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Authors: Mario Vargas Llosa

Conversación en La Catedral (22 page)

BOOK: Conversación en La Catedral
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—Le cree todo, lo considera infalible —dijo don Fermín —. Cuando Bermúdez opina, Ferro, Arbeláez, Espina y hasta yo nos vamos al diablo, no existimos. Se vio cuando lo de Montagne.

—El pobre no tenía ideas políticas —dice Santiago —. Sólo intereses políticos, Ambrosio.

Trifulcio dio un salto, las piernas estaban ya en el último escalón, dio un empellón, dos, y se agachó y ya iba a alzarlo. No, no amigo, dijo un don Emilio risueño y modesto y sorprendido, muchas gracias pero, y Trifulcio lo soltó, retrocedió, confuso, los ojos abriéndose y cerrándose, ¿pero, pero?, y don Emilio pareció también confuso, y en el grupo apiñado en torno a él hubo codazos, cuchicheos.

—La verdad es que, aun cuando no sea infalible, tiene cojones —dijo el senador Arévalo —. En año y medio nos borró del mapa a los apristas y a los comunistas y pudimos llamar a elecciones.

—¿Sigues siendo el jefe máximo del Apra, papacito? —dijo Ludovico —. Bueno, muy bien. Sigue, Hipólito.

—Lo de Montagne fue así —dijo don Fermín —. Un buen día Bermúdez se desapareció de Lima y volvió a las dos semanas. He recorrido medio país, General, si Montagne llega de candidato a las elecciones, usted pierde.

Qué esperas, imbécil, dijo el que daba las órdenes y Trifulcio disparó una mirada angustiada a don Emilio que hizo un signo de rápido o apúrate. La cabeza de Trifulcio se agachó velozmente, atravesó el horcón que formaban las piernas, alzó a don Emilio como una pluma.

—Eso era un disparate —dijo el senador Landa —. Montagne no iba a ganar jamás. No tenía dinero para una buena campaña, nosotros controlábamos todo el aparato electoral.

—¿Y por qué te parecía tan gran hombre mi viejo? —dice Santiago.

—Pero los apristas iban a votar por él, todos los enemigos del régimen iban a votar por él —dijo don Fermín —. Bermúdez lo convenció. Si voy en estas condiciones, pierdo. En fin, así fue, por eso lo metieron preso.

—Porque era, pues, niño —dice Ambrosio —. Tan inteligente y tan caballero y tan todo, pues.

Oía aplausos y vítores mientras avanzaba con su carga a cuestas, rodeado de Téllez, de Urondo, del capataz y del que daba las órdenes, también él gritando Arévalo —Odría, seguro, tranquilo, sujetando bien las piernas, sintiendo en sus pelos los dedos de don Emilio, viendo la otra mano que agradecía y estrechaba las manos que se le tendían.

—Ya déjalo, Hipólito —dijo Ludovico —. No ves que ya lo soñaste.

—A mí no me parecía un gran hombre, sino un canalla —dice Santiago —. Y lo odiaba.

—Está truqueando —dijo Hipólito —. Y te lo voy a demostrar.

El Himno Nacional había terminado cuando acabaron de dar la vuelta a la Plaza. Hubo un redoble de tambor, un silencio, y comenzó una marinera. Entre las cabezas y los puestos de refrescos y de viandas, Trifulcio divisó una pareja que bailaba: ya, llévalo a la camioneta, negro. A la camioneta, don.

—Lo mejor será que hablemos con él —dijo el senador Arévalo —. Usted le cuenta su charla con el Embajador, Fermín, y nosotros le diremos ya se acabaron las elecciones, el pobre Montagne no es un peligro para nadie, suéltelo y ese gesto le ganará simpatía. A Odría hay que trabajarlo así.

—Niño, niño —dice Ambrosio —. Cómo va a decir eso de él, niño.

—Cómo conoces la psicología del cholo, senador —dijo el senador Landa.

—Ya ves que no está truqueando —dijo Ludovico —. Suéltalo ya.

—Pero ya no lo odio, ahora que está muerto ya no —dice Santiago —. Lo fue, pero sin saberlo, sin quererlo. Y además en este país hay canallas para regalar, y él creo que lo pagó, Ambrosio.

