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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Aventuras, Intriga

Contrato con Dios (3 page)

BOOK: Contrato con Dios
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El sacerdote volvió a agarrar su vaso antes de continuar y dejó que su vista se perdiera en el contenido. Nunca había sido capaz de reconocer aquello mirando a otro ser humano a los ojos.

—Mi padre… me forzó repetidas veces desde los nueve años. Aquel día yo había amenazado con contárselo a alguien si volvía a hacerlo. Él no me amenazó. Simplemente me destrozó las manos. Luego lloró, me pidió perdón y trajo los mejores médicos que el dinero podía pagar. Ah, ah, ah. Ni se le ocurra.

Graus había deslizado el brazo por debajo de la mesa, intentando alcanzar el cajón de los cubiertos. Retiró la mano instantáneamente.

—Por eso lo entiendo, doctor. Mi padre era un monstruo, cuya culpa rebasaba su propia capacidad de perdón. Pero él fue más valiente. Aceleró en mitad de una curva muy cerrada, llevándose con él a mi madre.

—Una historia conmovedora, padre —dijo Graus con tono socarrón.

—Si usted lo dice. Ha estado viviendo todos estos años huyendo de sus crímenes. Bueno, pues éstos lo han encontrado. Y yo voy a darle lo que mi padre no tuvo: una oportunidad.

—Lo escucho.

—Deme la vela. A cambio recibirá esta carpeta con todos los documentos que lo condenarían. Y podrá seguir escondiéndose aquí hasta el fin de sus días.

—¿Y ya está? —dijo el viejo, incrédulo.

—Por lo que a mí respecta, sí.

El viejo meneó la cabeza y se levantó, riendo entre dientes. Abrió uno de los armaritos y extrajo un bote de cristal de buen tamaño, lleno de arroz.

—Nunca he aguantado las gramíneas. Me dan ardor.

Vació el bote sobre la mesa. Una cascada de granos, nubes de almidón y un ruido seco. Medio cubierto por el arroz, un paquete.

Fowler se inclinó hacia él, pero la huesuda garra de Graus lo sujetó por la muñeca. El sacerdote lo miró.

—Tengo su palabra, ¿verdad? —dijo el viejo, ansioso.

—¿Le vale de algo?

—Por lo que a mí respecta, sí.

—Entonces la tiene.

El médico soltó la presa, y Fowler fue a por la suya. Apartó despacio el arroz, levantó el paquete de tela oscura. Estaba atado con cuerdas. Deshizo los nudos despacio, con mano firme.

Las del viejo temblaban.

Fowler desenvolvió la tela. Los rayos tenues del incipiente invierno austríaco levantaron destellos dorados en la cochambrosa cocina. Aquel resplandor estaba poco en consonancia con el lugar, como lo estaba la cera grisácea y sucia del grueso cirio que yacía sobre la mesa. En tiempos, toda su superficie había estado recubierta por una delgada lámina de oro de intrincado dibujo. El metal precioso casi había desaparecido, dejando marcas de la filigrana sobre la cera. Apenas quedaba un tercio de oro sobre ella.

Graus rió sombrío.

—La casa de empeños se ha ido quedando con el resto, padre.

Fowler no respondió. Sacó un encendedor Zippo del bolsillo del pantalón y lo encendió con una sola mano. Puso la vela de pie y acercó la llama al extremo superior. Aunque no había mecha, el calor de la llama comenzó a fundir lentamente la cera, que emitió un olor nauseabundo mientras gotas de gris derretido resbalaban hasta la mesa. Graus siguió mascullando sus ácidas ironías mientras contemplaba el proceso, como si disfrutase del hecho de poder comentar su auténtica identidad con alguien después de tantos años.

—Realmente me divierte. El judío de la casa de empeños ha estado comprando pedazos de oro judío durante años para mantener a un orgulloso miembro del Reich. Y ahora usted contempla el resultado de una búsqueda inútil.

—Las apariencias engañan, Graus. El oro de esta vela no es el tesoro que busco. Sólo una distracción para imbéciles.

Como una admonición, la llama chisporroteó en manos del sacerdote. En la tela se iba formando un charco, y en la parte superior de la vela un agujero considerable. En el centro de ese volcán de cera líquida apareció el borde verdoso de un objeto metálico.

—Bien, aquí está —dijo el sacerdote—. Así que me marcho.

Fowler se levantó y volvió a doblar la tela sobre la vela, teniendo cuidado de no quemarse. El nazi lo contemplaba asombrado. Ya no reía.

—¡Espere! ¿Qué es eso? ¿Qué había dentro?

—Nada de su incumbencia.

El viejo se levantó y hurgó en el cajón, del que sacó un cuchillo de cocina. Con pasos temblorosos rodeó la mesa hasta el sacerdote, que lo contempló sin moverse. En los ojos del nazi ardía aún el fuego obsesivo de quien había pasado noches enteras contemplando aquel objeto.

—Tengo que saberlo.

—No, Graus. Hicimos un trato. La vela por la carpeta, y eso tendrá.

