Read Con los muertos no se juega Online
Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera
Había clicado en el lugar indicado y había aparecido la pregunta mnemotècnica escogida por Ramón Casagrande. Decía: «El plato preferido de la abuela».
—Esto es imposible de contestar por nadie que no sea él mismo —dije.
—Es lo que se acostumbra a hacer para mantener la privacidad. Normalmente, la gente pone preguntas del tipo de «Qué año me casé». La mía es «¿Cómo se llamaba mi primera novia?»…
—¡Es imposible que te acuerdes! —me reí, al mismo tiempo que se me encendía una lucecita en algún rincón del cerebro.
—Supongo que, haciendo deducciones o investigando se puede llegar a averiguar, pero…
—Un momento —dije, con la sensación de levitar—. ¿Qué has dicho?
—¿Qué he dicho cuándo?
—«¿Cómo se llamaba mi primera novia?»
—¿Tu primera novia o la mía? —preguntó, desconcertado—. La mía se llamaba Susi.
—No, no, no… —Yo ya recurría de nuevo al billetero y ya sacaba del interior las fichas del doctor Farina y del doctor Barrios—. Pon otra dirección, otra dirección… —Me había poseído una especie de temblor adrenalínico, similar a un ataque de deseo sexual—. Pon… pon… —En la ficha del doctor Barrios, constaba una dirección de Liammail. La leí—: Pon [email protected].
Ori me hizo caso. Volvió a la página principal y escribió [email protected] allí donde le pedían el
login.
En aquel momento, me encontré en la piel de Ramón Casagrande, como si aquel sinvergüenza acabara de reencarnarse en mí. Durante su breve relación, seguramente Melania Lladó le había hecho llegar extraños rumores que corrían por el hospital referentes a la muerte de Colmenero, una hoja de órdenes donde primero no decía nada de alergias y, después, milagrosamente, sí que lo decía, y bien claro, negro sobre blanco y remarcado en rojo. Una Virtudes Vila que juraba por todos los santos que no había visto que allí constara nada y que, de repente, debidamente untada por la dirección del hospital, reconocía humildemente su error. ¿Qué significaba todo aquello? Yo era el Casagrande que investigaba al doctor Barrios. Si conseguía encontrarle algún talón de Aquiles, podría apretarle las clavijas y le convencería para que recetase medicamentos de los Laboratorios Haffter.
Al acabar de escribir la dirección electrónica, apareció, como antes, la tercera casilla: «¿Ha olvidado su contraseña? Para recuperarla, pinche aquí y conteste a la pregunta secreta».
—Dile que sí, que se te ha olvidado. Queremos la pregunta secreta. —Ori sólo tenía que pulsar un botón pero, antes de que hiciera este movimiento tan sencillo, yo me adelanté, con voz de presentador de los oscars—: …Y la pregunta secreta es: «¿Cómo se llama mi perro?»Clic y, en la pantalla, apareció, milagrosamente: «Nombre del perro».
—Caramba, pues —dijo Ori, boquiabierto—. ¿Cómo lo sabías?
—Soy detective, hijo mío —le recordé, muy satisfecho—. Soy detective. Ahora pon…
En aquel momento, continuando con la política de interrupciones especialidad de aquella casa, se abrió la puerta y entraron Flor, Monica, Silvia y los gemelos. Para hacerse oír en medio del alboroto, Flor acercó sus labios a mi oreja y dijo:
—¡Que me han llamado mis padres, que me dicen que ese inspector Soriano me ha ido a buscar a casa! ¡Que parece un loco furioso, amenazando e insultando! ¡Dice que hay una orden de busca y captura contra nosotros dos y que estamos implicados en dos asesinatos!
Monica fue menos discreta. Se hizo oír por encima de los chillidos infantiles:
—¡Que dice que os busca la policía, papá!
—Nada, nada —dije—, debe de ser una tontería. Querrán consultarme alguna cosa, de vez en cuando les asesoro, ¿podéis salir un momento, por favor?
—¿Qué estáis haciendo? —preguntaba Silvia, toda inocencia.
—¿Qué pongo? —me decía Oriol, impaciente.
—Déjame a mí.
Prácticamente lo empujé fuera de la silla. La perra del doctor Barrios se llamaba
Sharazad
, escrito así, y así es como lo puse en el recuadro donde se me reclamaba el
password.
—Sharazad —dije—. Sharazad nos explicará el resto de la historia.
Sharazad.
Enter.
Durante los segundos que necesitó el programa para cambiar de pantalla, consideré la posibilidad de que al inspector Soriano se le ocurriera ir a buscarnos a casa de mis hijos. Tarde o temprano lo haría, claro, y por lo tanto teníamos que salir de allí cuanto antes.
Ahora, el ente informático me pedía que escogiera una nueva contraseña y la escribiera dos veces.
—Como figura que se te había olvidado la contraseña —me explicaba Ori, vibrando de excitación tanto como yo—, ahora te invita a cambiarla. Pero no lo hagas porque, entonces, el propietario de la cuenta de correo se enteraría de que se la habías manipulado. De hecho, no podría entrar, ¿entiendes? De manera que lo que debes hacer es reescribir la misma contraseña.
