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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Aventuras, Intriga

Contrato con Dios (7 page)

BOOK: Contrato con Dios
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Fowler alzó la vista. El techo de la cripta, reforzado por arcos peraltados, seguía ennegrecido por el humo de los millones de velas que habían iluminado la estancia durante casi dos milenios, a pesar de que una moderna instalación eléctrica había desterrado el fuego de aquel lugar un par de décadas atrás. Era un espacio rectangular de ochenta metros cuadrados, parte de los cuales habían sido robados a la roca viva a golpe de pico. Y sus paredes, del suelo al techo, estaban cubiertas de puertas, puertas que ocultaban nichos, nichos que guardaban santos.

—Llevas demasiado tiempo respirando este aire lóbrego, que por cierto no le hace nada bien a tus clientes. ¿Por qué seguir aquí?

Es poco conocido que desde hace mil setecientos años en cada iglesia católica, por humilde que sea, hay una reliquia de un santo escondida en un altar. Y allí, en la Cripta de las Reliquias, el Vaticano guarda la mayor colección de reliquias del mundo. Algunos de sus nichos están casi vacíos, apenas contienen pequeños fragmentos de hueso, otros la osamenta completa. Cada vez que se erige un templo en cualquier parte del globo, un joven sacerdote recoge una maleta de acero de manos de fray Cesáreo y se dirige a depositar con reverencia la reliquia en el nuevo altar.

El viejo historiador se sacó las gafas y las limpió con el borde del hábito blanco.

—Seguridad. Tradición. Cabezonería. Las palabras que definen a nuestra Santa Madre Iglesia.

—Vaya, además de humedad aquí se respira cinismo.

Fray Cesáreo palmeó la pantalla del potente MacBook Pro en el que escribía cuando llegó su amigo.

—Aquí encerradas están mis verdades, Anthony. Cuarenta años de trabajo dedicados a la catalogación de trozos de calcio. ¿Has chupado alguna vez un hueso reseco, amigo mío? Un método excelente para detectar falsificaciones, pero deja un regusto amargo en la boca. Cuatro décadas después no estoy más cerca de la Verdad que cuando empecé —suspiró.

—Bueno, tal vez puedas indagar en ese disco duro y echarme una mano con esto, viejo —dijo Fowler tendiéndole una foto.

—Siempre a los negocios, siempre…

El dominico se detuvo a media frase, los ojos abiertos como platos. Durante un rato clavó su mirada miope en la foto, y luego se dirigió al escritorio donde trabajaba. De una pila de libros rescató un ajado volumen de hebreo clásico, profusamente anotado a lápiz. Rebuscó entre las páginas, comprobando diversos símbolos en los libros. Alzó la vista asombrado.

—¿De dónde has sacado esto, Anthony?

—Del interior de un cirio muy, muy antiguo. Estaba en poder de un viejo nazi.

—¿Camilo Cirin te mandó a recuperarlo? Cuéntamelo todo, no omitas detalle. ¡Necesito saber!

—Di gamos que le debía un favor a Camilo y me comprometí a realizar una última misión para la Santa Alianza. Me pidió que encontrase a un criminal de guerra austríaco que había robado la vela a una familia judía en 1943. La vela estaba recubierta de oro y la conservó durante décadas. Hace unos meses conseguí localizarle y quitarle la vela. Después de extraer la cera, encontré en su interior la plancha de cobre que ves en la foto.

—¿No tienes otra con más resolución? Apenas se puede leer la cara exterior.

—Estaba muy enrollada, y si quería desenrollarla podía romperla.

—Menos mal que no lo hiciste. Lo que hubieses dañado no tiene precio. ¿Dónde está?

—Se la entregué a Cirin y no le di mayor importancia, supuse que sería simplemente algún capricho de algún miembro de la Curia. Me volví a Boston, creyendo que mi deuda estaba saldada…

—No era así, Anthony —dijo una voz pausada, sin emociones. El dueño de aquella voz acababa de colarse en la estancia con la discreción propia de un maestro de espías, que es lo que era aquel personaje bajito, de traje gris y rostro plano. Era avaro con las palabras y los gestos, que quedaban encerrados tras una muralla de camaleónica insignificancia.

—Es de mala educación entrar sin llamar a la puerta, Cirin —dijo fray Cesáreo.

—También no contestar cuando se requiere de tu presencia —respondió el director de la Santa Alianza, mirando a Anthony.

—Creía que habíamos acabado. Acordamos una misión. Sólo una.

—Y has cumplido con éxito la primera parte: recuperar la vela. Ahora tienes que asegurarte de que su contenido se use correctamente.

Fowler guardó silencio, contrariado.

—Tal vez Anthony se encuentre más a gusto con el encargo si comprende su magnitud —continuó Cirin—. Aprovechando que se ha enterado, ¿sería usted tan amable de explicarle lo que hay en esa foto que usted jamás ha visto, fray Cesáreo?

El dominico se aclaró la garganta.

—Antes necesito saber si es auténtico, Cirin.

—Lo es.

Al fraile se le iluminaron los ojos. Se volvió hacia Fowler.

