El siseo del canadiense llegó a sus oídos:
—Aquí están los cabos que sirven de guía para mover la barcaza.
El hombre masticaba rítmicamente, con el cuerpo encorvado hacia adelante, sin dejar de estudiar el declive que marcaba el extremo de la playa.
Bolitho vio las grandes estacas clavadas profundamente en la arena, usadas para sujetar los cabos de guía, y se descubrió rogando a Dios que los cálculos sobre distancia y marea no estuvieran equivocados. Si la marea estaba demasiado baja, la barcaza reposaría sobre la arena y haría falta todo un ejército para moverla tirando de los cabos. Entonces pensó en los grandes morros de cañón, que había visto apuntando hacia la tierra firme y hacia la calzada del terraplén. No era probable que la guarnición del castillo tuviese muchas contemplaciones con los atacantes.
Se preguntó si Pagel observaba su avance desde algún punto de observación, y si la impaciencia le corroía.
Bolitho decidió poner fin a los pensamientos que volaban tan rápido. No era el mejor momento para las fantasías.
El canadiense se desabotonaba ya el pesado chaquetón.
—Voy a cruzar —explicó con la misma tranquilidad que usaría para referirse al fresco de la noche—. Si dentro de un rato no han oído nada, síganme.
Bolitho alargó el brazo para palpar en la oscuridad el hombro del canadiense. Lo notó cubierto de grasa.
—Buena suerte —tuvo que obligarse a decir.
El explorador se apartó de los matorrales y anduvo sin prisas hasta la orilla. Bolitho contó sus pasos: cuatro, cinco, seis… el cuerpo del canadiense ya se estaba sumergiendo en el agua. Un instante después había desaparecido por completo.
Los centinelas que vigilaban alrededor de la fortaleza se dividían durante la jornada en tres turnos de guardia. Probablemente usaban ese sistema porque se hallaban cortos de hombres. Con suerte, eso les debía de mantener más cansados.
Los minutos parecían arrastrarse. En varias ocasiones, Bolitho se sobresaltó pensando que oía algo, y que los gritos de alarma no iban a tardar.
A su lado, Rowhurst murmuró:
—Ya hemos esperado suficiente, señor. —Su puño mostraba un machete con la hoja desenfundada—. Si no hay señales, el camino tiene que estar libre.
Bolitho observó en la oscuridad la figura del segundo jefe de artilleros. ¿Tanta confianza tenía en su victoria? ¿O temía que su teniente hubiera perdido el coraje y trataba de pincharle para empujarle de nuevo a la acción?
—Esperemos un minuto más —decidió Bolitho, quien inmediatamente se dirigió a Couzens—: Acérquese al señor Quinn y ordénele que ponga a sus hombres en fila.
De nuevo tuvo que reprimir su deseo de pasar revista a todo. Era imprescindible que las escalas estuviesen envueltas en trapos, o de lo contrario harían ruido. Pero Quinn tenía que haberse ocupado de eso. Tenía que…
Avisó con un gesto a Rowhurst.
—Usted dirigirá el grupo que avanza por el cabo de la izquierda. —Luego se volvió hacia Stockdale y añadió—: Nosotros seguiremos por el cabo de la derecha.
Los marineros habían sido divididos en dos grupos. Les vio cruzando la playa descubierta y acercarse a las pesadas estacas. Enseguida alcanzaron los cabos y avanzaron, columpiándose en ellos al principio, descendiendo luego hasta el agua. Al principio se les veía sumergidos hasta las rodillas. Luego hasta el pecho. Finalmente sólo sus cabezas sobresalían.
Tras el intenso calor de la jornada, acentuado por la incierta espera, la caricia del agua sobre la piel parecía la de una tela de suave seda.
Bolitho avanzó penosamente, agarrado a la cuerda. El tacto era grasiento como el hombro del explorador canadiense.
Los hombres del contingente habían sido elegidos uno a uno. A pesar de ello, oyó que algunos gruñían y jadeaban con fatiga. Le dolían los brazos de tanto tirar.
De pronto, sin más esfuerzo, se encontraron allí. Saltaron sobre las maderas irregulares de la cubierta de la barcaza y se quedaron quietos, alerta, vigilando en tensión, dispuestos a cualquier sorpresa.
En vez de ello el explorador apareció de entre las sombras y explicó en un suspiro:
—Está todo libre. Ni se ha despertado.
Bolitho tragó saliva. No hacía falta que el hombre diese más explicaciones. El desgraciado centinela había caído, sin duda, en un sueño profundo. Si llegó a despertarse, se encontró con que el doble filo del cuchillo de caza del explorador ya le rebanaba la garganta.
—Rowhurst —ordenó Bolitho—. Ya sabe usted lo que tiene que hacer. Siga adelante y recoja al resto de los hombres. Aproveche la corriente para mover la barcaza.
—A la orden, señor, eso voy a hacer —asintió Rowhurst con gesto paciente.
