Conversación en La Catedral (20 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: Conversación en La Catedral
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—Se casaron, supongo que tuvieron hijos, hace años que no los veo —dijo Santiago —. Me entero de la existencia de Jacobo cuando leo en la prensa que lo han metido preso o que acaban de soltarlo.

—Siempre le tienes envidia —dijo Carlitos —. Voy a prohibirte que me vuelvas a tocar el tema, te hace más daño que a mí el trago. Porque ése es tu vicio, Zavalita: el tal Jacobo, la tal Aída.

—Un horror lo de La Prensa esta mañana —dijo la señora Zoila —. No deberían publicar atrocidades así.

¿Envidia por lo de Aída? Ya no, piensa. ¿Y por lo otro, Zavalita? Tendría que verlo, piensa, hablar con él, saber si esa vida sacrificada lo hizo mejor o peor. Piensa: saber si tiene la conciencia en paz.

—Te pasas la vida protestando por los crímenes y es lo primero que lees —dijo la Teté —. Eres comiquísima, mamá.

Por lo menos no se sentiría solo, piensa, sino rodeado, acompañado, amparado. Esa cosa un poco tibia y viscosa que se sentía en las discusiones del círculo y de la célula y de la Fracción, piensa.

—¿Otro niño raptado y violado por un monstruo? —dijo don Fermín. ,

—Desde ese día nos vimos todavía menos que antes —dijo Santiago —. Nuestros círculos se convirtieron en células, así que seguimos separados. En las reuniones de la Fracción estábamos rodeados de gente.

—Estás peor que los periódicos —dijo la señora Zoila —. No hables así delante de la Teté.

—¿Pero cuántos eran y qué diablos hacían? —dijo Carlitos —. Jamás oí hablar de Cahuide en la época de Odría.

—¿Crees que todavía tengo diez años, mamá? —dijo la Teté.

—Nunca supe cuántos —dijo Santiago —. Pero hicimos algo contra Odría, al menos en la universidad.

—¿Nadie me va a decir qué noticia es ésa tan horrible? —dijo don Fermín.

—¿Sabían en tu casa en lo que estabas metido? —dijo Carlitos.

—¡Vender a sus hijos! —dijo la señora Zoila —. ¿Quieres algo más horrible que eso?

—Yo procuraba no verlos ni hablar con ellos —dijo Santiago. —Me llevaba con los viejos cada vez peor.

Días, semanas sin llover en Puno, la sequía había destruido cosechas, diezmado el ganado, vaciado aldeas, y había indios retratados sobre paisajes resecos, indias ambulando con sus hijos a cuestas sobre surcos agrietados, animales agonizando con los ojos abiertos, y los títulos y subtítulos aparecían entre signos de interrogación:

—Tienen sentimientos, pero sobre todo tienen hambre, mamá —dijo Santiago —. Si los venden, será para que no se les mueran del hambre.

¿Trata de esclavos entre Puno y Juliaca a la sombra de la sequía?

—Qué otra cosa hicieron además de discutir los editoriales de los periódicos y leer libros marxistas —dijo Carlitos.

¿Indias venden criaturas a turistas?

—No saben lo que es un hijo, una familia, pobres animalitos —dijo la señora Zoila —. Si no se tiene qué comer, no se tiene hijos.

—Resucitamos los Centros Federados, la Federación Universitaria —dijo Santiago —. Jacobo y yo salimos elegidos delegados de año.

—Supongo que no le echarás la culpa al gobierno de que no llueva en Puno —dijo don Fermín —. Odría quiere ayudar a esa pobre gente. Estados Unidos ha hecho un donativo importante. Se les va a mandar ropa, alimentos.

—Las elecciones fueron un éxito para la Fracción —dijo Santiago —. Ocho delegados de Cahuide entre Letras, Derecho y Ciencias Económicas. Los apristas tenían más, pero si votábamos juntos podíamos controlar los Centros. Los apolíticos no estaban organizados y los dividíamos fácilmente.

