Read Con los muertos no se juega Online

Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

Con los muertos no se juega (53 page)

BOOK: Con los muertos no se juega
2.52Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—La policía está a punto de detenerlo y no quiero que encuentren en su casa las fotografías donde se ve mi ex prometido, que en gloria esté, profanando a mi poeta predilecto. Si la policía las encuentra, nadie podrá evitar el escándalo.

Una eternidad después, apareció la recepcionista con la guía provincial. Me temblaban los dedos mientras la consultaba. El lamoso traumatólogo no era el único Barrios que residía en Sant Cugat pero, al leer las direcciones, recordé y reconocí la suya. Abrumado por un tremendo sentimiento de urgencia, la subrayé con bolígrafo (y la recepcionista dijo: «Eh, oiga, que no se puede, imagínese que todo el mundo lo hiciera…»), arranqué la página («¡Eh, oiga, guardia, guardia!») y salí disparado.

¿Qué más podía pasar? Pues lo que pasó. Que en la parada de taxis del hospital no había taxis. ¿Desde cuándo no quedan taxis en un hospital, a las siete de la tarde de un sábado? Desde que nació el señor Murphy, supongo. Corrí hasta la siguiente avenida del Doctor Andreu y, mientras corría, jadeando como un agonizante, recordé la existencia del teléfono móvil. Se me ocurrió que aún podía convencer a Flor de que desistiera de su proyecto, pero una voz imbécil me notificó que el aparato estaba fuera de servicio. Aquello multiplicó exponencialmente mi angustia.

Y no había taxis a la vista.

Llamé al móvil de Palop. Desconectado.

De repente, me vi con la obligación de ponerle la zancadilla a una anciana para apropiarme de un taxi que ella había visto primero.

—¡A Sant Cugat! ¡Como una bala! Le daré cincuenta euros si llegamos en un cuarto de hora.

El taxista no se tomó la molestia de arrancar.

—Imposible. En un cuarto de hora no llegaríamos ni en avión. Si éstas son sus condiciones, ya puede apearse del coche.

Y la viejecita golpeaba con los puños al cristal de la ventana.

Le concedí al taxista el punto intermedio de llegar «tan pronto como fuera posible», que a él le garantizaba los cincuenta euros y a mí no me garantizaba nada, y arrancó.

Para entretener el viaje, llamé a Jefatura preguntando por el comisario Palop, diciendo que yo era Esquius y que tenía novedades sobre el caso del asesinato de la calle Pemán. Me dijeron que esperase y por sorpresa me encontré hablando con el inspector Soriano.

—Esquius —dijo con voz de domador que se dirige a un león que se le ha meado encima.

—Soriano…

—Esquius, la madre que me parió, escúcheme.

—¡No! ¡Escúcheme usted! ¡Es una urgencia! —Él no paraba de protestar tratando de sobreponer su vozarrón al mío, pero yo me impuse con un grito—: ¡Sé quién es el asesino de Adrián Gomal, joder! ¡Es el doctor Eduardo Barrios, y vive en Sant Cugat! —Le dicté la dirección—. ¿Lo ha apuntado? ¿Sí? ¡Pues, coño, espabile y haga que la policía municipal de Sant Cugat vaya inmediatamente a esa casa, porque el doctor Barrios está a punto de cometer otro asesinato!

En el breve silencio que siguió casi pude ver su boca abierta y sus ojos alborotados. No podía creerse que le estaba gritando.

—No me maree, Esquius —respondió—. ¡No me volverá a tomar el pelo! ¡Es usted quien tiene que venir a Jefatura ahora mismo, sin más dilación!

—¡Le estoy diciendo que ese cabrón está a punto de cometer un asesinato, y usted sabe que, cuando yo digo que puede haber un muerto, hay un muerto!

—¿Otro muerto, Esquius? —dijo Soriano con una mezcla de sarcasmo y mala leche, pero más suave que antes—. De acuerdo. Pronto nos veremos.

Exhalé un suspiro, me dejé caer en el respaldo y, repatingado, cerré los ojos.

