así llegamos a la esquina. Los coches aparcados, que parecían infinidad, estaban allí mismo. En dos saltos, agazapados, nos situamos entre los vehículos. Allí, nos sentimos más seguros. Los gorilas nos estaban buscando, se les podía ver delante de la puerta principal, alargando el cuello y mirando a derecha e izquierda, pero no podían abandonar su puesto de trabajo ni abarcar todo el aparcamiento ellos dos solos.

Agachados, a veces reptando, llegamos hasta la zona de las motos.

Echada en el suelo, Beth pudo abrir el candado de seguridad y obtener los dos cascos. Nos los pusimos.

Agazapada, las nalgas apoyadas en los tacones de los botines, puso en marcha la Piaggio.

El ruido del motor me pareció una explosión atómica en el relativo silencio ambiente.

No pude verlo, pero sé que en aquel momento las miradas de los dos gorilas se volvieron hacia donde estábamos nosotros.

Mientras montaba detrás de Beth, vi cómo venían corriendo por en medio de los coches. Uno hacía señales a alguien que estaba en la otra punta del solar, y le gritaba algo que no entendí.

La moto arrancó con tanta fuerza que estuve a punto de caer de espaldas. Una de mis manos aferró sin querer uno de los pechos de Beth. Lo soltó en seguida para posarse sobre la piel suave de su cintura.

Un coche salió de entre los otros coches e intentó cortarnos el paso antes de acceder a la carretera. Estaba demasiado lejos. Claro que corría más que nosotros y, por un momento, pensé que nos atraparía, o nos cortaría el paso, o nos embestiría, pero no fue así. La última ocurrencia antes de sentir que nos habíamos salvado fue «Ahora, sólo faltaría que tuvieran pistolas y las utilizaran» (y me quedó como un eco la idea: «Pistolas, el asesino de Casagrande tenía pistola y no dudó en utilizarla»), pero aquello tampoco pasó. No había pistolas, sólo un insulto muy grosero gritado a nuestro paso.

La moto hizo una ese repentina, que me hizo temer que nos íbamos al suelo, y por fin ya estábamos sobre el asfalto de la carretera, dejando atrás la macrodiscoteca Crash.

Corríamos por una calle de casas unifamiliares decorada con arbolitos jóvenes. La moto era demasiado lenta, y hacía un estruendo que seguro que fastidiaba más de un primer sueño y más de dos. Quién sabe si nuestra salvación llegaría cuando todos los vecinos salieran a las ventanas para lanzarnos objetos contundentes. La moto era demasiado lenta y, en cambio, el coche que nos perseguía iba a más de doscientos. No teníamos ninguna posibilidad. Por eso, Beth se desvió hacia la derecha y se encaramó en la acera. El coche no podía hacer lo mismo, porque era una acera estrecha, y la hilera de árboles jóvenes formaba una barrera entre los perseguidores y nosotros. Se pusieron a nuestra altura y redujeron la marcha para poder insultarnos y amenazarnos a gusto. Entre gritos ininteligibles debido al rugido de los motores, me pareció entender que tenían la intención de hacerme una operación de cambio de sexo. A Beth le aseguraban que, cuando acabaran con ella, mearía sangre. Yo procuraba no mirarles.

Intuí la muerte muy cercana. La acera tenía irregularidades, había vados para la salida de coches, había portales por donde podía salir algún vecino inesperadamente. Y, sobre todo, la acera tenía un final, y allí nos estaría esperando la manada enfurecida.

Pero al llegar a la esquina, Beth giró hacia la derecha, siguiendo la acera hacia arriba, y delante de nosotros se presentó, como destino salvador, la zona más poblada del barrio. Luces, neones e incluso gente que se jugaba la vida poniéndose delante de la moto.

Una pareja tuvo que correr para dejarnos paso, y a mí se me escapó la risa.

Claro que podrían habernos atrapado con el coche, pero ni siquiera lo intentaron. Una vez estuvimos en contacto con la civilización, seguramente pensaron que no podrían hacernos todo el daño que les hubiera gustado y, así, no valía la pena echarnos el guante. Además, supuse que no les haría ninguna gracia tener que hablar con la policía, ni siquiera teniendo la razón de su parte.

Y lo dejaron correr. Nos dejaron correr.

Uf.

ACTO OCTAVO
Escena 1

A toda velocidad, como el niño asustado por el dóberman, que no para de correr hasta que encuentra refugio bajo las faldas de su madre, enfilamos la autopista A-7 y, después, la C-58. Pasamos por Monteada y por aquel tramo apoteósico de diez o más carriles, que reparte coches hacia este o aquel barrio como el tahúr reparte cartas al inicio de la partida, hasta dejar atrás las grandes avenidas e internarnos por las calles del barrio de Sant Andreu.

Cuando nos detuvimos en el primer semáforo en rojo, Beth me habló por encima del hombro y a través de la mordaza de los cascos:

—¿Pero qué has hecho? —Era evidente que llevaba un buen rato elaborando la pregunta. Y me pareció notar una chispa de indignación en su voz.

—¿Qué? —contesté, desconcertado.

—¿Que qué diablos has hecho? ¿A qué venía el follón ese que has montado?

—¿Yo? —Me parecía injusto. ¡La había salvado de la amenaza de aquellos matones!

—¡No! ¡Yo! — dijo ella.

Arrancó y continuamos avanzando por calles adoquinadas, empequeñecidas por los coches aparcados a lado y lado. Hasta el próximo semáforo. Me estaba preguntando adónde íbamos y me pareció reconocer el Paseo de Fabra i Puig, pero antes de que pudiera satisfacer mi curiosidad, ella insistió:

—¿Puedes decírmelo o no?