Puse Sharazad en la primera casilla y Sharazad en la segunda con el desasosiego de quien ya no puede soportar más trámites burocráticos. Y clic.
—A ver si lo entiendo —protestó Monica detrás de nosotros—. ¿Estáis tratando de violar la correspondencia privada de una persona? ¡Pero eso no se puede hacer, papá! ¡Es moral y éticamente inaceptable!
—¡Monica, por favor, qué manera de hablar! —le recriminé—. Si te oye Bastia, seguro que no le gusta nada, pero que nada.
Ya estábamos en la página de [email protected] y se nos ofrecían las posibilidades de enviar un mensaje, o de revisar los mensajes entrantes, o los ya enviados, o los depositados en la papelera.
—Ahora, no debes borrar ningún mensaje, ni leer ninguno que no haya sido ya leído. O, si no, descubrirían que habías pasado por aquí.
—Claro —dije—, claro. Seré bueno. Sólo me leeré los que ya ha leído el propietario de esta dirección.
—No, papá —continuaba Monica—, no deberías hacer esto.
Pero miraba por encima de mi hombro, igual que Ori y Silvia, que se habían olvidado absolutamente de los gemelos.
Opté por el «Correo enviado». Clic.
Y subió el telón, dejando al descubierto, por fin, tanto el decorado y los personajes como la trama de la obra.
Era una historia de amor. Y la seguimos, toda la familia Esquius en peso, en sentido inverso a como se había desarrollado, del presente hacia el pasado, desde la triste ruptura hasta el inicio, pasando por el cálido idilio.
Tresdosuno@ últimamente escribía a velvet@ unas cartas breves y exigentes:
«Amor de mi vida: si no vienes a mí, yo y mi polla majestuosa iremos a tu encuentro.»
«No puedo vivir sin ti. Ya no tengo fuerzas ni para masturbarme con tu recuerdo. Por favor, dime algo.»
—Oh, qué bonito —decía Flor—. Qué auténtico. Qué conmovedor.
—¡Esto es privado, esto es íntimo! —protestaba Monica, mientras alargaba el cuello para chafardear, como hacían los otros.
Recordando que Marc Colmenero había muerto el 10 de enero, me remonté a la semana siguiente. Probé con el 17 de enero. ¿Qué le decía tresdosuno@ a velvet@ una semana después de la muerte del magnate de los transportes?
«Conejito mío, no sabes cómo te echo de menos. Si hicimos lo que hicimos…»
Un escalofrío. ¿«Si hicimos lo que hicimos» equivalía a una confesión?
«…Si hicimos lo que hicimos, fue para poder estar juntos el resto de nuestras vidas. Y, ahora, por prudencia o por tu dolor o por tus escrúpulos, me encuentro con el castigo de tu ausencia. Que, de hecho, también es castigo para ti, que te encuentras privada de este miembro viril que, según decías, te llenaba de vida…»
Nos trasladamos a una semana antes de la muerte de Colmenero. 3 de enero. (Y digo que nos trasladamos, en plural, porque a aquellas alturas, ya leíamos todos a coro, en voz alta, aquellas cartas de amor.)«Odio a tu padre, sueño que le mato, que le atropello con el coche, que le estrangulo con mis propias manos, que le pego una paliza cruel y mortal, que le degüello, y se me ocurre que sería capaz de hacer cualquiera de estas cosas sólo para hacerte feliz…»
Todo iba encajando. Ya no necesitaba leer más, pero la curiosidad malsana nos llevó a la parte más tórrida del idilio, la parte apasionada donde él declaraba «pensaré en tus pechos y me masturbaré con tu imagen detrás de mis párpados bajados como persianas», o bien «me la pelo dos veces al día pensando en el sábado que viene. Mi mujer me pregunta si estoy enfermo porque todo el día estoy encerrado en el váter…», o bien «no puedo ni podré pensar en el divorcio hasta que mis hijos sean mayores de edad…»Y, de repente:
«…El paraíso está en Colliure y se llama hotel Roger de Flor y la eternidad son las setenta y dos horas que estuvimos encerrados en aquella habitación que olía a esperma, sin salir, contemplando el mar embravecido…»
La fotocopia de la factura de un hotel de Colliure, grapada en la fotocopia del recibo de la tarjeta de crédito con la que posiblemente se había pagado la factura de un total de 523 euros por dos noches de habitación doble, desayuno incluido, dos botellas de Moët Chandon y minibar.
—La prueba de un adulterio —dijo Monica.
—Peor —la corregí—. La prueba de un asesinato.
—¿De un asesinato?
En una de las primeras cartas enviada hacía año y pico, decía:
«…Tardé mucho en descubrir el silencio, en saber que aquel vacío se me llenaría, poco a poco, de palabras que entonces decía en voz baja, en sospechar que aquella piedad de los demás me desnudaba del hombre viejo…»
—¡Eh! —gritó Flor, ofendida—. ¡Esto es copiado de Miquel Martí i Pol! ¡En la primera época, copiaba de Martí i Pol!