Bolitho descendió a tierra pisando con cuidado sobre la rampa de tablas. Su pie rozó un brazo que colgaba allí donde el centinela había caído, en la misma orilla. Se esforzó en apartarlo de sus pensamientos. Tenía que concentrarse en recordar todo lo que había visto durante el día. El fuerte se hallaba al otro extremo de la isla, que era muy estrecha. La distancia sería de media milla, o quizá menos. Los que hacían guardia en las murallas debían vigilar el costado del mar, si es que vigilaban. Decidió que tenían muchos motivos para sentirse seguros y olvidar las precauciones. El lugre tardó una mañana entera en barloventear hasta la entrada del fondeadero. A los artilleros del fuerte no les haría falta mucha puntería para herir de muerte a cualquier navío que intentase acercarse hasta allí.
En cambio, parecía insensato esperar un ataque desde tierra firme. La fuerza enemiga hubiera tenido que vadear el canal, y no había embarcaciones capaces de hacerlo.
—Ahí avanza la barcaza, señor —siseó Stockdale con cautela.
En efecto, la estructura de madera se deslizaba en la noche, sumergiéndose en la penumbra donde se hallaba la tierra del otro costado.
Bolitho avanzó unos pasos en dirección a la fortaleza. El grupo de sus hombres se había repartido en dos filas. Ahora sí se sentía completamente solo, alejado de cualquier asistencia si las cosas se ponían feas.
Prosiguieron el camino en dirección al fuerte. Poco después descubrieron una hondonada. Con alivio, descendieron hacia ella en busca de protección.
Bolitho se tendió sobre la áspera arena y, sacando su catalejo, lo asomó por encima de la duna de arena en busca de algún signo de vida. El fuerte, al igual que el resto de la isla, parecía completamente muerto. Antes hubo allí un edificio más antiguo, construido originariamente para defender a los primeros colonizadores del ataque de los indios. Fue destruido en alguna de las múltiples batallas o incendios. Esos aventureros se reirían si les viesen ahora arrastrándose y escondiéndose, meditó Bolitho con desánimo.
Esperó lo que parecía una vida entera y, por fin, oyó el siseo de un marino:
—Se acerca el señor Couzens, señor.
Primero arribó el explorador canadiense, que servía de guía. Luego fue Couzens, sin aliento y realmente agradecido de que la suerte le hubiese hecho hallar a sus compañeros, quien se dejó caer en la zanja.
—El señor Quinn ya está aquí, señor —informó—. También ha llegado la primera columna de infantería de marina mandada por el capitán D'Esterre.
Bolitho dejó escapar el aire de sus pulmones con parsimonia. Ocurriese lo que ocurriese, ahora ya no estaba solo ni falto de ayuda. La barca ya debía de haber iniciado su segundo viaje hacia tierra firme. Con un poco de suerte, la segunda columna de infantes de marina tardaría poco en desembarcar.
—Elija a dos hombres —ordenó siseando al guardiamarina—. Deslícese con ellos por la playa hasta esos botes que hay allí. Quiero mantener una guardia junto a ellos y tenerlos listos por si hemos de retirarnos a toda prisa. —Notaba en la oscuridad la atención con que el adolescente le escuchaba—. No pierda más tiempo.
Le observó mientras, a gatas, trepaba por el margen de la zanja seguido de los dos marineros armados hasta los dientes. Un hombre menos que proteger. No había ninguna razón para que Couzens se dejase matar en un combate cuyo plan tenía tantos cabos sueltos.
No le costó imaginar el avance de las distintas columnas de infantes de marina. Las dos primeras secciones debían ahora de moverse hacia las puertas de la fortaleza; el grupo que desembarcase a continuación se apostaría junto al terraplén para cubrir el ataque o, en caso necesario, la retirada.
Bolitho imaginó que Probyn debía de encontrarse con el comandante, aunque fuese sólo para asegurarse de que no le olvidaba una vez terminadas las emociones del combate.
Una nueva sombra se deslizó entre los marinos que soportaban la espera con tensión. Se trataba ahora del guardiamarina que acompañaba a Quinn, también sin aliento y temblando de puro cansancio.
—¿Bien, señor Huyghue? —preguntó Bolitho tragándose la ansiedad. Repentinamente recordó la imagen del teniente Sparke en pleno combate. Frío como el hielo, desapegado de todo. Era más fácil decirlo que hacerlo—. ¿Está lista su columna?
Huyghue asintió.
—Sí, señor. Escalas, ganchos, maromas. —Hizo una pausa para humedecerse los labios con la lengua con un chasquido y prosiguió—: El señor Quinn dice que ya no puede tardar mucho en amanecer.
Bolitho alzó la mirada hacia el firmamento y estudió las primeras señales del alba. Quinn debía de estar muy nervioso, si perdía el tiempo explicando a su guardiamarina algo que parecía tan obvio.
—En ese caso —dijo— deberíamos empezar pronto.
Se levantó y aflojó la tela de su camisa. ¿Cuántas ocasiones seguiría teniendo la suerte de su lado? ¿Qué día o qué noche le iba a tocar a él el turno de caer bajo el enemigo y no volver ya a levantarse?