Ya bájalo, dijo el que daba las órdenes, y Trifulcio se agachó: vio que los pies de don Emilio tocaban el suelo, vio sus manos que sacudían el pantalón. Entró a la camioneta y tras él Téllez, Urondo y el capataz. Trifulcio se sentó adelante. Un grupo de hombres y mujeres miraban, boquiabiertos. Riéndose, sacando la cabeza por la ventanilla, Trifulcio les gritó: ¡viva don Emilio Arévalo!

—No sabía que Bermúdez tenía tanta influencia en Palacio —dijo el senador Landa —. ¿Cierto que tiene una querida que es bailarina o algo así?

—Está bien, Ludovico, menos bulla —dijo Hipólito —. Ya lo solté.

—Le acaba de poner una casita en San Miguel —sonrió don Fermín —. A esa que era querida de Muelle.

—¿Y también te parecía un gran hombre ése con el que trabajaste antes de ser chofer de mi viejo? —dice Santiago.

—¿A la Musa? —dijo el senador Landa —. Caracoles, una señora mujer. ¿Esa es la querida de Bermúdez? Es un pájaro de alto vuelo, para ponerla en una jaula hay que tener bien forrados los bolsillos.

—Ya lo creo que se te pasó, mierda —dijo Ludovico —. Échale agua, haz algo, no te quedes ahí.

—Tan de alto vuelo que lo dejó a Muelle en la tumba —se rió don Fermín —. Y maricona, y se droga.

—¿Don Cayo? —dice Ambrosio —. Nunca, niño, él no tenía ni para comenzar con su papá.

—No se pasó, está vivo —dijo Hipólito —. De qué te asustas, no le dejé ni un arañón, ni un moretón. Se soñó de susto, Ludovico.

—Quién no es maricón en estos tiempos, quién no se droga ahora en Lima —dijo el senador Landa —. Nos estamos civilizando ¿no?

—¿No te daba vergüenza trabajar con ese hijo de puta? —dice Santiago.

—Quedamos en eso, veremos a Odría mañana —dijo el senador Arévalo —. Hoy le han puesto la banda presidencial y hay que dejarlo que se pase el día mirándose al espejo y gozando.

—Por qué me iba a dar —dice Ambrosio —. Yo no sabía que don Cayo se iba a portar mal con su papá. Si en esa época eran tan amigos, niño.

Cuando llegaron a la casa-hacienda y bajó de la camioneta, Trifulcio no fue a pedir de comer, sino al riachuelo a mojarse la cabeza, la cara y los brazos. Después se tendió en el patio de atrás, bajo el alero de la desmotadora. Le ardían las manos y la garganta, estaba cansado y contento. Ahí mismo sé quedó dormido.

—El sujeto ése, señor Lozano, el Trinidad López ése —dijo Ludovico —. Sí, de repente se nos loqueó.

—¿Te encontraste con ella en la calle? —dijo Queta —. ¿La que era sirvienta de Bola de Oro, la que se acostaba contigo? ¿Esa de la que té enamoraste?

—Me alegro que hiciera soltar a Montagne, don Cayo —dijo don Fermín —. Los enemigos del régimen se estaban aprovechando de este pretexto para decir que las elecciones fueron una farsa.

—¿Cómo que se loqueó? —dijo el señor Lozano —. ¿Habló o no habló?

—Es verdad que fueron, entre usted y yo lo podemos reconocer —dijo Cayo Bermúdez —. Apresar al único candidato opositor no fue la mejor solución, pero no hubo más remedio. Se trataba de que el General saliera elegido ¿no?

—¿Te contó que se había muerto su marido, que se había muerto su hijo? —dijo Queta —. ¿Que andaba buscando trabajo?

Lo despertaron las voces del capataz, de Urondo y de Téllez. Se sentaron a su lado, le invitaron un cigarrillo, conversaron. ¿Había salido bien la manifestación de Grocio Prado, no? Sí, había salido bien. ¿Más gente hubo en la de Chincha, no? Sí, más. ¿Ganaría las elecciones don Emilio? Claro que ganaría. Y Trifulcio: ¿si don Emilio se iba a Lima de senador a él lo despedirían? No hombre, lo contratarían, dijo el capataz. Y Urondo: te quedarás con nosotros, ya verás. Todavía hacía calor, el sol del atardecer coloreaba el algodonal, la casa-hacienda, las piedras.

