Contrato con Dios (5 page)

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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Aventuras, Intriga

BOOK: Contrato con Dios
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¿Qué demonios están buscando los americanos en el desierto?

Pero por mucho que caviló, no se acercó ni remotamente a la verdad que en pocos días le iba a costar la vida.

O
FICINAS
CENTRALES
DE
K
AYN
I
NDUSTRIES

Nueva York

Miércoles, 5 de julio de 2006. 11.29

Orville se encontró en una sala en penumbra. Sólo un pequeño foco iluminaba un atril sobre el que vio su informe y el prometido mando a distancia. Caminó unos tres metros hasta alcanzarlo. Lo estaba examinando, preguntándose cómo podría iniciar la presentación, cuando un súbito resplandor sobresaltó al joven. A dos metros de donde él estaba se había iluminado una pantalla de seis metros de ancho. En ella vio proyectada la primera página de su presentación, con el logo rojo de GlobalInfo.

—Ah, muchas gracias, señor Kayn, y buenos días. Permítame empezar diciendo que es un honor…

Sonó un leve zumbido y la pantalla tras él cambió. Ahora mostraba el título de la presentación y la primera de las dos preguntas, en letras de medio metro de alto.

¿Q
UIÉN
ES
EL
PADRE

A
NTHONY
F
OWLER
?

Estaba claro que al señor Kayn le gustaba el control y la brevedad. Tenía un segundo mando a distancia y no le iba a importar usarlo para acelerar su exposición.

Vale, viejo, mensaje captado. Vamos al grano.

Orville presionó el botón de pasar página. La siguiente diapositiva mostró a un sacerdote de rostro delgado y fibroso, calvo y con el escaso pelo muy corto. Comenzó a hablarle a la oscuridad.

—John Anthony Fowler, alias padre Anthony Fowler, alias Tony Brent. Fecha de nacimiento, 16 de diciembre de 1951 en Boston, Massachusetts. Ojos verdes, 79 kilos. Agente libre de la CIA y un misterio. La respuesta a este misterio ha llevado dos meses de trabajo con diez de mis mejores investigadores dedicándose en exclusiva, y un tremendo montón de dinero para engrasar algunas fuentes de información. Eso explica en buena parte los tres millones de dólares que le ha costado este informe, señor Kayn.

La pantalla cambió, mostrando una fotografía familiar. Un matrimonio bien vestido, en lo que parecía el jardín de una casa lujosa. A su lado un niño guapo y moreno de unos once años. La mano del padre apretaba el hombro del hijo. Los tres lucían tensas sonrisas.

—Hijo único de Marcus Abernathy Fowler, industrial dueño de la compañía farmacéutica Infinity Pharma, hoy convertida en una compañía multimillonaria de biotecnología. Fowler la vendió al morir sus padres en un oscuro accidente de coche en 1984 por 80 millones de dólares, junto con el resto de sus propiedades. Lo donó todo a beneficencia. Para él se quedó la mansión de sus padres en Beacon Hill. La tiene alquilada a un matrimonio con hijos, pero se ha reservado el último piso. Lo convirtió en un apartamento en el que colocó algunos muebles y muchos libros de filosofía. Lo ocupa ocasionalmente cuando viaja a Boston.

Una diapositiva de la misma mujer de la foto anterior, mucho más joven y con toga universitaria.

—Daphne Brent fue una química de cierta valía que trabajó en Infinity Pharma hasta que el dueño de la empresa se encaprichó de ella y se casaron. Al quedar embarazada, Marcus la convirtió en una ama de casa de la noche a la mañana. Eso es todo lo que sabemos de la relación con su familia, más allá del hecho de que el joven Anthony fue a Stanford en lugar de al Boston College, como su padre.

El joven Anthony, casi adolescente, con una banda en la que se leía promoción del 71. Un rostro muy serio.

—Se licenció en Psicología,
magna cum laude,
con 20 años. El más joven de su promoción. Esa foto se tomó un mes antes de acabar las clases. El último día de curso, Anthony recogió sus cosas y se presentó en la oficina de reclutamiento de la universidad. Quería ir a Vietnam.

Un examen ajado y amarillento, rellenado a mano.

—Ésta es una foto de su AFQT, el Test de Cualificación de las Fuerzas Armadas. Obtuvo un 98 sobre 100. El sargento instructor quedó tan impresionado que le envió directamente a la base aérea de Lackland, en Texas, donde Fowler siguió el curso de instrucción de los pararescatadores, una unidad de las Fuerzas Especiales que se dedica al rescate de pilotos caídos tras las líneas enemigas. Allí aprendió el manejo de helicópteros y tácticas de guerrilla. Tras un año y medio en el frente, acabó la guerra como teniente. En su lista de medallas hay un Corazón Púrpura y una Cruz de la Fuerza Aérea. En el informe escrito podrá encontrar las acciones que justificaron esas medallas.

Una instantánea de varios hombres de uniforme en un aeródromo. En el centro, Fowler vestido de sacerdote.