El viejo alzó la mano en la que llevaba el cuchillo, pero lo que vio en el rostro de su molesto visitante le hizo volver a bajarla. Fowler asintió y arrojó la carpeta sobre la mesa. Despacio, con el bulto de tela en una mano y el maletín en la otra, retrocedió unos cuantos pasos hasta la puerta de la cocina sin dejar de mirar al nazi. Éste cogió la carpeta.

—¿No hay copias, verdad?

—Sólo una. La tienen dos judíos que están esperando ahí fuera.

Los ojos de Graus parecieron salirse de las órbitas. Enarboló el cuchillo otra vez y dio un paso hacia el cura.

—¡Me ha mentido! ¡Dijo que me daría una oportunidad!

Fowler lo miró impasible por última vez.

—Dios me perdonará. ¿Cree usted que tendrá tanta suerte?

Y sin más desapareció por el pasillo.

El sacerdote salió a la calle y comenzó a alejarse con el preciado paquete de tela apretado contra el pecho. A unos metros de la puerta dos hombres de abrigos grises aguardaban a píe firme. Fowler les advirtió al pasar.

—Tiene un cuchillo.

El más alto de los dos hizo crujir sus nudillos y le dedicó media sonrisa.

—Tanto mejor.

(Noticia publicada en el diario
El Globo,

17 de diciembre de 2005. Página 12)

Aparece muerto el Herodes austríaco

V
IENA
(Agencias). Tras evadir a la justicia durante más de cincuenta años, la policía austríaca finalmente encontró al doctor Graus, el carnicero de Spiegelgrund. El célebre criminal de guerra nazi apareció muerto en una pequeña casa de Krieglach, un pueblo a sesenta kilómetros de Viena, aparentemente de un ataque al corazón según resaltaron fuentes judiciales.

Nacido en 1915, Graus se afilió al partido nazi en 1931. A principios de la Segunda Guerra Mundial ya era el segundo al mando en el Hospital Infantil AM Spiegelgrund. Graus utilizó su posición para realizar todo tipo de experimentos inhumanos con niños judíos supuestamente problemáticos o deficientes mentales. Graus afirmó en muchas ocasiones que la conducta era causada por su herencia genética y que la experimentación con ellos era lícita ya que vivían «vidas indignas de la vida».

Graus vacunaba a niños sanos con bacterias de enfermedades infecciosas, realizaba disecciones en vida o inyectaba en sus víctimas diversas fórmulas de un anestésico que estaba desarrollando para medir sus reacciones al dolor. Se cree que un millar de asesinatos ocurrieron entre las paredes de Spiegelgrund durante la guerra.

Terminado el conflicto, el nazi huyó sin dejar más rastro que 300 cerebros infantiles conservados en formol en su despacho. A pesar de los esfuerzos de la justicia alemana, nadie pudo localizarle. El famoso cazador de nazis Simón Wiesenthal, que logró llevar ante la justicia a más de 1100 criminales de guerra, suspiró hasta su muerte por hallar a Graus, a quien llamó «su asignatura pendiente», y al que buscó de manera incesante por Suramérica. Wiesenthal murió hace tres meses en Viena, ignorando que su perseguido vivía oculto como fontanero jubilado a un paseo en coche de su oficina.

Fuentes no oficiales de la embajada israelí en Viena han lamentado que Graus muriese sin responder de sus crímenes, pero celebraron que el viejo nazi falleciese repentinamente, ya que su avanzada edad hubiera hecho muy complicados su juicio y extradición, como ocurrió con el dictador chileno Augusto Pinochet. «No podemos dejar de ver la mano del Creador en su muerte», afirmaron esas mismas fuentes.

 

K
AYN

—Está abajo, señor.

El hombre de la silla se encogió ligeramente. La mano le temblaba, aunque el movimiento oscilante hubiera sido prácticamente imperceptible para cualquiera que no le conociese tan bien como su ayudante.

—¿Cómo es? ¿Le han investigado a fondo?

—Ya sabe que sí, señor.

Hubo un sonoro suspiro.

—Sí, Jacob. Tienes que disculparme. —El hombre se levantó de la silla mientras hablaba, apretando tan fuerte el mando a distancia con el que controlaba todo su entorno que tenía blancos los nudillos. Había roto así varios mandos, hasta que el ayudante se hartó y encargó uno especial fabricado en metacrilato reforzado con la forma de la mano del viejo—. Tiene que resultarte cargante mi comportamiento. Lo siento.

El ayudante no respondió. Sabía que su jefe necesitaba desahogarse.

Era un hombre humilde con una gran conciencia de sí mismo, si tales conceptos son compatibles.

—Me duele estar aquí sentado todo el día, ¿sabes? Cada vez encuentro menos placer en lo cotidiano. Menudo idiota senil que estoy hecho. Cada día, al acostarme, me digo: mañana. Mañana será el día. Luego me levanto y la resolución ha desaparecido, como lo hacen mis dientes.

—Será mejor que empecemos, señor —dijo el ayudante, que ya había escuchado decenas de variantes de ese discurso.

—¿Es imprescindible?

—Fue usted quien lo pidió. Un método para controlar el cabo suelto.