—No repitas que el donativo de los gringos servirá para que se llenen los bolsillos los odriístas —dijo don Fermín —. Odría me ha pedido que presida la comisión encargada de distribuir la ayuda.

—Pero cada acuerdo entre nosotros y los apristas costaba discusiones y peleas interminables —dijo Santiago —. Durante un año, mi vida fueron reuniones, en el Centro, en la Fracción y reuniones secretas con los apristas.

—Dirá que también tú robas, papá —dijo el Chispas — Para el supersabio todo el que es decente en el Perú es un explotador y un ladrón.

—Otra noticia en La Prensa como para ti, mamá —dijo la Teté —. Se murieron dos en la cárcel del Cusco y les hicieron la autopsia y les encontraron pasadores y suelas de zapatos en la barriga.

—¿Por qué te amargó tanto haber perdido la amistad de ese par? —dijo Carlitos —. ¿No tenías otros amigos en Cahuide?

—¿Crees que comieron suela de zapatos por ignorantes, mamá? —dijo Santiago.

—Lo único que le falta a este mocoso es decirme imbécil y darme un manazo, Fermín —dijo la señora Zoila.

—Era amigo de todos, pero se trataba de una amistad funcional —dijo Santiago —. Nunca hablábamos de cosas personales. Con Jacobo y Aída la amistad había sido algo carnal.

—¿No dices que los periódicos mienten? —dijo don Fermín —. ¿Por qué ha de ser mentira cuando hablan de las obras del gobierno y verdad cuando publican un horror así?

—Nos amargas todos los almuerzos y las comidas —dijo la Teté —. ¿No puedes estar nunca sin pelear, supersabio?

—Pero te voy a decir una cosa —dice Santiago —. No me arrepiento de haber entrado a San Marcos en vez de la Católica.

—Aquí tengo el recorte de La Prensa —dijo Aída —. Lee, para que te den vómitos.

—Porque gracias a San Marcos no fui un alumno modelo, ni un hijo modelo ni un abogado modelo, Ambrosio —dice Santiago.

—Que la sequía ha creado una situación explosiva en el sur —dijo Aída —, un excelente caldo de cultivo para los agitadores. Sigue, eso no es nada, ya verás.

—Porque en el burdel estás más cerca de la realidad que en el convento, Ambrosio —dice Santiago.

—Que alerten a las guarniciones, que vigilen a los campesinos damnificados —dijo Aída —. Les preocupa la sequía porque podría haber un levantamiento, no porque los indios se mueren de hambre. ¿Has visto algo igual?

—Porque gracias a San Marcos me jodí —dice Santiago —. Y en este país el que no se jode, jode a los demás. No me arrepiento, Ambrosio.

—Precisamente por inmundos estos periódicos son un gran estímulo —dijo Jacobo —. Si uno se siente desmoralizado, basta abrir cualquiera de ellos para que te vuelva el odio contra la burguesía peruana.

—O sea que con nuestras cacografías estamos alentando a los rebeldes de dieciséis años —dijo Carlitos —. No tengas mala conciencia entonces, Zavalita. Ya ves, aunque sea oblicuamente, todavía ayudas a tus ex compinches.

—Lo dices en broma, pero a lo mejor sí —dijo Santiago —_ Cada vez que escribo sobre algo que me repugna, hago el artículo lo más asqueroso posible. De repente, al día siguiente un muchachito lo lee y siente arcadas y, bueno, algo pasa.

Sobre la puerta estaba el cartel que había dicho Washington. El polvo cubría enteramente las toscas letras de «Academia››, pero el dibujo —la mesa, el taco, las tres bolas de billar — se distinguía muy nítido y había además el ruido de las carambolas que venía de adentro: era ahí.

—Ahora resulta que Odría es noble —se rió don Fermín —. ¿Leyeron El Comercio? Desciende de barones, etcétera, y si quiere puede hacer valer su título.

