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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Aventuras, Intriga

Contrato con Dios (8 page)

BOOK: Contrato con Dios
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—No debería haber hecho eso.

Andrea se volvió. Caminando por la cubierta central, se dirigía hacia ella una mujer morena y atractiva, que rozaba la cuarentena. Iba vestida como Andrea, con vaqueros y camiseta, pero por encima llevaba una bata blanca.

—Lo sé. Contaminar es feo. Pero pruebe a estar tres días encerrada con esa mierda de libro y verá.

—Hubiese sido menos traumático si hubiese abierto la puerta para algo más que para coger agua de manos de los tripulantes. Tengo entendido que le ofrecieron mis servicios.

Andrea fijó la vista en el libro, que ya flotaba muy lejos, avergonzada. No le gustaba que los demás la vieran cuando estaba enferma. Detestaba sentirse vulnerable.

—Estaba bien.

—Ya. Pero seguramente con media tonelada de Biodraminas se hubiese encontrado mejor.

—Si lo que quiere es verme muerta, está en lo cierto, doctora…

—Harel. Alergia al dimenhidrinato, ¿señorita Otero?

—Entre otras muchas cosas. Llámeme Andrea, por favor.

La doctora Harel sonrió y una serie de arrugas produjeron el extraño efecto de dulcificar su rostro. Tenía unos hermosos ojos almendrados, de forma y de color, y el pelo oscuro rizado. Era cinco centímetros más alta que Andrea.

—Y usted a mí doctora Harel —dijo tendiéndole la mano.

Andrea miró la mano tendida sin ofrecer la suya.

—No me gustan los esnobs.

—Ni a mí tampoco. No le digo mi nombre porque no tengo. Mis amigos me llaman Doc.

La periodista le estrechó la mano, finalmente. Su apretón era cálido y suave.

—Eso debe romper el hielo en todas las fiestas, Doc.

—¡No se imagina! Suele ser mi primera conversación con cada persona que conozco. Paseemos un poco y le contaré la historia.

Se dirigieron hacia la proa. El viento soplaba caliente, en contra, agitando la enseña del barco, una bandera norteamericana.

—Nací en Tel Aviv al poco de acabar la Guerra de los Seis Días —continuó Harel—. Cuatro miembros de mi familia habían muerto durante el conflicto, y el rabino lo interpretó como una señal de mal augurio. Así que mis padres no me pusieron nombre, para engañar al Ángel de la Muerte. Sólo ellos lo sabrían.

—¿Y eso funciona?

—Para nosotros, los judíos, el nombre es algo muy importante. Define a una persona y tiene poder sobre ella. Mi padre me susurró al oído muy bajito mi nombre al llegar mi
bar mitzvot,
[2]
mientras toda la congregación cantaba alrededor. Y yo no puedo decírselo nunca a nadie.

—¿O el Ángel de la Muerte la encontrará? No se ofenda, Doc, pero eso no tiene mucho sentido. Que yo sepa, la Parca no consulta las páginas amarillas.

Harel rió a gusto.

—Me enfrento muchas veces a esa clase de actitud. Y debo decirle que me parece refrescante. Eso sí, mi nombre seguirá siendo un secreto.

Andrea sonrió. Le gustaba la sencillez de aquella mujer. Se quedó mirándola a los ojos, tal vez un segundo más de lo necesario o conveniente. Harel apartó la mirada, algo azorada por el escrutinio.

—¿Qué hace una doctora sin nombre a bordo de la
Behemot?

—Una sustitución de última hora. Necesitaban un médico en la expedición. Al fin y al cabo somos 70 personas a bordo del barco. La mitad es la dotación del buque.

Habían llegado a la proa. El mar se deslizaba rápido bajo sus pies y la tarde brillaba soleada y majestuosa. Andrea miró a su alrededor.

—Cuando no tiene el efecto de una centrifugadora sobre mis tripas, es un barco hermoso.

—«Mira qué fuerza en sus riñones, qué vigor en los músculos de su vientre. Sus huesos son tubos de bronce; sus cartílagos, barras de hierro»
—recitó la doctora, exaltada.

—¿Hay poetas entre la tripulación? —rió Andrea.

—No, querida. Es del Libro de Job. Habla de la bestia Behemot, el hermano de Leviatán.

—No es mal nombre para un barco.

—Antes era una fragata de combate danesa de clase
Hvidbjornen
—señaló una zona de la cubierta donde una plancha metálica de tres metros cuadrados parecía soldada como un parche—. Ahí se alzaba el único cañón. Kayn Industries lo compró desarmado en una subasta hace cuatro años por diez millones de dólares. Una ganga.

—Yo no hubiera pagado más de nueve y medio.