Si Soriano hubiera llamado a la policía local de Sant Cugat en aquel mismo momento, habrían llegado mucho antes que yo. Habrían irrumpido en la casa del doctor Barrios, le habrían puesto manos arriba, le habrían esposado y, tanto yo como el inspector Soriano, al llegar, nos habríamos encontrado todo el trabajo hecho.

Pero, cuando el taxista detuvo el taxímetro, en aquella zona del pueblo no había ningún coche de policía y reinaban un silencio y una quietud de cementerio. El único coche que había aparcado delante de la casa, aparte del taxi, era el mío.

Pagué con los cincuenta euros prometidos pero el hombre que me había conducido hasta allí no se dio por satisfecho. El había entendido que serían cincuenta euros de propina, además del importe de la carrera.

Otro cabrón: él sabía que no podía entretenerme discutiendo.

Después de oírme decir que estaba dando caza a un asesino y que había una persona en peligro, ni siquiera se le ocurrió ofrecerme su ayuda. Supongo que no me había creído.

La gente no cree estas cosas.

Escena 3

Salté la valla del jardín, con el corazón en un puño, mientras me cagaba en Soriano y en toda su parentela y me maldecía por no haber llamado directamente al 112, y corrí hacia la casa temiendo que alguien me viera desde una ventana. No olvidaba que el doctor Barrios tenía una escopeta de caza y que ya la había usado para acabar con Adrián.

Justo cuando me pegaba a la pared de la casa, fuera de la vista de cualquier vigía,
Sharazad
, estuvo a punto de matarme. Se puso a ladrar con tanto furor que tanto yo como mi corazón pegamos un triple salto mortal, a un milímetro escaso del infarto.

La perra estaba atada y parecía que se había vuelto loca, estirando de la cadena que le ceñía el cuello como animada por la idea de suicidarse por estrangulamiento. Pensé que aquel sistema de alarma habría advertido a quien estuviera dentro de la casa de la llegada de intrusos. Presté atención y, al no percibir ningún movimiento ni reacción en el interior de la vivienda, concluí que, a veces, los perros ladran porque ven volar una mariposa.

Empecé a recorrer el perímetro del edificio buscando una entrada alternativa, como aquella puerta del garaje de casa de Virtudes Vila, hasta que, en la parte de atrás, encontré una ventana que daba a la cocina. Era corredera, metálica y tan fácil de abrir que habían recurrido a una reja para disuadir a los ladrones. En aquel momento, sin embargo, la reja no estaba cerrada. Sujeté el marco de una hoja de la ventana con las manos y lo sacudí sin miramientos. Había vivido en una casa donde aquel método me había solucionado muchas veces el problema de haberme dejado las llaves en el interior. Bueno, aquella ventana no era tan dócil. No se abría. Y Flor estaba dentro de aquella casa, en manos de un asesino loco y armado. Insistí e insistí mientras expulsaba mucho más aire del que me cabía en los pulmones. Pensaba cosas tan elaboradas como «Mierda, mierda, mierda», así, muchas veces seguidas. Poseído por la angustia, y por la sensación de urgencia, y el miedo de haber llegado tarde, golpeé la ventana como si hubiera decidido arrancarla del marco.

Al final, cuando saltó el pestillo de seguridad, casi no me lo creía. Me colé en una cocina como de ciencia ficción, tan limpia y ordenada que el doctor Barrios habría podido operar sobre la mesa de metacrilato mientras su dignísima y cornuda esposa preparaba un filete Stroganoff en la placa de vitrocerámica. Las luces estaban apagadas y empezaba a oscurecer. Cautelosamente, con todos los sentidos alerta, salí al vestíbulo forrado de madera de sicomoro, de donde arrancaba aquella escalera de caracol que subía por el interior del cilindro de cristal, que era como una columna de luz.

Me detuve, mirando hacia arriba, atento a un lejano rumor de voces.

