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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

Con los muertos no se juega (35 page)

BOOK: Con los muertos no se juega
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Volví a sujetar la manga de la monja:

—¿Le ha dicho al otro señor quién era el huésped que tomaba Dixitax?

—Eh, eh, eh, sin tocar —ladró el perro, con una mano casualmente apoyada sobre la porra.

—Se ha puesto a chillar —lloriqueaba sor Remedios—. ¡Y me ha agarrado de la ropa y me ha zarandeado!

La solté, pero continuaba acorralándola con mi presencia.

—¿Pero usted se lo ha dicho?

—¡Estaba asustada!

Formábamos una especie de ballet. Yo avanzaba, ella retrocedía en círculo, el guardia de seguridad me agarraba de la manga.

—Sí se lo ha dicho —aclaró el abuelo.

—¿Y qué le ha dicho? —Me dirigí al anciano, que parecía el más hablador y coherente de los tres—. ¿A qué huésped le destinaron el Dixitax?

—Al señor Gomis —dijo el anciano, encantado de subvertir la autoridad vigente.

—¡Señor Merino, por favor! —exclamó la religiosa, severa.

—Está jodido, el Gomis —añadió el señor Merino, sin ocultar una interna satisfacción—. Claro que, cuando hay baile, bien que baja a rondar a la Paquita.

—¿En qué habitación se aloja? —le pregunté.

—¡No se lo diga! —exigió sor Remedios.

—¡No se lo diga! —ladró el guardia de seguridad.

—No puedo decírselo —admitió el abuelo—. Podría haber represalias. Aquí son capaces de confiscarte la dentadura postiza los días que hay bistec.

Entonces, Flor se le colgó del cuello apasionadamente, como si se le acabara de ocurrir que aquel buen hombre era su novio Adrián disfrazado. Le besó en la mejilla y se le arrimó tanto que, si el abuelo hubiera tenido treinta años menos, habría corrido el riesgo de quedar embarazada.

—Es muy urgente. Se lo pido por favor.

La monja y el guardián Carceller invertían todas sus fuerzas combinadas, desesperadamente, para despegar a la joven del anciano.

—Habitación 31, en la primera planta —confesó éste, agradecido.

—Gracias, señor Merino —y Flor le endosó otro beso. Pensé que el buen hombre seguramente iba a necesitar una buena dosis de Dixitax.

—¡Bueno, pues ahora ya lo saben! —se quejó Carceller, enfurecido—. ¡Ya lo saben! ¡Ahora ya se pueden largar!

Entonces, teatral como un mal actor, exhibí la carterita con la placa de sheriff y engolé la voz para anunciar:

—De largarnos, nada. Policía. —Hice un gesto ampuloso hacia la puerta de la calle y grité—: ¡Adelante, chicos! ¡Ya son nuestros!

Carceller, la monja y el anciano volvieron, como muñecos de feria, hacia la puerta. Yo agarré a Flor de la mano y tiré de ella hacia donde había localizado el ascensor y las escaleras. Optamos por las escaleras, de tres en tres, hacia arriba, porque los ascensores son una trampa.

—¡Eh! ¿Adónde van?

Dejamos atrás los gritos exasperados de los guardianes y la risa jocosa del anciano. Después, carreras.

Llegamos a la primera planta. Un pasillo estrecho, flanqueado de puertas. Había una marcada con el número 21, otra con el 19. Teníamos que correr hacia el otro lado. Nuestros pasos producían un estruendo insólito en aquel ambiente de hospital pútrido. Carceller nos perseguía aullando:

—¡Venid aquí, hijos de puta! —sin hacer caso de los carteles en los que se suplicaba respetar el descanso de los ancianos.

Clavamos los zapatos en el suelo y resbalamos un par de metros para detenernos delante de la puerta número 31. Me precipité sobre el pomo, lo accioné, empujamos la puerta y entramos en la habitación.

—Mierda —se me escapó.

