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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

Con los muertos no se juega (49 page)

BOOK: Con los muertos no se juega
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—Venga, venga, papá, que el arroz ya se estará pasando.

Le di dos besitos.

—Hum, qué bien huele. Mira, te he traído esto. Pon el cava en fresco…

Venga, a la mesa, a la mesa —dijo ella.

También di dos besitos a Ori, que luchaba con los niños para confiscarles la bolsa que yo les acababa de regalar.

—Venga, hombre, Ori, deja a los niños, que un día es un día.

—Es que les vicias, caramba.

Y estreché la mano de un chico vestido con guerrera militar y la cabeza rapada que no se parecía nada al Ernesto compañero de Monica que yo conocía.

—¿Y
tú eres…?

—El Bastia —dijo, muy contento de exhibir un nombre tan bestia. Le faltaba un incisivo y su mano cubrió la mía y no me la aplastó ni nada—. Yo vengo con Monica. Usted es el detective, ¿verdad? Ostras, qué demasiado, tener un viejo detective.

Ah. Y también estaba María. Aquella amiga de Monica, la del gimnasio, la que tenía un restaurante. La mujer tímida, de pelo rizado y corto, la doctora en filología inglesa que había hecho una tesis sobre Raymond Chandler. Aquella maravillosa María que tenía unos ojos de mirada limpia y directa, ojos que parecían haber llorado mucho, que habían aprendido a llorar llorando.

Ostras, María.

—Ah. María. Qué sorpresa.

Me pareció que el resplendor de aquella mirada se oscurecía un par de tonos. No me lo perdonaré nunca.

Aquélla era la sorpresa que Monica me tenía reservada.

También le di dos besos, y cerré los ojos un instante, aspirando aquel perfume tan delicado, tan sensato, como si lo quisiera guardar en el recuerdo, para mis noches de soledad. Le apreté las manos y me hubiera gustado asegurarle, al oído, que aquello no era lo que parecía.

—Eeeeh —dije, probablemente con muchas más «es» de las que hago constar aquí—. Eeeeeeeeh… Os presento a Flor, una amiga.

Escena 3

Otra tal vez hubiera salido del piso pegando un portazo, o se hubiera sonrojado y hubiera caído en el pozo de una depresión difícil de disimular, o hubiera permanecido callada durante el resto de la comida, mirando fijamente el plato mientras se ensañaba con la carne con ferocidad. O quizá se hubiera dirigido a mi acompañante escupiendo veneno: «Oh, nena, qué mona, ¿de qué vas? ¿Cómo se llaman las que juegan a golf? ¿Golfas? ¿Golfistas? ¿Habéis hecho muchos agujeritos, hoy?»María, en cambio, tuvo un comportamiento tan admirable que Flor ni siquiera sospechó que Monica la había convocado allí con la esperanza de casarla conmigo.

—¿Puedes venir un momento a la cocina, papá? —me gritó Monica mientras Silvia servía el arroz—. ¡Ayúdame a traer esto!

Caí en la trampa. En cuanto entré en la cocina, mi hija cerró la puerta y me echó encima la caballería.

—¡Cómo te has atrevido! ¡Mira que te he avisado!

—¿Avisado? ¿A mí? ¿De qué?

—De qué, de qué, ¿de qué? De que vendría María.

—Tú no me has dicho que vendría María.

—¡Te pregunté si te gustaría volver a ver a María y me dijiste que sí! ¡Y, ahora hace un momento, por teléfono, te he dicho que te habíamos preparado una sorpresa!

—¡Creí que querías decirme que estabas embarazada!

—¿Embarazada? ¿Yo?

—¿Qué quieres que te diga? Es lo primero que me ha pasado por la cabeza.