Fruncí el ceño y empecé a subir, poco a poco y sin hacer ruido. Era un discurso monótono, como si alguien se hubiera dejado una radio encendida. Pero, si fruncí el ceño, fue porque, primero, el timbre de la voz me sonó conocido y, unos cuantos escalones más arriba, ya lo reconocí sin lugar a dudas. Cuatro escalones más y ya entendí lo que decía.

—«…Hoy he sentido — que dura la vida más allá del cuerpo — y de sus sentidos; he visto un viejecito — con cara enternecida y alegres criaturas — de repente entristecidas…» Cuando mis ojos superaron la altura del peldaño más alto, les pude ver. La puerta del despacho estaba abierta. El doctor Eduardo Barrios estaba sentado en un sillón, con la cabeza gacha, la frente apoyada en la mano izquierda, como si estuviera meditando lo que oía o como si ya no pudiera soportar más aquella situación. La mano derecha estaba sobre el gatillo de una larga escopeta de caza que descansaba sobre una mesita. Los cañones apuntaban en mi dirección. Al lado del médico, en una butaca gemela, Flor le estaba recitando un poema que, después, supe que era de Maragall,
Lo divino en el Jueves Santo.

—«…He visto unos guerreros — armados de punta en blanco delante de un cordero — rendir las espadas…» Yo continuaba subiendo. Un paso más, y otro, y otro. Y ellos no me veían. Junto a la escopeta había un cuchillo de cocina de grandes dimensiones.

—«…He sentido las brasasdel Amor Divino — en el Jueves Santo…»El doctor Barrios asintió, y levantó la vista exclamando, muy impresionado, que aquello era bueno, que era muy bueno. Entonces, me vio.

Tuvo un sobresalto, tuvimos un sobresalto todos, agarró la escopeta, Flor gritó «¡No!» y salió el tiro.

Como si hubiera explotado una bomba allí en medio.

Yo vi el fogonazo, como un flash de cámara fotográfica, y me tiré al suelo mientras el mundo se derrumbaba en forma de una lluvia de cristales, cerámica, confeti y yeso del techo.

A continuación, por encima del silbido que se me había instalado en los oídos, oí que el doctor Barrios se lamentaba, y que Flor le reñía. En seguida, al levantar la vista, comprobé que el doctor no deploraba su falta de puntería sino algo más concreto. Quizá que la vida le hubiera empujado a una situación tan lamentable como aquélla.

—Coño, coño, coño —decía.

Había agarrado el cuchillo de cocina y lo dirigía hacia Flor, que gimoteaba:

—Hombre, Eduardo, que habíamos dicho que no lo volverías a hacer…

Me levanté poco a poco.

—Doctor Barrios —dije con voz menos segura de lo que me hubiera gustado—. La policía está a punto de llegar. Y lo saben todo. No añada más cargos a los que ya tiene en contra.

—No tengas miedo —decía Flor—. No hará nada. No va a pasar nada. ¿Verdad que no va a pasar nada, Eduardo?

El doctor bajó la mano armada y el cuchillo quedó apuntando al suelo, al final de un brazo vencido.

—No soy un asesino —dijo.

—No es un asesino —confirmó Flor, comprensiva y protectora—. Bueno, no mucho.

—Todo lo hice sin querer, lo hice sin querer…

—Deje el cuchillo —le aconsejé.

Di un paso pero clavó en mí sus ojos inmensamente tristes, y me detuve.

—Todo lo hice por amor. —Le temblaban los labios.

—Ven aquí, Flor.

—Está muy deprimido, el pobre…

—Sí, sí, pero tú ven aquí. Aléjate de él.

El cuchillo se puso en erección otra vez, y hasta se acercó más a Flor. Ella soltó un chillido. Creo que yo también.

—¡No! —dijo él.

—¡Quieto, quieto, quieto, Eduardo! —dijo Flor, alarmada. Y añadió, dirigiéndose a mí, pero sin apartar la vista de la hoja afilada—: Me lo ha contado todo. Todo lo ha hecho por amor. Le he pedido las fotografías, y dice que las ha destruido… Bueno, después me ha dicho que no las había destruido y que me proponía un trato… Las fotografías a cambio de su libertad, pero ahora dice que las ha destruido…

—¡Pues claro que las he destruido, joder! —estalló de repente aquel prohombre convertido en hombrecillo—. ¿Qué queríais que hiciera? Una vez muerto Adrián Gomal, sólo podían traerme complicaciones.

