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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

Con los muertos no se juega (32 page)

BOOK: Con los muertos no se juega
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—En seguida me han hablado de una baja —decía Beth sin hacerles caso—. Bueno, de un despido. Un tal Carlos Juan Pardal, químico y, mira por dónde, supervisor del área de producción veterinaria.

—Mira por dónde.

—Le pusieron de patitas en la calle y él se largó dando un portazo, enfurecido, pero agárrate fuerte: cuando fueron a buscarle para formalizar la baja, la propuesta de acuerdo de indemnización y la liquidación, y la firma y todo eso, Pardal se había esfumado. Desapareció de un día para otro. Su familia dice que está en el extranjero.

—¿Por qué le despidieron?

—Irregularidades en su trabajo. No me han dicho cuáles.

—¿Hubo denuncia a la policía?

—No, aunque me he olido que había delito. Que había metido la mano en la caja, o algo por el estilo…

—El laboratorio no nos habría ocultado un delito de esa clase.

—Es lo que he pensado. En cambio, sí que querrían ocultar el robo sistemático de una sustancia como la ketamina, por ejemplo. Y si ha huido al extranjero, no será para hacer turismo…

—Bingo —dije, aunque odio este tipo de expresiones.

El silencio reinante en el reservado acabó por atraer nuestra atención hacia los que nos rodeaban.

Nos estaban contemplando boquiabiertos, intrigados por nuestro aire conspiratorio.

Beth se quitó las gafas y dijo alegremente, recuperando su actitud habitual:

—¿A qué viene tanta celebración? ¿Es que ya sabéis quién es el merodeador? ¿O ya habéis conseguido la relación de llamadas efectuadas desde su teléfono móvil?

—¡No! —exclamó Biosca, reaccionando como un autómata—. Sólo utiliza el móvil para llamar a los números de Felicia. Es un psicópata ordenado, previsor y diabólicamente inteligente. Astuto. ¡Un rival formidable, tengo que admitirlo! ¡Un rival a mi altura, Esquius! —Y, como si se tratara de una excelente noticia—: ¡Ahora resulta que ha localizado el escondite de Felicia, fíjate!

Crucé una mirada con Emilia y con Felicia tratando de comunicarles mentalmente que no debían hacer caso del comportamiento enloquecido de mis compañeros de trabajo. Pero en los ojos de ambas se leía el desánimo más absoluto. Pensé que estábamos a punto de perderlas como dientas. Si aceptaban pagar aquella comida a escote, podríamos darnos por satisfechos.

—Ha vuelto a llamar —dijo Felicia Fochs, con una vocecilla estremecida—. Al teléfono de la agencia.

Emilia asintió con expresión sombría.

Biosca acababa de sacar un pequeño magnetófono y me lo ofrecía.

—¡Mira, mira qué le ha dicho, ese hijo de mala madre!

—¡No quiero escucharlo! —chilló Felicia.

—Sí, mujer, no seas cobarde, si no es nada…

—¿No tenéis unos auriculares? —pedí, compadeciéndome de la víctima.

—¡Ya verá! —exclamó Biosca—. ¡Queda claro que ya sabe dónde se esconde Felicia! ¡O sea, que el psicópata ya se acerca a la trampa! ¡El combate final es inminente, un enfrentamiento apoteósico, pueden darlo por hecho! ¡Ríanse de Sherlock Holmes y de Moriarty en el abismo de Reichenbach!

Apretó el botón correspondiente y, al tiempo que Felicia se tapaba los oídos y Biosca exigía silencio a todos los presentes, Beth y yo pudimos oír aquella voz distorsionada, metálica, helada.

—¿Te imaginabas más lista que yo? ¡Es inútil! ¡Mi seso funciona más bien que el tuyo! ¡Qué imbécil si piensas que me he olvidado de ti! Sabes que soy tu amo, y que los amos disponen de sus esclavas. Piensa en mí cada minuto, que yo pienso en ti cada segundo. ¡Mis deseos me hacen omnipotente!