Adrián Gornal se volvió hacia nosotros con los ojos desorbitados y boca de pez, la expresión del hombre que ha sido sorprendido en el momento más embarazoso de su vida. Con una mano sostenía la cabeza del aciano que estaba tendido en la cama, y le estaba metiendo dos dedos de la otra mano en la boca.

—¡Escupe! —le decía—. ¡Vomita!

Era un esfuerzo inútil, porque incluso para vomitar hay que tener fuerzas y al abuelo ya no le quedaban. Estaba pálido como un muerto, tenía ojos de muerto y el cuerpo rígido de muerto. A Adrián Gornal se le escapó un gemido al tiempo que pegaba un salto hacia atrás.

—¡Le he matado! —bramó—. ¡Le he matado, ya la he vuelto a cagar! ¡Soy un hijo de puta asesino, me cago en la Santa Madre Iglesia Católica y Apostólica! —Era una figura grotesca, sudorosa, aterrorizada, vestida con un mono verde con un distintivo rojo en el pecho. De pronto, tenía un frasco en la mano y nos lo mostraba como si fuera un arma con la que pretendía mantenernos a raya—. ¡Nunca podrás perdonarme, Flor! ¡Soy un asesino! ¡Estoy maldito! ¡Le he matado yo, Flor! ¡No me mires así, Flor, no me mires así!

Flor Font-Roent, naturalmente, chilló «¡Adrián!» en el tono más melodramático de su repertorio. Y, por una vez, tenía razón.

Yo no sé qué pensaba hacer, porque en aquel momento no estaba pensando. Sólo sé que nos lanzó el frasco de Dixitax a la cabeza, nos agachamos como si temiéramos que estuviera lleno de algún material explosivo, y él aprovechó la ocasión para volverse hacia la ventana por la que había entrado.

Yo salté hacia delante alargando el brazo para agarrarlo pero mi pie tropezó con otro pie que un segundo antes no estaba allí y perdí el equilibrio y me vi sobre la cama, de bruces sobre el pobre difunto. Adrián ya había pasado una pierna por encima del alféizar, ya pasaba la otra y tuve la sensación de que se dejaba caer en el vacío. Mientras yo me levantaba, hacía aspavientos de asco alejándome del muerto y llegaba a la ventana, Adrián Gomal ya había recorrido una cornisa, se había dejado caer sobre el tejado de un edificio anexo y, desde allí, no le costó nada saltar al asfalto y perderse corriendo por entre los coches aparcados.

Me volví hacia Flor y la vi rígida como un poste.

—¡Perdóname, Ángel, perdóname! ¡Ha sido un impulso irrefrenable! ¡Adrián no se merece la cárcel! ¡Es un buen chico!

Detrás de ella, en el pasillo, sor Remedios se persignaba y el vigilante Carceller ladraba por el móvil.

—¿Policía? ¡Un asesinato! ¡Vengan inmediatamente!

Escena 5

Utilicé el móvil para llamar a Palop.

—Tenemos otro muerto —le dije—. Y también está implicado Adrián Gornal. 1 le pensado que te interesaría.

—Claro que me interesa. Te envío a Soriano.

—No jodas, Palop. Esto es un poco complicado. ¿No podrías venir tú?

—¿Complicado? —me preguntó.

—Y que te acompañe Monzón, también, que le gustará el festival que tenemos montado.

—¿Que le gustará el festival que habéis montado? —repitió el comisario, burlón—. ¿En qué lío te has metido ahora, Esquius?

Entretanto, Flor y la monja casi habían llegado a las manos. Tuve que separarlas. Sor Remedios decía a gritos que había visto perfectamente, con sus propios ojos, cómo el señor del mono verde asfixiaba al señor Gomis metiéndole las manos en la boca, y que había oído, con sus propios oídos, cómo confesaba la tira de asesinatos y estaba dispuesta a declarar, de propina, que Flor había contribuido a la fuga del asesino poniéndome la zancadilla. Flor, exaltada, perdido todo asomo de compostura, le exigía que dejara de decir tonterías bajo la amenaza de romperle la cara.