—¿Decirte qué?

—¿Qué mosca te ha picado?

—Luego te lo cuento —dije.

Cuando menos me lo esperaba, subió la moto a la acera y se detuvo unos metros más allá, delante de un edificio de obra vista. Descabalgó de la moto. Se quitó el casco y entonces me fijé en su aspecto. Daba un poco de pena, con el pelo enmarañado, el jersey sucio y con desgarrones, las medias destrozadas que le daban un aspecto de putita barata y aperreada. Y los círculos de rímel en torno a los ojos, que parecían hematomas de pronóstico grave. Con el añadido de las botas de
maîtresse
, parecía que viniéramos directamente de una sesión de sado-maso.

Dijo, amonestándome con infinita paciencia:

—Estaba haciendo mi trabajo tan tranquila y, de pronto, te pones a romper mesas y a hacer acrobacias. Te has caído de aquel balcón. ¿Qué mosca te ha picado?

No había sido consciente del peligro que corría. Y no era el momento de contarle los detalles. No serviría de nada.

—Soy así —le dije—. Aún no has acabado de conocerme. ¿Dónde me has traído?

—A mi casa.

—¿A tu casa?

Tomé conciencia de que la mano que tenía tendida hacia la chica temblaba como si me estuviera dando un ataque de párkinson. De hecho, también me temblaban las piernas. Y me dolían las rodillas.

—Sí, a mi casa. Alguien tiene que curarte, que tú no te has visto. Tú no sabes cómo tienes la cara.

No, no sabía cómo tenía la cara. ¿Cómo se suponía que debía tenerla? Nadie me la había tocado. Sin embargo, al quitarme el casco lo descubrí manchado de sangre. Y cuando me llevé la mano, mano negra de tan sucia, a la mejilla derecha, la retiré teñida de rojo. Y se me enturbiaba la mirada. Pensé que estaba a punto de desmayarme y se me ocurrió que no quería que Beth me viera inconsciente.

—Estoy bien, no me duele nada. —Me refería a que nada me dolía tanto como para tirarme al suelo y ponerme a chillar—. Tomaré un taxi.

No me hizo caso.

—Vamos, pasa —Beth me empujaba hacia la puerta de aquel edificio de obra vista.

Obedecí como el superviviente de una catástrofe obedece atribulado las órdenes de los voluntarios de la Cruz Roja, sin rechistar. Se me estaba cayendo encima un cansancio cósmico, un casco de sueño me oprimía la cabeza y me cerraba los ojos y por todo el cuerpo iban apareciendo dolores agudos, como viejos amigos que se presentaran pegando voces a medianoche. Las rodillas, la espalda, el hombro izquierdo, la muñeca derecha. Y para rematarlo, claro, no podía faltar, el arañazo en la mejilla.

Cruzamos un vestíbulo de olor peculiar, como de desinfectante endulzado, y subimos en un ascensor muy estrecho. Beth comentó que tal vez tuvieran que darme puntos en la mejilla. Sé que contesté «Qué tontería», y me salió una voz que me hizo pensar en los dos whiskies de malta que había bebido a lo largo de la jornada, y en el Añares que nos habíamos cepillado con María. Me dije: «Estás borracho, esto es lo que te pasa, que estás borracho».

Cuando entrábamos en el piso, que me pareció pintado de colorines y lleno de juguetes, sé que yo iba diciendo que ya no estaba para aventuras como aquéllas. También iba repitiendo «un momentito y me voy, que ya es tarde».

Después, Beth me estaba desinfectando con algodón y alcohol el arañazo de la mejilla y me decía que no era nada, que la sangre es muy escandalosa. Estaba muy cerca, envuelta en aquel perfume tan resistente a la evaporación, y se me ocurrió que estábamos en su piso, los dos solos (a lo mejor), y que tenía aquel pecho rotundo y firme al alcance de mi mano. Entonces, me entraron ganas de echarme a reír.

—¿De qué te ríes?

—De nada.

—Anda, dímelo.

No podía decírselo.

—Nada. Que ya no estoy para estos trotes.

—Es que no sé qué te ha dado.

Me puso una tirita y me dejé caer sobre el respaldo del sofá y se me cerraron los ojos. Me dolía todo. En caliente aún era capaz de destrozar un bar, pero cuando se me enfriaba la sangre… No obstante, estaba satisfecho de haberlo destrozado, y de haberle partido la cara al camarero hipnotizado y de estar en la casa de una chica tan guapa como Beth. Supongo que me dormí con la sonrisa puesta.

De pronto, me despertó el dolor en el brazo. Estaba acostado en el sofá, vestido, tapado con una manta, de lado, con todo el peso del cuerpo sobre un brazo que decía basta. Abrí los ojos a una oscuridad absoluta. Y me llegó el olor, aquel perfume, muy cerca. No me había despertado el dolor, sino un movimiento, o una respiración, o aquel olor, o tal vez sólo una mirada. Y, poco a poco, penetrando las tinieblas, percibí una presencia muy cerca de mí, a menos de un metro. Tuve la certeza de que Beth estaba sentada allí, en una silla, no diré que mirándome, porque no podía verme, pero sí pendiente de mí. Pensando en mí. Cerré los ojos y creo que recuperé la sonrisa. Me poseyó una ternura inmensa, una ternura paternal. Y me dormí pensando en mi hija Monica cuando era pequeña. Aquella vez que yo estaba enfermo, con gripe, y ella se echó a llorar, exigiendo que Marta le bajara el disfraz de enfermera, que teníamos en lo alto del armario.

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