Santiago empujó la puerta y entró: media docena de mesas de billar ya entre los terciopelos verdes y el techo de vigas descubiertas, caras disueltas en olas humosas; una enramada de alambres sobrevolaba las mesas, los jugadores marcaban los puntos con los tacos.

—¿Qué tuvo que ver esa huelga de tranviarios con que te escaparas de tu casa? —dijo Carlitos.

Atravesó el salón de juego, luego otro salón con sólo una mesa ocupada, después un patio erupcionado de latas de basura. Al fondo, junto a una higuera, había una puertecita cerrada. Dos toques, esperó y dos toques más, y al instante abrieron.

—Odría no se da cuenta que permitiendo esas adulonerías se convierte en el hazmerreír de Lima —dijo la señora Zoila —. Si él es noble, qué seremos nosotros.

—Todavía no han llegado los apristas —dijo Héctor —. Pasa, los camaradas ya están aquí.

—Hasta entonces nuestro trabajo había sido estudiantil —dijo Santiago —. Colectas para los estudiantes presos, discusiones en los Centros, distribución de volantes y de Cabuide. Esa huelga de tranviarios nos permitió pasar a cosas mayores.

Entró y Héctor cerró la puerta. La habitación era más vieja y sucia que las salas de juego. Cuatro mesas de billar habían sido arrimadas contra la pared para hacer más espacio. Los delegados de Cahuide estaban salpicados por el lugar.

—¿Qué culpa tiene Odría que alguien escriba un artículo diciendo que es noble? —dijo don Fermín —. Qué no inventarán los vivos para sacar plata. ¡Hasta genealogías!

Washington y el cholo Martínez conversaban de pie cerca de la puerta, Solórzano hojeaba un periódico sentado en una mesa, Aída y Jacobo desaparecían casi en la penumbra de un rincón, el Ave se había acomodado en el suelo y Héctor espiaba el patio por las rendijas de la puerta.

—La huelga de tranviarios no era política, sino por mejoras de salario —dijo Santiago —. El sindicato mandó una carta a la Federación de San Marcos pidiendo apoyo estudiantil. En la Fracción se pensó que era la gran oportunidad.

—Se les dijo a los apristas que vinieran uno por uno, pero a ellos les importa un comino la seguridad —dijo Washington —. Se presentarán en patota, como de costumbre.

—Entonces llama a ese tipo y que nos averigüe nuestros títulos también —dijo la señora Zoila —. Odría noble, sólo faltaba eso.

Llegaron unos minutos después, en grupo, como temía Washington, cinco de la veintena de delegados apristas: Santos Vivero, Arévalo, Ochoa, Huamán y Saldívar. Se mezclaron con los de Cahuide, sin votar se decidió que Saldívar dirigiera el debate. Su cara flaca, sus manos huesudas, sus mechones canosos le daban un aire responsable. Como siempre antes de comenzar, cambiaban burlas, ironías.

—En la Fracción acordamos tratar de provocar en San Marcos una huelga de solidaridad con los tranviarios —dijo Santiago.

—Ya sé por qué te preocupa tanto la seguridad —le decía Santos Vivero a Washington —. Porque ustedes son todos los rabanitos del país y si caen los soplones y nos detienen desaparece el comunismo en el Perú. Nosotros cinco, en cambio, somos una gota en el mar aprista peruano.

—El que cae en ese mar no se ahoga de agua sino de huachafería —dijo Washington.

Héctor se había quedado en su puesto de observación junto a la puerta; todos hablaban en voz baja, había un ronroneo continuo, mullido, y, de pronto, se elevaba una risa, una exclamación.

—Los delegados de la Fracción no podíamos decidir una huelga, sólo éramos ocho votos en la Federación —dijo Santiago —. Pero con los apristas podíamos. Tuvimos una reunión con ellos, en una academia de billar. Ahí comenzó, Carlitos.

—Dudo que éstos apoyen la huelga —susurró Aída a Santiago —. Están divididos. Todo depende de Santos Vivero, si él está de acuerdo los demás lo seguirán. Como carneros, ya sabes, lo que diga el líder está bien.