—¿Embarazada? ¿Yo? ¡Pero, pero…! Tú estás loco. ¿Qué clase de detective eres? —Y con aquella gravedad que convertía pequeños contratiempos en cuestiones de Estado—. Papá: estoy muy preocupada, te lo digo en serio. De un tiempo a esta parte, estás extraño, diferente, vives en las nubes. Me haces sufrir. ¿Ya miras, antes de cruzar la calle? ¿Qué va a pensar de ti María? —Tendría que haberle dicho que ya era demasiado tarde para hacer aquella pregunta. María tal vez me había visto morreándome con una chiquilla, debajo de su casa, el día de nuestra primera cita. Y me había visto huir con la misma chiquilla el día de nuestra segunda cita. Y hoy, la presencia de Flor ya había sido definitiva. María era un caso perdido—: Le dije que sabías que estaba invitada, porque, si no, ella no se habría atrevido a venir.

—Ah —volví a la realidad—, le dijiste que yo sabía que ella venía. Perfecto.

—Ah, ¿te sabe mal? ¿Porque también te la querías tirar? ¿La tenías en la reserva? ¿Primero, este adefesio, y después María…?

—No es un adefesio.

—Por cierto, ¿de dónde ha salido, el adefesio?

—Es una dienta, y no es un…

—¡Ah, porque ahora te tiras a las dientas!

—¡Oye, nena…!

—¿Quién es?

—Se llama Flor Font-Roent . ¿Te suena el apellido?

—¡Venga, papá! ¡No fastidies! ¿A tu edad y quieres pegar un braguetazo?

—¡Oye, nena!

—¿Venís o no? —me salvó Silvia.

O a lo mejor era una forma de pedir auxilio porque Flor, desinhibida y cautivadora, había roto el hielo empezando a contar los motivos de nuestro retraso.

—…Estábamos interrogando a una pareja de pervertidos. Bueno, ya estaréis advertidos de la fascinación y la trepidancia que impregna el trabajo de Ángel. Eran una pareja de sadomasoquistas. El ha podido escapar, pero a ella la hemos podido apretar las clavijas bien fuerte porque estaba atada a la cama, completamente desnuda, esposada, en posición fetal, el culo bien levantado, en una situación francamente patética…

—¿Qué quiere decir pervertido? —preguntó la pequeña Aina.

Nadie le contestó.

María, que notaba mi desasosiego, intervino, providencialmente:

—¿Y ya has descubierto quien mató a Marlowe?

—Ah, bueno, sí.

Recordé que llevaba en el bolsillo las notas que había tomado la noche antes, sacando datos de Internet. Y se me ocurrió que sería un tema ideal para distraer la atención de todos los presentes. Tendría que haber tenido en cuenta que no era un tema para debatir en una mesa ocupada por dos gemelos que querían llamar la atención golpeando el plato con los tenedores, y una madre que quería hacerles callar al mismo tiempo que atendía a los invitados y buscaba el halago de cocinera, y un Ori que tenía mala conciencia si no la ayudaba a hacer el papel de buena anfitriona, y un Bastia obstinado en convencernos que era el compañero ideal de Monica a base de explicar chistes. Fue una exposición un poco accidentada pero me parece que triunfé delante de las únicas personas con quien quería quedar bien de toda la mesa. María y Monica.

Bueno, con Flor también quería quedar bien, es verdad, de hecho había elaborado mi teoría pensando en ella. Sí: mi auditorio natural, en aquella mesa, se componía de tres personas. Los otros suponían un estorbo.

—Ah, bueno, sí —murmuré mientras sacaba los papelorios del bolsillo—. En realidad, lo que creo que he dilucidado ha sido el misterio del asesinato de Christopher Marlowe…

—¿Christopher Marlowe? —se sorprendió María.

—Sí —dijo Flor—. Es un poeta inglés, del siglo XVI, contemporáneo de Shakespeare…

—…Autor de poemas como
Hero y Lander
, o de obras teatrales como
Eduardo Segundo, Tamerlán, La historia trágica del doctor Fausto
o
El judío de Malta
—le replicó la doctora en filología inglesa.