Me vi obligado a poner paz y distancia entre las dos y, durante los veinte minutos que la policía tardó en llegar, permanecí abrazado a mi dienta para calmarla y contenerla. Y ella estuvo empapándome la camisa, como si fuera un pañuelo, en un estado catatònico tal que hacía temer que hubiéramos de esperar cien años hasta que regresara el Adrián Azul a despertarla con un beso de amor.

Antes que la policía, llegó la directora del geriátrico, señora Bartrina, una mujer envarada, rígida, dura, automática y disfrazada con premeditación de institutriz mala de cuento. No se le pasó por la cabeza subir a la habitación mortuoria. En cuanto entró, desde el umbral de la puerta, señaló acusadora a la monja y al guardia de seguridad, con un dedo que podría servir como arma incisivo-punzante, y ordenó con un ladrido:

—¡Tú y tú! ¡Pasad para dentro! —Aquel establecimiento parecía una perrera.

A Flor y a mí nos dio la impresión de que ni nos miraba. Pero nos tenía en cuenta, ya lo creo que nos tenía en cuenta. Yo diría que los gritos que oímos a través de la puerta de su despacho estaban dedicados a nosotros.

—¿Policía? —la oímos aullar—. ¿Que habéis llamado a la policía? ¿Estáis locos? ¿Es que queréis hundirme el negocio? ¿Hay indicios de violencia? ¡Pues el viejo se ha muerto porque se tenía que morir, y se acabó! ¡Llamamos a nuestro médico, que firme el certificado de defunción y asunto concluido! ¡No es el primer abuelo que se nos muere, por el amor de Dios!

En seguida, se abrió la puerta de golpe y el dedo nos atacó a Flor y a mí.

—¿Quieren pasar un momento, por favor? —nos soltó.

Obedecimos, sumisos. Encerrados en aquel despacho, me sentí como en una especie de reunión de un comité de crisis.

La señora Bartrina era una persona pragmática, expeditiva, rigurosa y disciplinada como un coronel inglés.

—¿Usted es policía? ¡Identifíquese!

—Soy detective privado —dije, en un tono de voz bajo que pretendía pedir calma y respeto. Le mostré mis credenciales de detective privado. Si me pedía la placa de sheriff, no estaba dispuesto a mostrársela.

—¿Y a qué viene tanto escándalo? —me desafió, alzando la barbilla—. Un viejo ha muerto de muerte natural. ¿Y qué?

—Había un hombre…

—El señor Gomis era mayor, estaba aquejado de una insuficiencia cardíaca. ¿Sabe cuántos viejos se mueren, cada mes, en este centro?

—Había un hombre que le estaba metiendo la mano en la boca…

—¿Un hombre? —despectiva.

—Sí, un hombre que estaba metiendo la mano en la boca del viejo cuando nosotros hemos entrado en la habitación.

—¿Está seguro?

—Sí, y se nos ha hecho un poco sospechoso.

—¿Un hombre? ¿Una mano en la boca?

—Por eso, su guardián, aquí presente, ha llamado a la policía…

—¿Dónde está ese hombre? ¿Hay señales de violencia? ¿La lengua fuera, color violáceo en la piel, marcas de dedos o de cuerda en el cuello del difunto? ¡No entiendo por qué tenemos que llamar a la policía! ¿Un hombre? ¿Qué hombre? ¿Dónde está ahora este hombre?

La señora Bartrina paseó la mirada por encima de las cabezas de sor Remedios y del señor Carceller, que enseguida empezaron a protestar, con voces agudas. Como si hubieran sido iluminados por una revelación divina, cambiaron de inmediato la versión de los hechos. Ellos habían visto a un hombre con un mono verde en la habitación del señor Gomis, sí, pero no recordaban que tuviera los dedos dentro de la boca de nadie. Y aquel hombre había salido por la ventana, sí, pero esto no tenía por qué extrañarnos tanto, dado que, por lo visto, también había entrado por aquella ventana.