—Acabada la guerra, Fowler ingresa en un seminario y es ordenado sacerdote en 1977. Se convierte en capellán militar de la base aérea de Spangdahlem, donde lo recluta la CIA. Es comprensible el interés de la agencia en una persona con sus habilidades, especialmente para los idiomas. Fowler habla 11 idiomas y chapurrea en otros 15. Pero la Compañía no es el único organismo que lo reclutó.

Fowler, en Roma, junto a otros dos sacerdotes jóvenes.

—A finales de los 70, Fowler se convierte en agente activo de la Compañía. Mantiene su condición de sacerdote y viaja como capellán militar a muchas bases de las Fuerzas Aéreas por todo el mundo. Hasta aquí usted podría haber reunido fácilmente estos datos acudiendo a otras agencias de información, señor. Pero lo que le voy a revelar ahora es ultrasecreto, y ha sido tremendamente difícil de averiguar.

La pantalla quedó en blanco. El reflejo que desprendía el proyector le permitió a Orville entrever una butaca en la oscuridad, y tal vez alguien sentado en ella. Hizo un esfuerzo por no mirarle directamente.

—Fowler es un agente activo de la Santa Alianza, el servicio de espionaje Vaticano. Es una organización reducida, desconocida para la opinión pública pero muy activa. Entre sus logros está el haber salvado la vida a la presidenta israelí Golda Meir cuando terroristas islámicos estuvieron a punto de volar su avión en una visita a Roma. Un trabajo cuyas medallas se colgó el Mossad, lo que a la Santa Alianza no le importó. Llevan al extremo la expresión «servicio secreto». Sólo el Papa y un puñado de cardenales tienen constancia oficial de su existencia, aunque dentro de la comunidad de inteligencia internacional muchos la respeten y la teman. Por desgracia, poco más puedo añadir sobre su historial en esa institución. Respecto a los trabajos de Fowler con la CIA, ni mi ética profesional ni mi contrato con ellos me permiten revelar nada, señor Kayn.

Orville carraspeó. No esperaba ninguna respuesta por parte de la figura sentada al fondo de la sala, pero aun así hizo una pausa.

Nada pasó.

—En cuanto a la segunda pregunta que nos formulaba, señor Kayn…

Orville se preguntó por un momento si debía revelar que la respuesta no la habían encontrado ellos. Que les había llegado de manera anónima en un sobre cerrado a la oficina. Que había otros intereses implicados, personas que deseaban que Kayn Industries tuviese esa información. Luego recordó la humillación de la nube con olor a menta y siguió hablando.

En la pantalla apareció la foto de una joven de ojos azules y pelo rubio cobrizo.

—Esta joven periodista se llama…

R
EDACCIÓN
DEL
DIARIO
E
L
G
LOBO

Madrid, España

Jueves, 6 de julio de 2006. 20.29

—¡¡Andrea!! ¡¡Andrea Otero de los cojones!! ¿¡Dónde está!?

Decir que la sala de redacción enmudeció ante el grito del director no haría justicia a la verdad, ya que las salas de redacción una hora antes de lanzar a la calle un periódico no pueden enmudecer jamás. Pero las voces humanas se callaron, consiguiendo que el habitual estruendo de teléfonos, radios encendidas, televisores, faxes e impresoras pareciera un inquieto silencio.

El director llevaba una maleta en cada mano y un diario bajo el brazo. Dejó caer las maletas en la entrada de la redacción y caminó directamente hacia la sección de Internacional, hasta la única mesa vacía. Dio unos golpes impacientes en el tablero.

—Ya puedes salir. Te he visto escurrirte ahí debajo.

La cabellera rubio cobrizo y los ojos azules de la aludida emergieron despacio. Intentó fingir despreocupación, pero su bello rostro estaba tenso.

—Hola, jefe. Se me había caído el boli.

El veterano periodista se llevó la mano a la cabeza para recolocarse el peluquín. En la redacción la calvicie del director era un tema tabú, por lo que a Andrea Otero no le ayudó nada el darse cuenta de la operación.

—No soy feliz, Otero. Nada en absoluto. ¿Se puede saber qué demonios te pasa?

—¿A qué se refiere, jefe?

—¿Tienes catorce millones de euros en el banco, Otero?

—La última vez que miré, no.

De hecho la última vez que había mirado el saldo de sus cinco tarjetas de crédito estaba preocupantemente bajo mínimos, producto de su desmesurada afición por los bolsos de Hermès y los zapatos de Manolo Blahnik. Ya estaba pensando en pedir a los de Contabilidad un adelanto de la extra de Navidad. De los próximos tres años.

—Pues será mejor que se te muera alguna tía rica, porque ése es el dinero que me vas a costar, Otero.

—No se enfade, jefe. Lo de Holanda no volverá a ocurrir.

—No estoy hablando de tus facturas del servicio de habitaciones, Otero. Estoy hablando de François Dupré —dijo el director, arrojando el periódico del día anterior encima de la mesa.

Mierda, así que es eso,
pensó Andrea.

—Venga, jefe. Un desfalco es un desfalco.