—Ah, sí —se cortó Flor—. Sí, aproximadamente.

—¡Anda, Chéxpir! —saltó el Bastia—. ¡Éste lo conozco, Chéxpir! ¡Se escribe Chaquespeare! Y había un tío que, en una conferencia, decía Chaquespeare, y otro le dijo: «¡Joder, tú, que se pronuncia Chéxpir!», y el otro tú, dice «¿Chéxpir? ¿Quieres Chéxpir?», ¡y le endosó el resto de la conferencia en inglés, tú!

Se quedó descansado y nosotros lo ignoramos.

—¿Sabes, Ángel —dijo María, buscando la complicidad—, que Raymond Chandler puso este apellido a su personaje precisamente inspirándose en el poeta?

Y yo:

—Ah, no. No lo sabía. —Y continué, con los ojos clavados en los ojos de María, calculando inconscientemente cuántas posibilidades tenía de recuperar, mantener e incluso aumentar nuestra amistad—: Le había estado contando a Flor que me parecía muy extraña la muerte de Marlowe…

—No eres el único —dijo María, animándome con el gesto, a continuar hablando y continuar mirándola como lo hacía.

—¿Qué os parece el arroz? —preguntó Silvia.

—Muy bueno, exquisito. Le había expuesto la tesis, a Flor, la tesis más plausible, de que todo hubiera sido un montaje: el encuentro, la pelea, el asesinato. Él y sus amigos habrían interpretado aquella comedia que acababa con la muerte de Marlowe porque, de aquella manera, se libraba del juicio, de la cárcel, de la tortura y de la horca y, al mismo tiempo, del acoso de todos sus enemigos.

Corroboró María:

—Es lo mínimo que se puede esperar de un hombre como Marlowe que, aparte de excelente escritor, era uno de los hombres más inteligentes de la época, polifacético, considerado un igual por los matemáticos más afamados, y con una facilidad casi sobrenatural para los idiomas.

Entretanto, la pequeña Aina tiraba su plato de arroz al suelo chillando: «¡Caca! ¡No quiero!» y el pequeño Roger se quedaba dormido metiendo la cara dentro de su plato, y Silvia y Ori intercambiaban comentarios atribuyendo aquel comportamiento al hecho de que los niños se habían comido todas las golosinas que yo les había regalado.

—Sí —intervenía Flor—: Dice que habían ejecutado a un joven de su edad cerca de allí y aún estaba colgado de la horca, y aprovecharon el cadáver para simular el asesinato…

—Ostras —intervino de repente Bastia—. Esto se parece al asesinato de Kurt Cobain, de Nirvana. Dijeron que era un suicidio, pero…

Nadie le hizo caso y María habló sobreponiendo prácticamente sus palabras a las de él:

—No hay otra forma de explicar el misterio de cómo pudo Marlowe escribir el poema
Hero and the Lander
, que hace referencias evidentes al
Venus y Adonis
de Shakespeare, cuando es sabido que Marlowe ya estaba supuestamente muerto cuando Shakespeare escribió
Venus y Adonis
. Las alusiones al exilio y a la frustración de tener que renunciar al propio nombre, en obras posteriores de Shakespeare, son otros indicios de que Marlowe no murió cuando se dice y que mantuvo algún tipo de relación con Shakespeare. Forma parte de aquella polémica sobre si las obras de Shakespeare las escribió Edward de Vere, o sir Francis Bacon, o el mismo Marlowe…

—Ésta es la teoría más extendida entre los que defienden que Marlowe no fue asesinado —le concedí—, pero yo he elaborado otra que me parece más convincente. De hecho, ahora ya estoy convencido de que a Christopher Marlowe no lo mató nadie sino que murió a los cincuenta y dos años, de muerte natural. Lo que me interesa más es quién murió en su lugar.

—¿Tú quién piensas que fue? —preguntó María, muy interesada.