—Esto, amigo mío, es el mapa de un tesoro. O mejor dicho, la mitad de él. Si no me falla la memoria, pues hace ya muchos años que la otra mitad estuvo en mis manos, esto es el fragmento perdido del Rollo de Cobre de Qumran.

El rostro del sacerdote se ensombreció.

—Me estás diciendo…

—Sí, amigo mío. El objeto más poderoso de la Historia se encuentra al otro lado del significado de estos caracteres. Con todos los problemas que traería consigo.

—Dios Santo. Precisamente ahora, tiene que volver a aparecer.

—Me alegra que lo entiendas al fin, Anthony —interrumpió Cirin—. Comparado con esto, las reliquias que nuestro buen amigo acumula en esta habitación no son más que polvo.

—¿Quién te puso sobre la pista, Camilo? ¿Por qué ahora, después de tanto tiempo, buscar al doctor Graus? —dijo fray Cesáreo.

—La información vino de un benefactor de la Iglesia, el señor Kayn. Un benefactor de otra confesión y un gran filántropo. Él necesitaba que encontrásemos a Graus, y ofreció financiar personalmente una expedición arqueológica si conseguíamos la vela.

—¿Dónde?

—Aún no ha compartido su ubicación. Pero sí la zona. Al Mudawwara, Jordania.

—Bien, entonces no hay de qué preocuparse —intervino Fowler—. ¿Sabes lo que ocurrirá si esto trasciende, aunque sea mínimamente? Nadie de esa expedición respirará el tiempo suficiente para desenterrar un hueso.

—Esperemos que te equivoques. Nosotros vamos a enviar un observador a esa expedición: tú.

Fowler meneó la cabeza.

—No.

—Conoces las consecuencias. Las ramificaciones.

—Mi respuesta sigue siendo no.

—No puedes negarte.

—Detenme —dijo el sacerdote, dirigiéndose hacia la puerta.

—Anthony, muchacho —las palabras de Cirin le acompañaron en su camino a la salida—. No estoy diciendo que yo vaya a impedirte nada. Tú solo vas a tomar la decisión de ir. Por suerte, los años me han enseñado cómo tratar contigo. Tuve que recordar qué es lo único que valoras más que tu libertad, y recurrir a una solución creativa.

Fowler se detuvo, aún de espaldas.

—¿Qué has hecho, Camilo?

Cirin anduvo unos pasos hacia él. Si había algo que detestaba más que hablar era levantar la voz.

—Le sugerí al señor Kayn la cronista perfecta para su expedición. Como periodista es más bien normalita. No es ni demasiado guapa, ni demasiado lista, ni demasiado honrada. En realidad lo único que la hace interesante es que tú le salvaste el pellejo. ¿Cómo se llama eso, deuda de vida, cierto? Así que ahora no te irás corriendo a esconderte a un comedor de pobres. No, sabiendo el riesgo que ella corre.

Fowler no se giró. A cada palabra de Cirin, su mano se había ido cerrando un poco, hasta convertirse en una bola compacta, las uñas clavándose contra la palma. Pero el dolor no era suficiente. Lanzó el puño contra una de las hornacinas. La puerta de madera, que llevaba allí cientos de años, se convirtió en astillas con un crujido que hizo estremecer toda la cripta. Un hueso del nicho profanado rodó por el suelo.

—La rótula de San Soutiño. Pobre hombre, cojeó toda su vida —dijo fray Cesáreo, agachándose a recoger la reliquia.

Fowler, resignado, se dio la vuelta.

Extracto de
Raymond Kayn, biografía no autorizada,

por James Graham

(…) Muchos de ustedes se preguntarán ¿cómo un judío sin nombre, que vivió de la caridad durante su infancia, consiguió levantar tan vasto imperio? Ya ha quedado claro en las páginas anteriores que Kayn no existió ni un segundo antes de diciembre de 1943. Ningún registro de nacimiento, ningún papel avala que sea ciudadano americano. (…)

El período más conocido de su vida arranca con su ingreso en el Massachusetts Institute of Technology y su creciente colección de patentes. Mientras Estados Unidos se entregaba en brazos de los gloriosos sesenta, Kayn reinventaba los circuitos impresos. En cinco años era dueño de su propia empresa. En diez, de medio Silicon Valley.

Pero esto ya lo ha leído usted en la revista
Time,
al igual que las desgracias que destrozaron su vida como padre y como esposo (…) Tal vez lo que preocupa al ciudadano corriente, a John y Jane Doe, no sea esa invisibilidad, esa falta de transparencia que alguien tan poderoso convierte en un enigma inquietante. Antes o después, alguien deberá levantar ese halo de misterio que rodea a la figura de Kayn…

A
BORDO
DE
LA
B
EHEMOT

Navegando por el golfo de Aqaba, mar Rojo

Martes, 11 de julio de 2006. 16.29


alguien
deberá levantar ese halo de misterio que rodea a la figura de Kayn…

Andrea sonrió con suficiencia y arrojó la biografía del magnate por la borda. Aquella mierda sensacionalista y tendenciosa ya la había aburrido bastante mientras sobrevolaba el Sahara rumbo a Djibouti.