Cerré los ojos. Me había quedado con un par de frases. «¿Te imaginabas más lista que yo? ¡Es inútil!» Repetí mentalmente la primera: «¿Te imaginabas más lista que yo?». Y «¡Mi seso funciona más bien que el tuyo!» ¿Por qué no decía «Te creías que eras más lista que yo»? ¿O «Mi cerebro funciona mejor que el tuyo»?

—¿Qué le parece, Esquius? ¿Eh? ¿Qué le parece? ¿Ha pillado algo? ¡Seguro que su cerebro privilegiado ha pillado algo! ¡Ja, ja, he hecho un pareado! ¡Esquius, el superdotado, lo ha averiguado! ¡Ja, ja, ja, otro! ¡Ilumínenos, Esquius! ¡Deslúmbrenos!

Abrí los ojos y miré a Octavio con media sonrisa. En el rostro de mi amigo apareció una chispa de advertencia. «¡Como te atrevas a revelarnos una manera de atrapar al merodeador inmediatamente, te mato! ¡Como pilles a ese psicópata antes que yo, te capo sin anestesia!»Suspiré. Miré a Beth y le dije:

—Estoy distraído. Mi caso es muy complicado.

Pero de reojo informaba a Octavio de que tal vez acababa de averiguar algo que él ni siquiera llegaba a intuir.

Sabía que aquella expresión le ponía a cien. Y su contrariedad era un bálsamo para mis dolores, que remitían poco a poco.

La comida estaba muy buena.

ACTO NOVENO
Escena 1

Para llegar a la mansión familiar de los Colmenero, había que salir de Barcelona por la autopista A-19, en dirección a la comarca del Maresme, y abandonarla a la altura de Vilassar. Bajando hacia el mar por la carretera de Argentona, inmediatamente antes de una curva muy cerrada y sin visibilidad, se veía un desvío a la izquierda, señalado con un cartel que decía «propiedad particular, no pasar». Entonces había que jugarse la vida yendo a buscar aquel camino, a pesar de la raya continua, y penetrar en la pista de tierra violando la prohibición de paso. Dos kilómetros más adelante, cuesta arriba por entre un paisaje de pinos, llegabas a la cima de una colina, descubrías que desde allí tenías vista al mar, y te veías ante la obra de un loco.

El loco debía de haber sido uno de aquellos arquitectos modernistas de principios del siglo pasado y la obra era un castillo neogòtico con un par de torres puntiagudas y otras dos rematadas con almenas, decoradas con aspilleras y arcos ojivales y gárgolas y símbolos masónicos y rodeado por un muro de piedra sin desbastar capaz de resistir un asedio de, como mínimo, diez o doce años. Cabía suponer que alrededor de la edificación había una fosa con cocodrilos, un puente levadizo y una reja defensiva.

De momento, bloqueando el paso, me encontré con un Mercedes negro que, procedente del interior de la muralla, se había clavado contra uno de los dos pilares que flanqueaban la puerta de acceso. No parecía un accidente catastrófico, sino el producto de la desidia de alguien a quien se le había olvidado poner el freno de mano al abandonar el vehículo en una pendiente. El Mercedes se había deslizado suavemente hasta que aquella sólida columna lo había detenido y lo había convertido en un obstáculo para los intrusos.

Porque no era yo el único visitante que se veía obligado a dejar el coche en aquel punto final del camino. Antes de mí, había llegado el propietario (mejor dicho: propietaria) de un BMW 323 de color rojo que reconocí de inmediato.

Al otro lado del muro me encontré en un jardín enorme. La distancia hasta la mansión era larga, pero el paseo se hacía entretenido, he estado en parques temáticos menos interesantes y coloridos que lo que estaba viendo.