—Habló, pero locuras, señor Lozano —dijo Ludovico —. Que era el segundo jefe máximo, que era el primer jefe máximo. Que los apristas iban a venir a rescatarlo con cañones. Se loqueó, palabra.

—¿Y le dijiste hay una casita en San Miguel donde buscan empleada? —dijo Queta —. ¿Y la llevaste donde Hortensia?

—¿De veras piensa que Odría hubiera sido derrotado por Montagne? —dijo don Fermín.

—Más bien di que los cojudeó —dijo el señor Lozano —. Ah, par de inútiles. Y encima tontos.

—O sea que es Amalia, la que comenzó a trabajar el lunes —dijo Queta —. O sea que eres más tonto de lo que pareces. ¿Se te ocurre que eso no se va a saber?

—Montagne o cualquier otro opositor, ganaba —dijo Cayo Bermúdez —. ¿No conoce a los peruanos, don Fermín? Somos acomplejados, nos gusta apoyar al débil, al que no está en el poder.

—Nada de eso, señor Lozano —dijo Hipólito —. Ni inútiles ni tontos. Venga a verlo cómo lo dejamos y verá.

—¿Que le hiciste jurar que no le diría a Hortensia que tú le pasaste el dato? —dijo Queta —. ¿Que le hiciste creer que Cayo Mierda la botaría si sabía que te conocía?

En eso se abrió la puerta de la casa-hacienda y ahí venía el que daba las órdenes. Cruzó el patio, se paró frente a ellos, apuntó con el dedo a Trifulcio: la cartera de don Emilio, hijo de puta.

—Es una lástima que no le aceptara usted la senaduría —dijo Cayo Bermúdez —. El Presidente tenía la esperanza de que usted fuera el vocero de la mayoría en el Parlamento, don Fermín.

—¿La cartera, que yo le saqué la cartera? —Trifulcio se levantó, se golpeó el pecho —. ¿Yo, don, yo?

—Pedazo de imbéciles —dijo el señor Lozano —. ¿Y por qué no lo llevaron a la enfermería, pedazo de imbéciles?

—¿Robas al que te da de comer? —dijo el que daba las órdenes —. ¿Al que te da trabajo siendo ladrón conocido?

—No conoces a las mujeres —dijo Queta —. Un día le contará a Hortensia que te conoce, que tú la llevaste a San Miguel. Un día Hortensia se lo contará a Cayo Mierda, un día él a Bola de Oro. Y ese día te matarán, Ambrosio.

Trifulcio se había arrodillado, había comenzado a jurar y a lloriquear. Pero el que daba las órdenes no se dejó conmover: lo mandaba preso de nuevo, delincuente, hampón conocido, la cartera de una vez. Y en eso se abrió la puerta de la casa-hacienda y salió don Emilio: qué pasaba aquí.

—Lo llevamos pero no quisieron recibirlo, señor Lozano —dijo Ludovico —. Que no aceptaban la responsabilidad, que sólo si usted da la orden por escrito.

—Ya conversamos de eso, don Cayo —dijo don Fermín —. Yo encantado de servir al Presidente. Pero una senaduría es entregarse de lleno a la política y yo no puedo.

—Yo no voy a decir nada, yo nunca digo nada —dijo Queta —. A mí no me importa nada de nada. Te vas a joder, pero no por mí.

—¿Tampoco aceptaría una Embajada? —dijo Cayo Bermúdez —. El General está tan agradecido por toda la colaboración que usted le ha prestado y quiere demostrárselo. ¿No le interesaría, don Fermín?

—Mire cómo me está ofendiendo, don Emilio —dijo Trifulcio —. Mire la barbaridad de que me acusa. Hasta me ha hecho llorar, don Emilio.

—Ni pensarlo —dijo don Fermín, riéndose —. No tengo pasta de parlamentario ni de diplomático, don Cayo.

—Yo no fui, señor —dijo Hipólito —. Se loqueó solito, se tiró de bruces solito, señor. Apenas lo tocamos, créame señor Lozano.

—No ha sido él, hombre —dijo don Emilio al que daba las órdenes —. Sería algún cholito de la manifestación. ¿Tú no serías tan perro de robarme a mí, no, Trifulcio?

—Lo va a herir al General con tanto desinterés, don Fermín —dijo Cayo Bermúdez.

—Antes me dejaría cortar la mano, don Emilio —dijo Trifulcio.