—Síganme —ordenó con aspereza Bolitho. El sonido de su propia voz le pareció extraño y le hizo sentir vértigo, como si su cabeza estuviese en una nube.
Terminó de dar las instrucciones:
—Señor Huyghue, usted se queda aquí y mantiene la guardia. Si nos obligan a retroceder, reúnase junto a los botes con el señor Couzens.
Huyghue se balanceaba de un pie a otro como si estuviese pisando brasas.
—¿Y una vez allí, señor?
Bolitho le dirigió una severa mirada:
—Dejo que usted mismo decida qué hacer. Porque mucho me temo que, si nos hacen retroceder, no tendremos tiempo de llegar a los botes. ¡Ni mucho menos de dedicarle a usted un consejo!
Oyó tras él la risa sorda de Rabbet; inmediatamente se arrepintió de haber soltado un chiste tan tosco, y se preguntó cómo a alguien, en aquel momento, podía hacerle gracia.
Notó la brisa nocturna, fresca y suave como una caricia, a medida que avanzaba a pasos cautelosos hacia la esquina de la muralla. A pesar de hallarse a más de un cable de distancia, le hacía sentir muy visible al acercarse al escondrijo donde esperaba Quinn.
Una sombra se incorporó y, de rodillas sobre la arena, les encañonó con un mosquete. En cuanto el hombre reconoció a los hombres de Bolitho se dejó caer de nuevo cuerpo a tierra.
Quinn estaba allí entre sus hombres y el amasijo de escalas y cuerdas. Se le adivinaba tenso y, cuando Bolitho le pidió su catalejo, se lo entregó con mano temblorosa.
—No se ve nada —dijo Bolitho—. Está tranquilo, muy tranquilo. Imagino que deben de confiar plenamente en los centinelas, tanto en el que vigila hacia mar abierto como en el que hemos abatido en la playa.
Bolitho vio que Quinn estaba a punto de ser presa del pánico, y le reprendió:
—Conténgase, James, haga el favor. Nuestros hombres nos miran para decidir si han de tener miedo, para calcular el riesgo y las ventajas. —Se obligó a sonreír y, notando en los labios una tensión parecida a la del hielo, añadió—: Esta noche vamos a ganarnos el sueldo, ¿no le parece?
Rowhurst apareció entre las tinieblas.
—Listos, señor —avisó dirigiendo una rápida mirada hacia Quinn—. No hay rastros de esos canallas por el parapeto.
Bolitho se volvió de espaldas a la fortificación y levantó el brazo. Vio las siluetas que, agachadas aún, abandonaban el refugio de sus escondites e iniciaban el avance. Se sintió responsable de todos ellos. A partir de aquel momento, no había vuelta atrás.
Las escalas fueron transportadas a toda prisa hasta el muro elegido. Los marinos que se inclinaban bajo su peso, cargados además con machetes y hachas de abordaje, le recordaron a Bolitho las figuras de un antiguo tapiz normando que había visto hacía muchos años en Bodmin.
El teniente agarró con fuerza la muñeca de Quinn y apretó su presa hasta que el joven gruñó de dolor.
—No tenemos ni idea de lo que vamos a encontrar ahí, James. Pero esos portones deben abrirse, ¿me oye? —Hablaba tratando de mantener la calma para combatir la avalancha de pensamientos que surgía de su cerebro. Era vital evitar que Quinn se desmoronara.
—Sí —asintió éste—. Yo… yo cumpliré con mi deber, señor.
Bolitho le soltó y le indicó:
—Llámeme Dick.
—¡Dick! —replicó Quinn mirándole con asombro.
La primera escala se alzaba ya contra el manto de estrellas pálidas, apuntando cada vez más alto; la segunda se acercaba a su posición. Los marinos se aprestaban para afirmarlas en sus lugares.
Bolitho se detuvo para comprobar que llevaba el sable asegurado con el lazo alrededor de su muñeca. Luego corrió hacia la primera escala, seguro de que detrás de él seguía Stockdale.
Rowhurst vigilaba a Quinn. Le dio un ligero golpe sobre el hombro y le vio sobresaltarse; enseguida le dijo:
—¡Sígame, señor!
Quinn jadeó y corrió hacia la segunda escalera. Vacilaba y tropezaba al trepar por los peldaños que le conducían hasta el abismo negro extendido más allá de las estrellas.
Bolitho se alzó por encima de las toscas planchas de madera y se dejó caer sobre el parapeto de madera. Poco se diferenciaba aquello del casco de un buque, reflexionó vagamente, excepto por la incómoda quietud de la tierra firme.
Siguió a tientas lo que parecía una barandilla y dejó atrás un cañón giratorio montado sobre su base. Los portones de la entrada debían de estar en aquella dirección. Aspiró para aliviar sus doloridos pulmones; acababa de adivinar el saliente del muro que, por lo que recordaba, se hallaba directamente sobre la entrada.
Llegaron hasta él los aromas del fuego mortecino, la cocina, los caballos y los hombres. Eran aromas inconfundibles, comunes a cualquier guarnición de hombres encerrados entre murallas en cualquier campo de batalla del mundo.