—Fue la primera gran discusión en Cahuide —dijo Santiago —. Yo estuve en contra de la huelga de solidaridad; el que encabezó a los partidarios fue Jacobo.

—Bueno, compañeros —Saldívar dio dos palmadas —. Acérquense, vamos a empezar.

—No fue por darle la contra a Jacobo —dijo Santiago —. Yo pensaba que no íbamos a tener el apoyo de los estudiantes, que fracasaríamos. Pero quedé en minoría y se aprobó la idea.

—Compañeros serán ustedes —se rió Washington —. Estamos juntos pero no nos mezcles, Saldívar.

—Esas reuniones con los apristas eran como los partídos amistosos de fútbol —dijo Santiago —. Comenzaban con abrazos y terminaban a veces a trompadas.

—Bueno, compañeros y camaradas, entonces —dijo Saldívar. —Acérquense o me voy al cine.

Se formó una rueda en torno a él, las risas y murmullos fueron cesando. Adoptando de pronto una seriedad funeral, Saldívar resumió el motivo de la reunión: esta noche se discutiría en la Federación la solicitud de apoyo de los tranviarios, compañeros, decidir si podíamos llevar una moción conjunta, camaradas. Jacobo levantó la mano.

—En la Fracción preparábamos esas reuniones como un ballet —dijo Santiago —. Turnarse, desarrollar cada uno un argumento distinto, no dejar sin rebatir ninguna opinión contraria.

Estaba con la corbata caída, despeinado, hablaba en voz baja: la huelga era una ocasión magnífica para provocar una toma de conciencia política en el estudiantado. Las manos caídas a lo largo del cuerpo para desarrollar la alianza obrero-estudiantil. Mirando a Saldívar muy serio: iniciar un movimiento que podía extenderse a reivindicaciones como liberación de estudiantes presos y amnistía política. Calló y Huamán levantó la mano.

—Yo había estado contra la idea de la huelga por las mismas razones que expuso Huamán, un aprista —dijo Santiago —. Pero como la Fracción había acordado la huelga, me tocó defenderla contra Huamán. Eso es el centralismo democrático, Carlitos.

Huamán era pequeñito y amanerado, nos había costado tres años reconstituir los Centros y la Federación de San Marcos después de la represión, sus gestos eran elegantes, ¿cómo íbamos a lanzar una huelga, por razones extra-universitarias, que podía ser rechazada por las bases?, y hablaba con una mano en la solapa y revoloteando la otra como una mariposa, si las bases rechazaban la huelga perderíamos la confianza de los estudiantes, y su voz era impostada, florida y. por momentos chillona, y además vendría la represión y los Centros y la Federación serían desmantelados antes de que hubieran podido actuar.

—Ya sé que la disciplina de un partido tiene que ser así —dijo Santiago —. Ya sé que si no, sería un caos. No me estoy defendiendo, Carlitos.

—No te vayas por las ramas, Ochoa —dijo Saldívar —. Cíñete al tema en debate.

—Justamente, precisamente —dijo Ochoa —. Yo pregunto: ¿está la Federación de San Marcos lo bastante fuerte para lanzarse a una acción frontal contra la dictadura?

—Pronúnciate de una vez, que no tenemos tiempo —dijo Héctor.

—Y si no está lo bastante fuerte y se lanza a la huelga —dijo Ochoa — ¿qué sería la actitud de la Federación? Yo pregunto.

—¿Por qué no te vas a dirigir el programa Kolynos pregunta por veinte mil soles? —dijo Washington.

—¿Sería o no sería una actitud de provocación? —dijo Ochoa, imperturbable —. Yo pregunto, y constructivamente respondo: sí sería. ¿Qué? Una provocación.

—Era en medio de esas reuniones que de repente sentía que nunca sería un revolucionario, un militante de verdad —dijo Santiago —. De repente una angustia, un mareo, una sensación de estar malgastando horriblemente el tiempo.

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