—Podría limitarme a leer el informe.

—No se trata sólo de eso. Estamos ya en la fase cuatro. Si quiere poder formar parte de la Expedición tiene que comenzar a ver a personas desconocidas. El doctor Hocher fue muy claro al respecto.

El viejo apretó una serie de botones en la pantalla táctil de su mando. Las persianas de la sala descendieron. Las luces se apagaron y volvió a su silla.

—¿No hay más remedio?

Su subordinado negó con la cabeza.

—De acuerdo entonces.

El ayudante se dirigió hacia la puerta, por la que entraba toda la luz que había ahora en la estancia.

—Jacob.

—¿Sí, señor?

—Antes de irte… ¿te importaría cogerme la mano durante unos momentos? Estoy asustado.

El ayudante lo hizo.

La mano temblaba.

O
FICINAS
CENTRALES
DE
K
AYN
I
NDUSTRIES

Nueva York

Miércoles, 5 de julio de 2006. 11.10

Orville Watson dio inquietos golpecitos en el abultado portafolios de cuero que reposaba sobre sus piernas. Llevaba más de dos horas sentado sobre su orondo trasero en aquella antesala en el piso 38 de la Kayn Tower. A razón de tres mil dólares por hora de consultoría, cualquier otro hubiera esperado al Juicio Final. Pero no Orville. El joven californiano comenzaba a aburrirse. Y la lucha contra el aburrimiento había sido el motor de su carrera, al fin y al cabo.

Se aburría en la universidad, y por eso dejó los estudios al segundo año contra la opinión de su familia. Consiguió trabajo y un buen sueldo en CNET, una de las compañías punteras en nuevas tecnologías, y de nuevo el aburrimiento se abrió paso. Orville buscaba constantemente nuevos y excitantes desafíos. Responder preguntas era su auténtica pasión. Visión empresarial no le faltaba, y con los albores del nuevo siglo dejó su empleo para fundar su propia
start-up.

Todas las objeciones de su madre, que leía a diario en los periódicos sobre el hundimiento de las
puntocom,
no detuvieron a Orville. Metió sus ciento cuatro kilos, su rubia cola de caballo y una maleta de ropa en una camioneta desvencijada y cruzó el país hasta un semi-sótano de Manhattan. Allí nació GlobalInfo. Su eslogan era «usted pregunte, nosotros respondemos». Podría haberse quedado en el loco sueño de un chico con un grave desorden alimenticio, demasiadas inquietudes y una gran habilidad para dominar el ciberespacio y comprender cómo funciona la Red.

Entonces ocurrió el 11 S, y Orville comprendió, al mismo tiempo que lo hacían los burócratas de Washington, tres cosas que a ellos les había costado años averiguar.

La primera, que sus modos de gestión de la información llevaban treinta años obsoletos. La segunda, que el nuevo clima de corrección política impuesto por ocho años de administración Clinton hacía aún más difícil la búsqueda de datos, ya que sólo se podía contar con «fuentes de buena reputación», lo cual para tratar con terroristas es absurdo. Y la tercera, que el árabe era el nuevo ruso en cuestiones de espionaje internacional.

La madre de Orville, Yasmina, había nacido y vivido muchos años en Beirut antes de casarse con un guapo ingeniero de Sausalito que llevaba a cabo un proyecto en Líbano y con quien pronto se mudó a Estados Unidos. La añorante Yasmina había educado al fruto de aquella unión en inglés y árabe.

Adoptando múltiples identidades falsas en la Red, el joven descubrió que Internet era el paraíso de los extremistas. No importaba lo alejados que estuviesen entre sí diez radicales, en la web su distancia era de escasos milisegundos, y su anonimato, completo. No importaba lo sectarias que fuesen sus ideas: allí encontraban a quienes pensaban como ellos. En pocas semanas, Orville logró algo que ningún operativo de inteligencia occidental hubiese logrado por sus propios medios: infiltrarse en las redes más radicales del terrorismo islámico.

Una mañana a principios de 2002 Orville se encaminó al sur, hasta Washington, con cuatro cajas repletas de papeles en el maletero. Llamó a la puerta del cuartel general de la CIA y pidió hablar con un responsable de terrorismo islámico, alegando que tenía información importante. En la mano llevaba diez folios resumiendo sus descubrimientos. El oscuro analista que lo atendió lo hizo esperar dos horas antes de tomarse la molestia de leer su informe. Cuando lo hizo, llamó alarmado a su supervisor. De repente, cuatro hombres se echaron encima de Orville, lo arrojaron al suelo, lo desnudaron y lo arrojaron a una sala de interrogatorios. Orville sonreía interiormente durante el humillante proceso. Había dado en el clavo.

Cuando fueron conscientes de la magnitud de su talento, los mandamases de la CIA le ofrecieron un empleo en la Compañía. Orville se limitó a decirles que el contenido de aquellas cuatro cajas (que propició veintitrés detenciones en Estados Unidos y Europa) era sólo una muestra gratis. Si querían más, en adelante deberían contratar los servicios de su nueva compañía, GlobalInfo.

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