—Refúgiese en el sarcasmo, Andrea, pero esta preciosidad tiene 80 metros de eslora, su propio helipuerto y una autonomía de 13.000 kilómetros a 15 nudos. Podría ir y volver de Cádiz a Nueva York sin repostar.

La quilla partió una ola algo más alta y el barco se encabritó ligeramente. Andrea resbaló y estuvo a punto de caer por la borda, que en la proa medía poco más de medio metro de alto. La doctora la sujetó por la camiseta.

—¡Cuidado! Si se cae a esta velocidad y tiene la suerte de que no le destrocen las hélices, se ahogará antes de que podamos dar la vuelta.

La periodista iba a darle las gracias, pero tenía la vista fija en el horizonte.

—¿Qué es aquello?

Harel entrecerró los ojos e hizo una visera con la mano, siguiendo la dirección hacia la que señalaba Andrea. No veía nada. Al cabo de cinco segundos divisó un punto a lo lejos.

—Por fin estamos todos. Aquí viene el gran jefe.

—¿Quién?

—¿No se lo han dicho? El señor Kayn en persona lo supervisará todo.

Andrea se giró, boquiabierta.

—Está de coña.

Harel negó con la cabeza.

—Será la primera vez que lo veo.

—Me habían prometido una entrevista con él, pero creí que sería al finalizar esta ridícula pantomima.

—¿No cree en el éxito de la expedición?

—Diga mejor que desconfío de su propósito. El señor Russell me reclutó asegurándome que íbamos a recuperar una reliquia muy importante, desaparecida durante milenios. No quiso decirme de qué se trataba.

—Ha sido un secreto para todos. ¡Ya se acerca!

La aeronave estaba a tan sólo cuatro kilómetros de distancia y Andrea comenzaba a distinguir sus detalles.

—¡Oiga, Doc, pero si es un avión! —la periodista tuvo que alzar la voz, pues los motores de la aeronave y el vitoreo de los marineros cuando ésta pasó cerca del barco, trazando un semicírculo, eran ya ensordecedores.

—¡No, no lo es! ¡Observe!

Se dieron la vuelta. El avión, o al menos lo que había tomado Andrea por tal, era una avioneta pequeña, pintada con los colores y el logo de Kayn Industries. La propulsaban unas extrañas hélices, tres veces más grandes de lo normal. Ante la atónita mirada de la joven, las hélices y los motores comenzaron a girar sobre el eje del ala, al tiempo que el avión abandonaba su trayectoria semicircular alrededor de la
Behemot
y se quedaba suspendido en el aire. Las hélices habían completado el giro de 90 grados y ahora sostenían el aparato en el aire, como las de un helicóptero, dibujando olas concéntricas en el mar.

—Es el BA-609 TiltRotor. El primero de su clase, y éste es su vuelo inaugural. Dicen que salió directamente de una idea del señor Kayn.

—Parece que todo lo que rodea a este hombre es impresionante. Quiero conocerle.

—¡No, Andrea, espere!

La doctora intentó retener a Andrea, pero ésta se escurrió entre la nube de marineros que se inclinaban sobre la borda, ahora la de estribor. Entró en la cubierta central, que se conectaba con sendos pasillos bajo la superestructura con la cubierta de popa, donde en estos momentos se posaba el avión. Al final del pasillo se encontró la puerta bloqueada por metro noventa de marinero rubio.

—No se puede pasar, señorita.

—¿Disculpa?

—Podrá admirar el avión cuando el señor Kayn haya entrado en su camarote.

—Ya veo. ¿Y si quiero admirar al señor Kayn?

—Mis órdenes son no permitir a nadie el acceso a popa. Lo siento.

Andrea se dio la vuelta sin despedirse. No le gustaban las negativas, así que ahora tenía el doble de ganas de burlar al vigilante.

Se introdujo por una de las escotillas a su derecha, accediendo a la zona común del barco. Tendría que darse prisa si quería ver a Kayn antes de que le llevasen bajo la cubierta. Podría intentar descender un nivel y esperarle en los pasillos, pero seguramente en el acceso a la cubierta inferior habría otro guardia. Probó las manijas de varias puertas, hasta que encontró una abierta. Era una especie de sala de esparcimiento, con un sofá y una destartalada mesa de ping-pong. Y al fondo, un ojo de buey abierto. Que daba sobre la popa.

Et voilà.

Andrea apoyó uno de sus pequeños pies en la mesa de billar y otro en el sofá. Pasó ambos brazos, luego la cabeza y consiguió escurrirse al otro lado. A menos de tres metros delante de ella, un marinero con chaleco y protectores en los oídos le hacía indicaciones al piloto del BA-609, cuyas ruedas ya rozaban el helipuerto con un chirrido. Las hélices le alborotaron el pelo a la joven. Se agachó instintivamente a pesar de que en decenas de ocasiones se había jurado a si misma que cuando se encontrase bajo un helicóptero no haría como todos los personajes de las películas, que inclinan la cabeza a pesar de que las aspas del aparato estén a metro y medio por encima de ellos.

