Kayn se apretujaba contra una esquina, intentando encoger al máximo su cuerpo. El rostro del millonario era un nudo de terror e incomprensión.
—Vaya, viejo. Para ser un loco chiflado tienes una gran capacidad para afirmar lo obvio —dijo Russell. Echó un vistazo al interior de la cavidad, sin dejar de apuntar a Kayn con la pistola. Cuando volvió hacia él de nuevo su rostro exhibía una mueca de satisfacción—. Así que lo conseguimos por fin, ¿eh, Ray? El trabajo de toda tu vida. Una lástima que vaya a ser tan corta.
El secretario caminó hasta su jefe con pasos cortos, medidos. Kayn se acurrucó aún más en su rincón, totalmente acorralado. El sudor le cubría por completo la cara.
—¿Por qué, Jacob? —sollozó—. Yo te quise como a mi propio hijo.
—¿A eso le llamas querer? —chilló Russell, llegando junto a él y golpeándole una y otra vez con la culata del arma en la cara, en los brazos, en la cabeza—. Te he servido como un esclavo, viejo. Y cada vez que llorabas como una niña y yo corría a tu lado en mitad de la noche tenía que recordarme por qué lo hacía. Pensar en el momento en que te tendría vencido y a mi merced.
Kayn se desplomó. Su rostro estaba deformado por los golpes. La sangre le manaba de la boca entreabierta y de los pómulos destrozados.
—Mírame bien, viejo —siguió Russell, alzando a Kayn como un pelele por las solapas y poniendo el rostro junto al suyo—. Mira a la cara a tu propio fracaso. Dentro de unos minutos mis hombres bajarán a esta cueva y se llevarán tu Arca. Daremos al mundo un escarmiento. Y las cosas serán como siempre debieron ser.
—Vaya, señor Russell. Lamento mucho tener que decepcionarlo.
El secretario se dio la vuelta de golpe. En el otro extremo de la cueva Fowler terminó de descolgarse por la cuerda y encañonó a Russell con el Kalashnikov.
L
A
EXCAVACIÓN
Desierto de Al Mudawwara, Jordania
Jueves, 20 de julio de 2006. 14.27
—Padre Fowler.
—Huqan.
Russell sostenía aún a un inerte Kayn por las solapas entre él y el sacerdote, que no dejaba de apuntar al secretario a la cabeza.
—Parece que ha dado usted cuenta de mis hombres.
—No he sido yo, señor Russell. Ha sido Dios. Los convirtió en polvo.
Russell lo miró atónito, intentando descubrir si el sacerdote se estaba marcando un farol. En su compartimentada mente, la ayuda de sus acólitos era un elemento insustituible. No comprendía por qué demonios aún no estaban allí, e intentaba pensar desesperadamente en un plan para ganar tiempo.
—Veo que me ha ganado, padre —dijo volviendo a su habitual máscara de irónica superioridad—. Sé lo buen tirador que es usted. A esta distancia no puede fallar. ¿O tiene miedo de darle al aún no proclamado Mesías?
—El señor Kayn sólo es un viejo enfermo que cree cumplir la voluntad de Dios. Desde mi punto de vista lo único que los diferencia a ustedes dos es la edad. Tire el arma.
La furia por el insulto y la impotencia por la situación recorrieron el rostro de Russell a partes iguales. Tenía el arma agarrada por el cañón tras haber estado usando la culata como porra, y Kayn no le ofrecía protección suficiente. Cualquier movimiento en falso tendría como resultado un agujero en el cráneo.
Y Russell lo sabía.
Abrió el puño derecho y dejó caer el arma al suelo. Abrió el izquierdo y soltó a Kayn.
El multimillonario cayó a cámara lenta, desmadejado, como si ninguno de sus miembros tuviera conexión alguna con el siguiente.
—Muy bien, señor Russell —dijo Fowler—. Ahora, si no le importa dar diez pasos hacia atrás, por favor…
Russell obedeció, maquinalmente. En sus ojos el odio llameaba como una pira funeraria.
Por cada paso que el secretario dio hacia atrás, el sacerdote dio uno hacia delante, hasta que el primero topó con la pared y el segundo con el cuerpo de Raymond Kayn.
—Estupendo. Ahora ponga las manos encima de la cabeza y aún saldrá con vida de este asunto.
Fowler se agachó junto a Kayn, buscándole el pulso. El viejo se agitaba débilmente, y una de sus piernas se movía espasmódicamente. El sacerdote frunció el ceño, muy preocupado. Aquello era una conmoción cerebral. La vida se le escapaba por momentos.
Russell, mientras tanto, dirigía su mirada a todas partes intentando encontrar algo que usar como arma contra el sacerdote. De repente se dio cuenta de que su pie derecho no pisaba suelo firme. Lentamente bajó la vista y descubrió que estaba encima de un manojo de cables que acababan medio metro a su derecha, en el grupo electrógeno que alimentaba la cueva.
Sonrió.
Fowler agarró por un brazo a Kayn, dispuesto a arrastrarle más lejos de Russell para poder asistirle cuando con el rabillo del ojo vio como el secretario daba un salto. Ni corto ni perezoso, disparó.