—¡Un día! ¡Un único día libre en cinco meses, malditos seáis todos! —La redacción al completo dejó de mirar hacia allí en el acto. Hasta el último de los periodistas descubrió que podía trabajar intensamente con la nuca vuelta hacia aquella escena—. ¿Un desfalco, dices?

—Transferir una escandalosa cantidad de dinero de los fondos de tus clientes a tu cuenta personal es un desfalco.

—Y airear a los cuatro vientos en la portada de la sección de Internacional una simple confusión del accionista mayoritario de uno de nuestros principales anunciantes es una cagada, Otero.

Andrea tragó saliva, fingiendo inocencia.

—¿Accionista mayoritario?

—Del Interbank, Otero. Que, por si no lo sabes, se gastó 12 millones de euros el año pasado en este periódico. Y pensaba gastar 14 el año próximo. Pensaba, en pasado.

—Jefe… la verdad no tiene precio.

—Sí lo tiene. Catorce millones. Y las cabezas de los responsables. Así que tanto Moreno como tú os vais a ir a la calle.

El aludido acababa de aparecer arrastrando los pies. Fernando Moreno era el redactor jefe de noche, y el que había levantado una noticia sin importancia sobre los beneficios de una petrolera para incluir el artículo bomba de Andrea. Un breve ataque de valentía, del que ahora se arrepentía. La joven miró a su colega, un hombre de mediana edad, y pensó en su mujer y sus tres hijos.

Tragó saliva.

—Jefe… Moreno no tuvo nada que ver. Fui yo la que coló el artículo antes de mandar la página a máquinas.

A Moreno le cambió el rostro durante un instante, pero enseguida volvió a poner la cara compungida que arrastraba.

—No me jodas, Otero —dijo el director—. Eso es imposible. Tú no tienes la autorización necesaria para pasar a azul.

Hermès, el sistema informático del periódico, funcionaba con un sistema de colores. Las páginas del diario aparecían en rojo cuando el periodista las elaboraba; en verde cuando se pasaban al redactor jefe para su aprobación; y en azul cuando el redactor jefe de noche las pasaba a la rotativa para comenzar a imprimir.

—Me colé en el sistema azul con la contraseña de Moreno, jefe —mintió Andrea—. Él no tuvo nada que ver.

—¿Ah, sí? ¿Y de dónde sacaste la contraseña, si puede saberse?

—La guarda en el cajón de su mesa. Fue fácil.

—¿Es eso cierto, Moreno?

—Eeeeh… sí, jefe —dijo el redactor jefe, intentando que el alivio no se le notase en el rostro—. Lo siento.

El director de
El Globo
estaba lívido. Se volvió hacia la periodista tan deprisa que el peluquín le descendió varios centímetros por la calva.

—Mierda, Otero. Me equivoqué. Creía que eras idiota. Ahora veo que eres idiota y malintencionada. Me encargaré personalmente de que nadie dé trabajo a una zorra como tú.

—Pero, jefe… —la voz de la joven empezaba a sonar desesperada.

—No sigas, Otero. Estás despedida.

—… yo no pensé…

—Estás muy despedida. Estás tan despedida que ya ni te veo. Ni te oigo.

El director se alejó a grandes zancadas de la mesa de Andrea, que siguió viendo un paisaje de nucas insolidarias alrededor. Moreno se colocó a su lado.

—Gracias, Andrea.

—No pasa nada. Era absurdo que los dos cargásemos con la culpa.

Moreno meneó la cabeza.

—Siento mucho que le dijeras que trampeaste el sistema. Ahora está tan cabreado contigo que te va a poner las cosas difíciles ahí fuera. Ya sabes, cuando le da por una de sus cruzadas… En fin.

—Parece que ya ha empezado —dijo Andrea señalando al resto de la redacción—. Soy una apestada de repente. Bueno, tampoco es que le cayese bien a nadie antes, creo.

—No es que seas mala gente. De hecho eres una periodista cojonuda. Pero siempre vas a lo tuyo, Andrea. Sin importarte las consecuencias. Suerte.

Andrea se juró a sí misma que no lloraría, que ella era una mujer fuerte e independiente. Apretó los dientes muy fuerte mientras los de seguridad ponían sus cosas en una caja y consiguió, por muy poco, cumplir con su promesa.

A
PARTAMENTO
DE
A
NDREA
O
TERO

Madrid, España

Jueves, 6 de julio de 2006. 23.15

Lo que más odiaba de todo desde que Eva se marchó era el sonido de las llaves al caer sobre la mesita auxiliar de la entrada. Producía un pequeño eco al fondo del pasillo que para Andrea era un resumen de su vida: vacío y escaso de resonancia.

Cuando ella estaba todo era diferente. Llegaba corriendo hasta la puerta como una niña pequeña, la besaba y comenzaba a parlotear de manera incoherente sobre las cosas que había hecho o la gente a la que había visto. Andrea, agobiada por el muro de actividad que se alzaba entre ella y el sofá del salón, rezaba por un poco de silencio.

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