—¿Me lo dices de verdad? —Flor se retorcía las manos.

—Doctor, deje el cuchillo —dije.

Di un paso hacia él. Y otro.

—No soy un asesino —proclamó de repente el doctor Barrios, levantando la voz con orgullo.

—Bueno, un poco, sí —matizaba Flor.

—Estas manos… —de pronto, el médico vibraba de emoción— estas manos han salvado muchas vidas. Jamás se me habría ocurrido pensar que podrían llegar a matar a alguien.

—Mira, así es la vida —era el intento de Flor para apaciguarlo.

—Hasta que alguien como Ana Colmenero te incita —dije yo— y no puedes negarte.

—Marc Colmenero era un cabrón —protestó el asesino—. Usted no sabe lo que le hizo a su hija. Qué sabrá usted. —Ahora sí, me miró con ojos de loco y dijo, como si eso pudiera justificarlo todo—: Nos queremos.

—Oh, dios mío —dijo Flor—. Es que es muy fuerte. Es que se quieren. Esto sí que es Inerte.

Yo me acordaba de Ana Colmenero encerrada en aquella mansión, amargada, ahogada en fracaso y frustración, con aquellos dos gigolós que no le servían de nada, colgada de la botella de Cutty Sark. ¿Amaba a Barrios o simplemente lo había utilizado? Tal vez había sido una combinación de ambas cosas. Probablemente, no se había inventado los malos tratos de su padre con el único objetivo de calentarle la cabeza a su amante por la simple codicia de heredar una fortuna. Pero estaba claro que el afán de lucro formaba parte de aquella amalgama de sentimientos. Y, si acaso hubo amor de por medio, a partir del asesinato las cosas se habían torcido, ella había descubierto que la muerte de su padre no era la liberación que imaginaba y la distancia que les impuso la prudencia, en lugar de atizar el fuego de la pasión, lo había ido atenuando, había convertido la hoguera encendida y vibrante en un montón de brasas esparcidas y sucias.

—Fue un momento de locura. El accidente de Marc Colmenero, la oportunidad que surgió de repente de manera imprevista, la improvisación. Jamás se me hubiera ocurrido operar a alguien, salvar la vida de alguien, sin estudiar antes a fondo su caso, improvisando. Pero a la hora de matar improvisé.

—Improvisó —dijo Flor.

—Me sentí omnipotente.

—Se sintió omnipotente —Flor era como un eco.

—Parecía tan fácil… —se lamentaba el doctor.

Parecía fácil, pero Melania Lladó estuvo a punto de pillarle cuando cambiaba las hojas de órdenes. Demasiada improvisación.

Yo continuaba acercándome.

—¿Qué sentido tendría que ahora nos matase, a Flor o a mí? Sería otra improvisación descerebrada.

—Error tras error —continuaba el médico—. El peor fue el que cometí con aquel desgraciado, Ramón Casagrande… ¡No sabía nada, si no sabía nada! Sólo había oído cotilleos en el hospital, pero me hizo cuatro insinuaciones y yo caí de cuatro patas, y le dije que de acuerdo, que bien pensado los productos de Haffter eran más adecuados para mis pacientes, y empecé a recetarlos. Y claro, él debió de preguntarse: «¿Cómo es que éste cede sólo con un par de insinuaciones? Algo debe de esconder». Se puso a investigar y, no sé cómo, aún no me lo explico, encontró pruebas de que Ana y yo nos conocíamos y éramos amantes desde hacía tiempo.

BOOK: Con los muertos no se juega
2.52Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Succulent by Marie
Night Moves by Thea Devine
Dimiter by William Peter Blatty
Mademoiselle Chanel by C. W. Gortner
Eyewitness by Garrie Hutchinson
A Summons to New Orleans by Hall, Barbara