—Ustedes armaron esta complicación —dijo el señor Lozano —. Y ustedes solitos la van a desarmar, sócarajos.

—Nada de desinterés, se equivoca —dijo don Fermín —. Ya habrá ocasión de que Odría me retribuya mis servicios. Ya ve, como usted es tan franco conmigo, yo lo mismo con usted, don Cayo.

—Lo van a sacar, calladitos, se lo van a llevar con cuidadito —dijo el señor Lozano —, lo van a dejar por alguna parte. Y si alguien los ve se joden, y encima los jodo yo. ¿Entendido?

Ah, sambo latero, dijo don Emilio. Y se fue a la casa-hacienda con el que daba las órdenes, y Urondo y el capataz también se fueron, al poco rato. Te habían mentado la madre a su gusto, Trifulcio, se reía Téllez.

—Usted siempre me anda invitando y yo quisiera corresponderle —dijo Cayo Bermúdez —. Me gustaría invitarlo a comer a mi casa una de estas noches, don Fermín.

—Ese hombre que me insultó no sabía a qué se exponía —dijo Trifulcio.

—Ya está, señor —dijo Ludovico —. Lo sacamos, lo llevamos, lo dejamos y nadie nos vio.

—¿No le sacaste la cartera? —dijo Téllez —. A mí tú no me engañas, Trifulcio.

—Cuando usted quiera —dijo don Fermín —. Con mucho gusto, don Cayo.

—Se la saqué pero a él no le constaba —dijo Trifulcio —. ¿Vamos esta noche al pueblo?

—En la puerta del San Juan de Dios, señor Lozano —dijo Hipólito —. Nadie nos vio.

—He tomado una casita en San Miguel, cerca del Bertoloto —dijo Cayo Bermúdez —. Y además, bueno, no sé si sabrá, don Fermín.

—¿A quién, de qué me hablan? —dijo el señor Lozano —. ¿Todavía no se han olvidado, so carajos?

—¿Cuánta plata había en la cartera, Trifulcio? —dijo Téllez.

—Bueno, había oído algo, sí —dijo don Fermín —.Ya sabe las cotorras que son los limeños, don Cayo.

—No seas tan preguntón —dijo Trifulcio —. Conténtate con que te pague los tragos esta noche.

—Ah bueno, ah pero claro —dijo Ludovico —. A nadie, de nada. Ya nos olvidamos de todo, señor.

—Soy un provinciano, a pesar de año y medio en Lima todavía no sé las costumbres de acá —dijo Cayo Bermúdez —. Francamente, me sentía un poco cortado. Temía que usted no aceptara ir a mi casa, don Fermín.

—Yo también, señor Lozano, palabra que me olvidé —dijo Hipólito —. Quién era Trinidad López, nunca lo vi, nunca existió. ¿Ya ve, señor? Ya me olvidé.

Téllez y Urondo, borrachos ya, cabeceaban en la banca de madera de la chingana, pero a pesar de las cervezas y del calor, Trifulcio seguía despierto. Por los agujeros de la pared se divisaba la placita arenosa blanqueada por el sol, el rancho donde entraban los votantes. Trifulcio miraba a los guardias parados frente al rancho. En el transcurso de la mañana habían venido un par de veces a tomar una cerveza y ahora estaban allá, con sus uniformes verdes. Por sobre las cabezas de Téllez y Urondo se veía una lengua de playa, un mar con manchones de algas brillando. Habían visto partir las barcas, las habían visto disolverse en el cielo del horizonte. Habían comido cebiche fresco y pescado frito con papas cocidas y tomado cerveza, mucha cerveza.

—¿Me ha creído usted un fraile, un tonto? —dijo don Fermín —. Vamos, don Cayo. Me parece magnífico que haya hecho una conquista así. Encantado de ir a comer con ustedes, cuantas veces quieran.

Trifulcio vio el terral, vio la camioneta roja. Atravesó la placita entre perros que ladraban, frenó ante la chingana, bajó el que daba las órdenes. ¿Había votado mucha gente ya? Muchísima, toda la mañana habían estado entrando y saliendo. Tenía botas, pantalón de montar, una camisa sin botones: no quería verlos borrachos, que no tomaran más. Y Trifulcio: pero ahí había un par de cachacos, don. No te preocupes, dijo el que daba las órdenes. Subió a la camioneta y desapareció entre ladridos y una nube de polvo.

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