Al mismo tiempo, la luz desapareció.
Lo que pretendía ser un disparo de advertencia se convirtió en una ráfaga que destrozó por completo el grupo electrógeno. El aparato comenzó a soltar pequeñas chispas eléctricas a intervalos de varios segundos, que iluminaban brevemente la cueva con una mortecina luz azulada, como flashes cansados de una cámara sin apenas batería.
Fowler se acuclilló, de inmediato, una posición mil veces repetida en un centenar de saltos en territorio enemigo en noches sin luna. Cuando no sabes dónde está el enemigo, y tu única solución es esperar sin precipitarte.
Chispazo.
Fowler creyó ver una sombra corriendo junto a la pared a su izquierda y disparó. Falló. Maldiciendo su mala suerte, se movió varios metros en zigzag para evitar que el fogonazo del arma delatase su posición.
Chispazo.
De nuevo una sombra, ésta vez a la derecha, aunque mucho más larga y sobre la pared. Disparó en dirección contraria, casi sin apuntar. Un nuevo fallo y más movimiento.
Chispazo.
Estaba pegado a la pared. No veía a Russell por ninguna parte. Lo cual sólo podía significar que estaba…
Con un grito agudo, el secretario se arrojó sobre Fowler y lo golpeó repetidas veces en la cara y en el cuello. El sacerdote sintió sus dientes en un brazo, clavándose con saña. Sin poder evitarlo soltó el Kalashnikov. Por un momento lo sintió en manos del otro. Forcejearon y el arma se perdió en la oscuridad.
Chispazo.
Fowler estaba en el suelo, con Russell intentando estrangularle con todas sus fuerzas. El sacerdote, que por fin podía ver a su enemigo, cerró los dedos y aplicó un certero puñetazo en el plexo solar de Russell. El secretario aulló y se quitó de encima de él.
Un último y débil chispazo.
Fowler alcanzó a ver cómo Russell desaparecía en la cavidad. Un brillo acerado, fugaz, le permitió ver que había recuperado su pistola.
Una voz, en el suelo a su derecha, lo llamó.
—Padre.
Fowler reptó hasta el moribundo Kayn. No quería ofrecer un blanco fácil en el caso de que Russell decidiese practicar su puntería a ciegas o de que un nuevo chispazo revelase su posición. Finalmente sus manos palparon el cuerpo del viejo, y situó la boca junto a su oreja, susurrando.
—Señor Kayn, aguante. Puedo sacarle de aquí. Aguante, por favor.
—No padre, no puede —dijo el multimillonario, y su voz, aunque baja, tenía la sencillez y la firmeza de la de un niño pequeño—. Y es mejor así. Ahora estoy a punto de ver a mis padres y a mi hermano. Mi vida empezó en un agujero oscuro, y es justo que así acabe.
—Encomiéndese a Dios, entonces —dijo el sacerdote.
—Lo hago. ¿Me cogerá la mano mientras me marcho?
Fowler no dijo nada, pero buscó a tientas la mano del moribundo y la sostuvo con un apretón cálido y seco. Menos de un minuto después Kayn emitió un estertor final, en mitad de una oración susurrada en hebreo, y murió.
El sacerdote, mientras tanto, ya había decidido qué hacer.
En la completa oscuridad se llevó la mano a los botones de la camisa y la desabrochó, extrayendo el paquete que había hecho con los explosivos. A tientas palpó el detonador, lo clavó en el explosivo y manipuló los botones, contando mentalmente el número de bips.
Después de accionar el botón, dos minutos.
Pero no podía dejar la bomba en la parte exterior de la cueva. Podría no ser suficiente. Desconocía la distribución de la cavidad, y si el Arca estaba en un repecho podría sobrevivir a la explosión sin un rasguño. Si quería evitar que la locura se extendiese, tenía que poner la bomba junto al Arca. No podía arrojarla como si fuese una granada, porque lo más probable era que el detonador se desprendiese. Y necesitaba disponer del tiempo suficiente para escapar.
La única opción era vencer a Russell, colocar el C4 y salir corriendo.
Se arrastró hacia aquella zona, confiando en no hacer mucho ruido, pero era un esfuerzo imposible. El suelo estaba repleto de piedras desperdigadas que rodaban a su paso.
—Lo oigo venir, cura.
Un fogonazo rojizo acompañó a las palabras de Russell. La bala pasó a mucha distancia de Fowler, pero el sacerdote no se confió y rodó a toda velocidad a su izquierda. Una segunda bala impactó en el lugar que había ocupado el cura dos segundos antes.
Está usando los fogonazos para orientarse. Pero no puede hacerlo muchas veces, o se quedará sin munición,
pensó Fowler, contando mentalmente las heridas que había visto en los cuerpos de las víctimas del secretario.
Disparó una vez a Dekker, tres veces a Pappas, dos veces a Eichberg y dos veces a mí. Eso hacen 8 balas. Esa pistola lleva catorce, quince si tenía una bala en la recámara. Le quedan seis o siete balas. Tendrá que recargar pronto. Cuando lo haga, oiré el chasquido del cargador vacío saliendo de la culata. Y entonces…
No había terminado de hacer sus cálculos cuando dos nuevos fogonazos iluminaron el espacio junto a la abertura de la cavidad. En esta ocasión Fowler rodó lejos de su posición inicial justo a tiempo. El disparo le falló por diez centímetros.