La propietaria y directora del geriátrico se plantó delante de nosotros con una actitud que recordaba a la del director de Auschwitz dando la bienvenida a los nuevos reclusos.

—Un ladrón —dictaminó—. Ha entrado un ladrón y miraba si el pobre señor Gomis tenía dientes de oro. Pero, cuando un ladrón actúa así, es porque ya ha encontrado a la víctima muerta… —Experta en ladrones de dientes de oro—. Hasta que se demuestre lo contrario, el señor Gomis habrá muerto de muerte natural, como todos los matusalenes que se mueren en esta institución.

Me mantuve en silencio, con una sonrisa entre complaciente e insolente, y me reservé para cuando llegara la policía.

Que llegó en aquel preciso momento, haciendo sonar las sirenas.

Antes de abrir la puerta para salir a recibirlos, la señora Bartrina reiteró que, para ella, no había ninguna duda de que el señor Gomis había muerto de muerte natural y añadió que estaba dispuesta a hacer cualquier cosa con tal de salvar su negocio.

La vimos salir de la residencia haciéndole señales con los brazos al coche de policía como si estuviera tratando de detener una caravana compuesta por miles de personas.

—¡No pasa nada! —decía—. ¡No pasa nada! ¡Falsa alarma, falsa alarma!

Dos policías uniformados bajaron del coche y hablaron con ella. Los tres entraron en el edificio, pasaron ante nosotros y se dirigieron al primer piso, por las escaleras. Me sumé a la comitiva y escuché con atención las precipitadas explicaciones de la señora Bartrina. Afirmaba que el difunto señor Gomis tenía que tomarse la pastilla de Dixitax a las siete en punto y que no había ninguna monja ni enfermera encargada de recordárselo porque el señor Gomis era obediente, escrupuloso y maniático con los horarios. En realidad, desde que había llegado a la residencia, siempre se había medicado personalmente a las horas señaladas sin ningún problema.

Cuando uno de los agentes me miró de reojo, le dije amablemente:

—Ahora, vendrán el comisario Palop, jefe del GEPJ, y el jefe de Homicidios y Monzón, de la Científica. —La señora Bartrina se quedó clavada en el sitio—. Lo digo para que procuren no tocar nada de la escena del crimen.

—¿Escena del crimen? —exclamó la señora Bartrina, indignada—. ¿Pero qué escena del crimen? ¿Pero qué está diciendo? ¿De qué está hablando? ¡Este hombre está loco!

—Hay indicios de criminalidad —me dirigía, en confianza, a los policías, ignorando a la histérica—. Más vale no contaminar la escena del crimen.

Había entonces una serie de televisión muy popular llamada
C.S.I.
, protagonizada por la policía científica, donde acostumbraban a hablar muy en serio de la contaminación de la escena del crimen y otros tecnicismos. Los dos policías se sintieron importantes ante aquella expresión que les elevaba a la categoría de protagonistas televisivos. Tan importantes se sintieron que me miraron con hostilidad y me hablaron de mala manera:

—¿Y usted quién coño es?

—Un detective que ha venido a liarlo todo —me presentó la
madame.

—Identifíquese.

Me identifiqué.

Cuando nos hallábamos en la habitación 31, delante del cadáver del viejo Gomis, solté:

—Este hombre estaba siendo objeto de una agresión cuando yo he llegado, acompañado de una monja, un guardia de seguridad y de esta señorita —Flor no se apartaba de mi lado, callada y encogida.

—¿Pero qué dice? —balbució la señora Bartrina, con voz débil.

—Y ahora está muerto.

—Muerto de muerte natural, por el amor de Dios. Este hombre era cardiópata, tenía los días contados.

—La llamada del guardia de seguridad se ha debido a estas irregularidades.

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