Durante el vuelo Andrea había tenido tiempo para hacer algo que muy pocas veces hacía: reflexionar sobre ella misma. Y había decidido que no se gustaba.

Como la más pequeña de cinco hermanos —todos varones menos ella— Andrea había crecido en un entorno de protección absoluta. Y vulgaridad absoluta, también. Un padre sargento, una madre ama de casa, un barrio obrero, macarrones las más noches y pollo los domingos. Madrid es una hermosa ciudad, pero para Andrea había sido sólo el contraste que reflejaba la medianía de su familia. A los catorce se juró que un minuto después de cumplir los dieciocho cruzaría la puerta y no volvería jamás.

Claro que esas desavenencias con papá acerca de tu orientación aceleraron un poco la despedida, ¿verdad, cielo?

Había un largo camino desde que se marchó

te echaron

de casa hasta su primer trabajo real, no los que tuvo que desempeñar para pagarse la facultad de Periodismo. El día que entró en
El Globo
creyó que le había tocado la lotería, pero todo había ido a peor desde entonces. Rebotada de una sección del periódico a otra, tenía la sensación de caer hacía arriba, perdiendo por igual la perspectiva y el control de su vida personal. Había acabado en Internacional, su último puesto antes de marcharse

te echaron

en pos de esta aventura imposible.

Mi última oportunidad. Tal y como está el mercado laboral para los periodistas, mi siguiente parada será de cajera de supermercado. Pero joder, hay algo en mí que no funciona. No soy capaz de hacer nada a derechas. Ni siquiera Eva, que era el colmo de la paciencia, aguantó a mi lado. El día que se fue… ¿qué fue lo que me llamó? Pozo de descontrol, frígida emocional… creo que inmadura fue lo más suave. Y debía de ser todo verdad, porque no levantó la voz ni un poquito. Coño, y es que soy igual para todo. Más me vale no cagarla esta vez.

Andrea rechazó de plano aquellos pensamientos y subió al máximo el volumen del iPod. La cálida voz de Alanis Morissette acalló su inquietud. La joven se arrellanó en el asiento y deseó llegar cuanto antes.

Por suerte ir en primera clase tenía sus ventajas, y la más importante era bajar antes del avión. Un joven y apuesto conductor negro la esperaba junto a un desvencijado jeep a pie de pista.

Vaya, vaya… sin aduana, ¿eh? Este señor Russell lo tiene todo muy bien organizado
, pensó Andrea mientras descendía la escalerilla del avión.

—¿Eso es todo? —dijo en inglés el chofer, señalando la maleta de fin de semana y la mochila negra que Andrea llevaba consigo por todo equipaje.

—Vamos al jodido desierto, ¿no? Conduzca.

Conocía bien la mirada del chofer. Estaba acostumbrada a que la juzgasen como un estereotipo. Rubia, joven y tonta. Andrea aún desconocía si su frívola actitud hacia la ropa y el dinero era un intento de camuflarse aún más bajo esa errónea apreciación o simplemente su propia concesión a la banalidad. Tal vez una mezcla de ambas. Pero para aquel viaje, como un símbolo de su cambio, había reducido el equipaje al mínimo.

Mientras el jeep recorría los ocho kilómetros que había hasta el barco, Andrea tomaba fotografías con su Canon 5D (realmente no era su Canon 5D. Era la Canon 5D del periódico, que había
olvidado
devolver. Se lo tenían bien merecido, los muy cerdos) y se asombraba de la pobreza extrema de aquella tierra. Árida, marrón, pedregosa. Incluso la propia capital se podía recorrer andando en dos horas. No había industria, ni agricultura, ni infraestructuras. El polvo de las ruedas del todoterreno se pegaba a los rostros de la gente que les miraba al pasar, rostros sin esperanza.

—El mundo está muy mal repartido si gente como Bill Gates o Raymond Kayn gana en un mes más que el PIB de este país en un año.

El chofer se encogió de hombros por toda respuesta. Ya llegaban al puerto, la zona más moderna y cuidada de la capital, y prácticamente su única fuente de ingresos. Djibouti aprovecha de este modo su favorable situación dentro del cuerno de África.

El jeep se detuvo con un frenazo brusco. Andrea tuvo que alzar la vista, y lo que vio la dejó asombrada. La
Behemot
no era el horrendo carguero que había esperado encontrar. Era una preciosa fragata con el casco pintado de rojo y la superestructura de un blanco reluciente, los colores de Kayn Industries. Sin esperar a que el chofer la ayudara, cogió sus cosas y subió corriendo por la pasarela, deseando comenzar aquella aventura cuanto antes.

Media hora después zarpaba el barco. Una hora más tarde, Andrea se autoconfinó en el camarote, dedicada a vomitar en discreta intimidad.

Después de dos días en los que todo lo que entró por su boca fueron líquidos, su oído interno parecía haberle dado suficiente tregua y se animó a salir a respirar un poco y a conocer el buque, no sin antes arrojar la
Biografía no autorizada de Raymond Kayn
por la borda con todas sus fuerzas.

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