—Los putos raperos, tío. Los putos raperos que no podían soportar el éxito de la música
grunge
—dijo el Bastia, en un nuevo intento de imponer su tema de conversación.

Con la cabeza como un timbal, solté un profundo suspiro, le dediqué una mirada de perro a punto de morder a Bastia y me dirigí a Silvia con un tono que sugería que me encontraba a punto de cometer un asesinato familiar:

—¿No convendría que estos niños hicieran la siesta?

Mi nuera en seguida entendió la indirecta y se puso a dar palmadas y a chillar:

—¡Es verdad! ¡Venga, niños, a dormir!

Eso provocó una inmediata protesta de «¡No tengo sueño!», a cargo de Roger, que hacía un minuto que estaba durmiéndose sobre el plato de arroz. Se produjeron unos cuantos gritos y unas carreras por el pasillo, perseguidos los niños por la madre.

Sin mostrar ningún tipo de irritación, mientras preguntaba a María «¿Qué decías?», me levanté y cerré la puerta. De reojo, observé que Bastia había adoptado una actitud de alma ofendida y maltratada, como esperando que le suplicásemos que nos expusiera con todo detalle su teoría sobre el asesinato de Kurt Cobain.

María repitió la cuestión:

—Dices que a ti te interesa quién murió en lugar de Marlowe, y yo te pregunto: ¿quién crees que fue?

—Antes de responder a esta pregunta, permíteme que te hable de Shakespeare. ¿Qué sabemos de William Shakespeare? Poca cosa. Ayer por la noche estuve investigando en Internet y comprobé que casi no sabemos nada. Que nació en Strafford-Upon-Avon, que
probablemente
fue al colegio hasta los diez o doce años, que
posiblemente
se casó con Anne Hathaway y tuvo tres hijos… Y que, en un determinado momento, apareció en Londres para ejercer como actor, director, autor y empresario de teatro. Se sabe poca cosa, y todo hipotecado por «quizás», «probablementes» y «posiblementes». Incluso los ocho o diez años que precedieron a su aparición más o menos contrastada en Londres, a principios de la década de 1590, son conocidos por sus biógrafos como «los años perdidos», porque no se sabe nada de nada.

—¿Queréis un poco más de arroz? —preguntó Ori, bastante inoportuno.

—No, gracias.

Nadie quería más.

—Entonces, traigo la carne, ¿qué os parece?

—Sí, sí, trae la carne. Para ser el mejor autor de la época, sus contemporáneos hablan bien poco de Shakespeare. Se habla mucho de Thomas Nashe, de Marlowe, de Thomas Kyd, de Ben Johnson, de John Lyly… —Yo iba consultando las notas que me inspiraban—, pero sobre Shakespeare dicen muy poco y lo poco que dicen es de una manera indirecta. Ben Johnson le nombró pero sin citar el nombre. Robert Greene también, pero…

—Tienes razón —dijo María—. Robert Greene hizo un juego de palabras para componer el apellido de Shakespeare…

—…Hacia el año 1592 —le apunté, porque lo podía leer en mi chuleta—, un año antes del presunto asesinato de Marlowe.

Y ella:

—El dramaturgo Robert Greene advertía sobre un actorcillo engreído que se creía capaz de emular a los grandes dramaturgos de la época, un autor que les plagiaba…

—«Se viste con nuestras plumas» —añadí, citando a Greene textualmente.

—…Y que producía material poco original y de poca calidad. En realidad, afirmaba que a quien más plagiaba este Shakespeare era precisamente a nuestro Marlowe. Las primeras obras de Shakespeare eran Marlowe puro.

Yo asentía con la cabeza, encantado de contar con la aprobación de María. Éramos almas gemelas, sin duda.

Ori había traído la carne y la estaba sirviendo.

—Tenéis que decirme qué os parece. Es
faux-filet
, cocinado personalmente por María.

—Ah —dije metiéndome un trozo en la boca—: está exquisito, María.

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