Cuatro o cinco balas.
—Le daré, cruzado. Le daré porque Alá está conmigo —la voz de Russell resonó fantasmal en el bajo techo de la cavidad—. Váyase ahora que aún puede.
Fowler agarró una piedra y la arrojó al interior de la cavidad. Russell picó el anzuelo y disparó en la dirección del ruido.
Tres o cuatro balas.
—Muy listo, cruzado. Pero no le servirá de nada.
No había acabado de hablar cuando disparó de nuevo. Esta vez no fueron dos, sino tres disparos. Fowler rodó hacia la izquierda y luego hacia la derecha, destrozándose las rodillas con las piedras sueltas y puntiagudas.
Una bala o el cargador vacío.
Justo antes de rodar por segunda vez, el sacerdote pudo alzar la cabeza un instante. Fue apenas medio segundo, pero lo que vio entre dos de los disparos permanecería en su memoria para siempre.
Russell estaba parapetado detrás de una caja dorada de grandes proporciones. En lo alto brillaban dos figuras toscamente labradas, de formas muy poco gráciles. A la luz de los fogonazos, el brillo del oro era rugoso, basto.
Fowler tomó aire profundamente.
Ahora estaba casi dentro de la cavidad, pero no tenía espacio para maniobrar. Si Russell disparaba de nuevo, aunque sólo fuera un disparo de iluminación, le acertaría casi seguro.
Decidió hacer lo que menos esperaba Russell.
Con un movimiento rápido se puso de pie y corrió hacia el interior de la cavidad. El secretario disparó, pero el percutor sólo encontró el aire. Fowler saltó y, antes de que el otro pudiera reaccionar, cargó con todo su peso contra la parte superior del Arca, que se derrumbó sobre Russell, abriéndose la tapa y desparramándose su contenido. El secretario dio un salto atrás evitando que le aplastase por muy poco.
Siguió una lucha confusa, entrecortada, ciega, sucia. Fowler golpeó varias veces a Russell en los brazos y en el pecho. El secretario luchó con el carril del cargador de su pistola. Consiguió encajar un cargador lleno. Fowler oyó cómo la pistola volvía a estar preparada y buscó a tientas en la oscuridad con la mano derecha mientras con la izquierda sujetaba el brazo del secretario.
Encontró una piedra plana.
Con todas sus fuerzas la estrelló contra la cabeza de Russell, que se derrumbó sin sentido.
La piedra se quebró.
Fowler intentó ponerse en pie con dificultad. Le dolía todo el cuerpo y le sangraba la cara después del intercambio de golpes con Russell. Ayudándose de la linterna de su reloj, intentó ubicarse en la oscuridad. Al dirigir el fino pero intenso haz de luz sobre el Arca volcada, un cálido reflejo se extendió por toda la cavidad.
No tuvo tiempo para admirarla. En ese instante Fowler percibió un sonido al que durante los últimos segundos de refriega no había prestado ninguna atención…
Bip.
…y comprendió que mientras rodaba para esquivar los disparos…
Bip.
…debía de, inadvertidamente…
Bip.
…haber activado el detonador…
…que sólo pitaba durante los últimos diez segundos antes de explotar…
Biiiiiiiiiiip.
Llevado por el instinto, sin la más mínima concesión al pensamiento racional, Fowler saltó hacia la zona más lejana de la cavidad, donde una negrura más intensa, que no había alcanzado a llenar el reflejo de la superficie del Arca, lo recibió con los brazos abiertos.
Al pie de la plataforma, una nerviosa Andrea Otero se mordía las uñas con desesperación cuando la tierra tembló bajo sus pies. El andamio de acero crujió con chirriante desesperación, pero no cayó. Y una nube de humo y polvo surgió de la boca del túnel, cubriendo a Andrea con un polvo finísimo. La joven echó a correr y se alejó varios metros. Luego esperó media hora con la vista clavada en la humeante cueva, aun estando convencida de que era un esfuerzo inútil. Nadie salió de allí.
C
AMINO
DE
A
QABA
Desierto de Al Mudawwara, Jordania
Jueves, 20 de julio de 2006. 21.34
Andrea llegó hasta el H3 con la rueda pinchada más cansada que nunca en su vida. Localizó el gato justo donde Fowler había dicho que estaría, y mentalmente rezó una oración por el pobre sacerdote muerto.
Seguro que está en el cielo. Si es que existe. Si es que existes, Dios. Ya que estás ahí, por qué no mandas a un par de ángeles a echarme una mano, ¿eh?
No apareció nadie, así que Andrea tuvo que hacer el trabajo por sí misma. Cuando terminó se despidió de Doc, enterrada a menos de dos metros del coche. La despedida fue muy larga, y Andrea fue brevemente consciente de haber chillado y llorado en varias ocasiones. Estaba en el borde —quién sabe si dentro o fuera— de una crisis nerviosa por los acontecimientos de las últimas horas.