Pero claro, una cosa es imaginar y otra hacer, ¿verdad?

La puerta del BA-609 comenzó a abrirse.

Andrea sintió un movimiento detrás de ella. Iba a volverse cuando la arrojaron al suelo y le inmovilizaron la mejilla contra la cubierta. Notó el calor del metal en la piel, mientras alguien se sentaba en su espalda. Se revolvió con todas sus fuerzas, pero no consiguió zafarse. Con la respiración entrecortada, intentó mirar aún hacia el helicóptero. Vio bajarse de él a un joven con gafas, moreno y elegante, con chaqueta de sport. Le seguía un bruto de cien kilos, o al menos eso le pareció a Andrea desde el suelo. Cuando el bruto la miró Andrea no vio expresión alguna en sus ojos marrones. Una fea cicatriz le cruzaba la cara desde la ceja izquierda hasta el mentón. Y finalmente un hombrecillo pequeño y delgado, vestido completamente de blanco. La presión sobre su cabeza aumentó. Apenas pudo mirar al último pasajero ya que cruzó como una exhalación por su reducido campo de visión, en el que sólo quedó un trozo de cubierta sobre el que se deslizaron cada vez más perezosas las sombras de las hélices.

—Suélteme ya, ¿vale? Ese jodido loco paranoico ya lo ha conseguido, ya está en su camarote, así que ¡levántese de mi espalda, coño!

—El señor Kayn no está loco ni es un paranoico. Me temo que sufre agorafobia —le dijo su captor, en español.

Aquella voz no era la del marinero. Recordaba muy bien aquel tono educado, pulcro, cadencioso y grave, tan parecido al de Ed Harris. Cuando la presión sobre su espalda desapareció, Andrea se incorporó de golpe.

—¿Usted?

Ante ella se encontraba el padre Anthony Fowler.

E
XTERIOR
DE
LAS
OFICINAS
DE
G
LOBAL
I
NFO

Sommerset Avenue, 225. Washington

Martes, 11 de julio de 2006. 11.29

El más alto de los dos era también el más joven. Por eso siempre era él quien tenía que ir a buscar el café y la comida como muestra de respeto. Se llamaba Nazim, y tenía 19 años. Llevaba quince meses en el grupo de Kharouf, y era muy feliz. Su vida había encontrado un propósito, un camino.

Nazim adoraba a Kharouf. Se habían conocido quince meses atrás en la mezquita de Clive Cove, en New Jersey. Un lugar lleno de
accidentalizados,
como los llamaba Kharouf. A Nazim le gustaba jugar al baloncesto cerca de la mezquita, y allí había intimado con su nuevo amigo, a pesar de que era veinte años mayor que él. Nazim se había sentido halagado porque alguien tan maduro, y además universitario, hablase con él.

Abrió la puerta del coche y luchó por sentarse en el asiento del copiloto. No es fácil cuando mides 1,90.

—Sólo he encontrado un Burger King cerca. He traído ensaladas y hamburguesas. —Le alargó la bolsa a Kharouf, que sonrió.

—Gracias, Nazim. Aunque me gustaría decirte algo y no quiero que te enfades.

—¿Por?

Kharouf sacó las hamburguesas de su caja y las arrojó por la ventana.

—En Burger King le añaden lecitina a las hamburguesas, y puede haber restos de cerdo. No es
halal.
[3]
Lo siento. Pero las ensaladas están bien.

Nazim se quedó un poco triste pero a la vez se sintió reconfortado.

Kharouf era su guía. Cuando cometía un error, Kharouf le corregía con respeto y con una sonrisa. Muy diferente de cómo habían acabado las cosas con los padres de Nazim, que no paraban de gritarle en los últimos meses desde que conoció a Kharouf y éste le convenció para comenzar a acudir a otra mezquita, más pequeña y más «comprometida».

En la nueva mezquita, el imam no sólo leía el Sagrado Corán en árabe, sino que también predicaba en ese idioma. A pesar de haber nacido en New Jersey, Nazim leía y escribía a la perfección la lengua del Profeta. Su familia provenía de Egipto.

Al hipnótico arrullo de la prédica del imam, Nazim comenzó a ver la luz poco a poco. Rompió con el camino que llevaba en la vida. Tenía buenas notas y podría haber comenzado ese año una ingeniería, pero Kharouf le encontró una ocupación mejor en una empresa de contabilidad dirigida por un buen creyente.

A sus padres no les gustó nada. Tampoco comprendían que el joven se encerrase en el cuarto de baño para rezar. Pero por dolorosos que fuesen los cambios, los iban aceptando. Hasta que pasó lo de Hana.

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