Lo primero que llamaba la atención del curioso era un avión bimotor, un Piper PA-31 Navajo, según se podía leer en el fuselaje, colocado sobre una especie de pedestal. A un lado, llevaba pintado el logotipo de Transportes Temair, dos tes enlazadas y rodeadas por una bandera blanca, amarilla y verde. Más allá, una moto, una Derbi de los años setenta con el mismo logo pintado sobre el depósito. Completaban aquella especie de exposición una camioneta DKW desvencijada y, sobre todo, una estatua de Marc Colmenero, esculpida en mármol, donde se le veía vestido de aviador, en postura heroica, agarrado a una hélice gigante y mirando hacia el cielo, como meditando si las condiciones meteorológicas hacían aconsejable volar. Llevaba colgado en bandolera un zurrón con el logo de Temair y, en conjunto, aquello parecía una versión adaptada al siglo XX del tema de Miguel Strogoff.

Un psicólogo que hubiera visitado aquella casa habría podido redactar un diagnóstico diáfano sobre el difunto Marc Colmenero. Aquel jardín proclamaba: «Mirad lo que he hecho, mirad el avión desvencijado y la mierda de camioneta de segunda mano con la que empecé y ved dónde he llegado. Y una vez lo hayáis visto, comparadme con vosotros mismos y vuestra vida miserable y confesad a qué conclusiones llegáis».

Y aún había más.

Los parterres de flores del jardín reproducían, con diferentes especies de flores, la combinación del logo de Temair. Seguro que, cuando funcionaban, los surtidores también creaban esta bandera omnipresente. Poniendo un poco más de atención, el visitante descubría asombrado que la perspectiva de la casa desde la entrada de la mansión, también la componía, de una forma calculada: el verde de la extensión de césped, el blanco de la fachada del edificio y de las torres puntiagudas, y los tejados pintados de un amarillo ocre. Toda esta armonía cromática quedaba oscurecida por una cierta dejadez, que se adivinaba reciente: el césped debería haber sido podado un par de meses atrás y a las flores les faltaba riego, como si la hija de Marc Colmenero, por respeto o por mantener el duelo, no se hubiera atrevido a seguir con la locura del padre muerto.

Cuando llegué a la puerta ya no me sorprendió que, en vez de timbre, hubiera una vieja bocina de aquellas de pera de goma. La apreté con cuidado y le arranqué un «moqui, moqui» poco digno y elegante.

Si esperaba que me abriera la puerta una criada con cofia y delantal blancos sobre un vestido negro, o bien un mayordomo con chaleco a rayas y la nariz apuntando al cielo, me equivocaba. Quien tenía ante mí era un atleta de rizos rubios y ojos azules, vestido con abarcas, pantalones blancos de algodón con goma, ajustados para lucir paquete, y una camiseta sin mangas que dejaba a la vista una colección de músculos deltoides bíceps, tríceps, supinadores, cubitales, palmares, pronadores y braquiales cuidados por su propietario con la devoción con la que la madre cuida al bebé. Se me ocurrió que, si algún día decidía cambiar de opción sexual, correría en su busca.

—Vengo a ver a Ana Colmenero —dije con prudencia, como si dudara que el adonis pudiera entender mi idioma.

—Ah. Sí. Pase —contestó, torpe.

No me preguntó el nombre, ni el motivo de la visita, ni me pidió que esperara un momento mientras me anunciaba. Dejó la puerta abierta y echó a correr dando por sentado que yo la cerraría y le seguiría. Si había pasado antes por una experiencia similar, habría sido como portero de discoteca, y para éstos no hay términos medios: o te dejan pasar, o no te dejan pasar. Y si te dejan pasar no están obligados a ningún tipo de ceremonia.

Le seguí cruzando un vestíbulo y un amplio pasillo adornado con cuadros que reproducían motivos relacionados con el transporte y con vitrinas repletas de modelos aeronáuticos y terrestres en miniatura, en dirección hacia un rumor de discusión femenina que poco a poco se iba haciendo inteligible.

—Ah, sí, claro —oí cuando ya quedaba claro que la discusión se desarrollaba al otro lado de la puerta del fondo—. Y Elvis Presley está vivo, escondido en Sudamérica. Y a Marilyn Monroe la asesinó personalmente el presidente Kennedy clavándole un sacacorchos en la oreja. No, si a mí me gustan mucho las teorías conspiratorias, para pasar el rato.