Tanto Ori como yo nos sentimos inclinados a disculpar al enamorado. Si se trata de ligar, el plagio parece generalmente aceptado.
Pero añadió Flor:
—¡Es del poema titulado
Carta a Anna
! Y yo pensé: «(Claro, carta a Anna».
Nos trasladamos al apartado de mensajes recibidos y entonces pudimos escuchar la voz de velvet®.
«…Sí, gigantón mío, claro que me gusta decírtelo por escrito igual como te lo digo de viva voz cuando estamos juntos. Tu pene es mi dios y yo me arrodillo para venerarlo…»
Un día, el doctor Barrios había conocido a una jovencita Ana Colmenero, en un viaje de avión y, para utilizar sus propias palabras, «la llama se había encendido entre los dos». En lugar de mantenerlos alejados, como se supone que haría una llama que se encendiera entre dos personas, por algún extraño motivo aquella llama los unió, los fundió en una sola persona, como si fueran de plomo. Pasados los primeros sofocos de pasión, la chica se animaba a contar sus traumas y sus angustias, todos ellos relacionados con Marc Colmenero, a quien a veces llamaba «el viejo cabrón» y, a veces, «el hijo de puta».
Ana pintaba a su padre como un hombre frío y distante, brutal, que desde la muerte de su madre la había tratado como si fuera un estorbo, o una criada o un lastre con el que tenía que cargar contra su voluntad. Hablaba de algunas palizas, cuando ella se había querido rebelar, de un intento de violación que no quedaba claro si había llegado a ser consumado o no, un día que él volvió borracho a casa, cuando ella tenía catorce años. La falta total de comunicación y la subordinación de ella a él, que se había prolongado hasta la edad adulta y que la ahogaba y se le hacía intolerable e injusta. Las cartas querían expresar odio, pero en el fondo expresaban desesperación y frustración: la frustración de quien se atribuye las culpas del fracaso, de quien asume que, puesto que las cosas iban mal, algo habría hecho mal.
—Oh, Dios mío —comentó Monica llegados a este punto y muy en su forma de pensar, producto de sus estudios de psicología—. No podía querer a su padre y se buscó un hombre mayor como sustituto.
Volví a ver a Ana Colmenero, consumiéndose en la mansión de cuento de hadas, desplazándose ahora hacia la China, ahora hacia Finlandia, sobre aquella alfombra que reproducía el mundo entero, tal como lo recorrían los camiones, los barcos y los aviones de la industria paterna. La vi alcohólica y amargada, contratando aquellos gigolós para que llenaran vacíos, para que sustituyeran el amor de un doctor Barrios que ahora se ensuciaba al mezclarse con el sentimiento de culpabilidad.
Hasta que llegamos a aquella carta del 12 de enero:
«…Se ahogaba, abría y cerraba la boca como un pez y se ahogaba, y yo le decía: "Esto no es nada, papá, no querrás que por esta tontería avise a las enfermeras", y él se iba muriendo y me miraba, me miraba con aquellos ojos abiertos de par en par, enturbiados por el alcohol y la crueldad y, ¿quieres saber algo horrible?, me dio lástima, me hizo pensar que era mi padre, el que me había pagado los estudios, no sé… Cuatro o cinco recuerdos buenos que tenía de él, cuatro o cinco buenos contra mil malos, pero en aquel momento me vinieron los buenos. Un día que fuimos juntos a la playa, cuando era pequeña, aquel cuento que me contaba de la zorrita ciega en el gallinero… De golpe se me ocurrió que estábamos matando a una persona, ¿sabes qué quiero decir? No a un monstruo, no a un hombre repugnante y cruel, sino a un padre que, equivocándose o no, todo lo había hecho…»No se había dormido junto a su padre convaleciente de la operación. Había estado despierta, y bien despierta, asistiendo al choque anafiláctico, a la muerte lenta de su padre que la miraba y la miraba con ojos desorbitados. Y después, cuando no lo pudo aguantar más, salió pidiendo auxilio, y después lloró, y se encerró en aquella mansión e iba de un lado a otro de la alfombra, de un lado a otro del mundo, atormentándose con una alternancia de recuerdos buenos y malos. Y no podía soportar la presencia del doctor Barrios que había precipitado los acontecimientos.
O sea, que aquello era lo que había sucedido. Melania Lladó y Virtudes Vila habían visto realmente aquella hoja de órdenes donde constaba que Marc Colmenero no sufría de ninguna alergia. Lo vieron en el cubículo de las enfermeras, la sala de control, y, en el breve espacio de tiempo en que se encerraron en la habitación de al lado, el doctor Barrios llegó y escamoteó aquella hoja de órdenes para sustituirla por otra que sí hablaba de la alergia. ¿Pero cómo podía haberlo hecho? ¿Cómo podía haberlo hecho si, al entrar en la sala de control, Barrios iba en mangas de camisa y salió con las manos vacías?
Esta pregunta me la respondieron los gemelos.
Me lo dijeron ellos, a su manera, escribiéndolo en las paredes. Nos lo hicieron notar Ori y Silvia cuando se pusieron a gritar desaforados.