—¡No es tan increíble! —replicó, vibrante y encendida la voz de Helena Gimeno—. ¡El caso es que la enfermera ha desaparecido!

El atleta puso la mano sobre el pomo de la gran puerta, pero yo le sujeté. Me miró. Sonreí.

—Oh, sí. Pobrecita Virtudes —continuaba la conversación al otro lado de la puerta—. Debe de estar trabajando como criada en casa de Elvis.

—Y, antes de desaparecer, le dijo a una compañera que ella no tenía la culpa de nada.

—Es lo primero que hace la gente cuando mete la pata, ¿no? Decir «Yo no he sido». No te creas todo lo que te dicen, guapa, o acabarás apoyada en una farola, vestida de tigresa y con el bolso lleno de preservativos.

Después de dirigirme una mirada indecisa de «¿Y qué se supone que tengo que hacer yo?», el atleta se cansó de escuchar y me franqueó el paso a una sala inmensa y de techo muy alto, que debía de haber sido el refugio ludico de Marc Colmenero. Había una chimenea un poco más grande que el portal de mi casa, y un sinfín de mesas de estilo colonial y sillones de bambú, una mesa de billar, dos máquinas de millón y, en otro rincón, una pantalla de cine como las de las multisalas, una cabina de camión donde habían instalado el proyector, auténticas hélices de avión colgadas del techo y una alfombra que reproducía íntegramente un planisferio. Bajo unos ventanales altos y estrechos y trifoliados, justo a la altura de Nueva Zelanda, vi una mesa de caballetes con un ordenador, una botella de Cutty Sark medio vacía y sin ningún vaso a la vista, y un cenicero lleno de colillas.

Junto a esta mesa, Helena Gimeno y Ana Colmenero, las dos de pie, parecían a punto de llegar a las manos. La visitadora médica agitaba un dedo en erección a un palmo de la nariz de la otra que, cruzada de brazos, la desafiaba con una mueca de asco infinito en el rostro.

—¡No se atreva a insultarme otra vez! ¡Puede que yo no esté podrida de pasta como usted, pero tengo dignidad! —la Gimeno.

—Pues debes de llevarla debajo de las bragas, porque no se te nota nada —la hija de Marc Colmenero.

—¡Señoras, señoras! —intervine un segundo antes de que Helena Gimeno cometiera una tontería—. ¡Señoras, por favor!

Escena 2

Ana Colmenero aún no había cumplido los treinta años y era atractiva como sólo saben serlo las niñas consentidas que nunca se han privado de nada. Atractiva contra su voluntad, vestida con una camiseta que le venía grande, unas mallas sencillas y descalza; con el pelo negro, abundante y corto, y sólo le faltaban dos tragos de Cutty Sark para estar completamente borracha. A pesar de lo cual, era atractiva. Demasiado delgada para mi gusto, como si en algún momento de su vida hubiera sufrido anorexia, pecho plano y piernas largas, pero poseía una armoniosa curva en las caderas, y los ojos claros y la cara pecosa. Helena Gimeno, a su lado, con un vestido rojo demasiado escotado y zapatos de tacón de aguja, parecía una Venus de discoteca de barrio.

—¿Quién coño es este tío, Jonás? —preguntó Ana Colmenero en cuanto reparó en mí.

—Josué —dijo el atleta.

—¿Josué? —me interrogó la propietaria de la mansión—. ¿Josué qué más? ¿A qué ha venido?

—No —la corrigió el musculoso—. Yo me llamo Josué. No me llamo Jonás, me llamo Josué.

—¿Y a mí qué mierda me importa cómo te llames? ¡El, me refiero a él! ¡El! Ana Colmenero disparaba el dedo índice como si pretendiera clavármelo en el pecho—. ¿Cómo se llama él? ¿Por qué le has dejado entrar?

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