—¡Detengan a ese hombre! —aulló un marinero. Bolitho oyó los gritos de alto que lanzaban los soldados en el otro extremo de la calle.
Corrió, asustado, y gritó:
—¡Esperen!
Pero fue demasiado tarde. El disparo de un mosquete retumbó como un cañonazo entre las paredes de la estrecha callejuela.
Anduvo ante sus hombres y se detuvo ante el cuerpo extendido en el suelo. Un cabo de infantería avanzó corriendo. Agarró el cuerpo y le dio la vuelta para tumbarlo sobre la espalda.
—¡Pensé que era un fugitivo de ustedes, señor!
Bolitho se arrodilló y deshizo los botones que cerraban el chaquetón y la camisa del muchacho. Su tacto notó la piel, todavía caliente y palpitante, casi tan suave como el mentón que había tocado antes. También había sangre que brillaba bajo la luz del fanal, como si estuviese aún viva.
Bolitho llevó su mano hasta el pecho. No pudo hallar el ritmo del corazón. Los ojos muertos y fríos le observaban sin parpadear desde la penumbra, hostiles y acusadores.
Se alzó sintiendo náuseas:
—Era una chica. —Luego se volvió y añadió—: Esa mujer, tráiganla aquí.
La mujer denominada Lucy se aproximó. Nada más ver el cuerpo tumbado en el suelo sus manos se cerraron una sobre otra como garras.
Desaparecieron la fanfarronería y las ganas de lucha. Bolitho casi pudo oler su terror.
—¿Quién era? —preguntó. El sonido de su propia voz le sorprendió: escueto y carente de emociones. La voz de alguien ajeno a todo aquello—. No repetiré la pregunta, mujer.
Los ecos de la calle trajeron nuevos ruidos. Dos hombres montados a caballo se abrieron paso entre la patrulla callejera. Una voz ladró:
—¿Qué es todo este jaleo?
Bolitho se tocó el sombrero:
—Oficial de guardia, señor.
Ante él estaba un comandante. Mostraba una insignia idéntica a la del hombre que había disparado sobre la chica desconocida.
—¡Ah!, ya entiendo, muy bien. —El comandante desmontó y se inclinó para observar el cuerpo—. ¡Traiga ese fanal, cabo! —Pasó la mano por detrás de la cabeza de la chica y la dejó caer hacia un lado, ya rígida, para acercarla a la luz.
Bolitho observó. No lograba apartar la vista de la cara de la muchacha.
El comandante se alzó y dijo con voz pausada:
—Nos hemos metido en un buen lío, teniente. —Se frotó el mentón antes de añadir—: Mejor que despierte al gobernador. Esto no le va a gustar nada.
—¿De qué se trata, señor?
El comandante meneó la cabeza.
—Lo que uno ignora no le puede perjudicar.
El militar se transformó de golpe, dejando la voz sentimental. Se dirigió con voz pragmática al segundo jinete:
—¡Cabo Fisher! Corra hasta el puesto de guardia y despierte al secretario. Quiero que venga acompañado de un pelotón inmediatamente. —Observó al hombre que se alejaba al galope y añadió—: Esta maldita casa quedará cerrada y bajo vigilancia, y usted —dijo señalando con su dedo índice enguantado a la temblorosa Lucy—, ¡está detenida!
Ella casi cayó por los suelos en sus súplicas:
—¿Por qué yo, señor? ¿Qué he hecho yo? ¿De qué me acusa?
El comandante se apartó para que dos hombres agarraran de los brazos a la mujer.
—¡De traición, mujer, de eso te acuso!
Se volvió con gesto pausado hacia Bolitho.
—Le sugiero que reanude su guardia habitual, señor. Sin duda recibirá más noticias sobre este asunto. —Para sorpresa de Bolitho, el hombre mostró una rápida sonrisa—. Si le sirve de consuelo, creo que se ha tropezado usted con un asunto realmente grave. Demasiados hombres buenos han caído por culpa de los traidores. Aquí hay uno que ya no podrá serlo más.
Bolitho rehízo el camino hacia la orilla en profundo silencio. El comandante había reconocido a la chica muerta. A juzgar por la delicadeza de los huesos y la suavidad de la piel, provenía de una familia acomodada.
Intentó aventurar qué ocurría en aquella casa momentos antes de que sus hombres irrumpieran en ella. Únicamente recordaba los ojos de la chica en el instante en que la miró a la cara, cuando tanto ella como él sabían la verdad.
Bolitho avanzó unos cuantos pasos hacia el costado del alcázar, intentando mantenerse a la sombra de la inmensa vela cangreja del
Trojan
. El calor era tan opresivo que parecía imposible refrescarse a pesar del viento que circulaba por la cubierta.
Se volvió al oír que el mozo de servicio daba la vuelta al reloj de arena, de media hora de duración, situado junto a la bitácora. Seis campanadas repicaron en el castillo de proa casi al mismo tiempo. Faltaba todavía una hora para el mediodía.
Parpadeó bajo el sol que, cayendo a plomo por entre las lonas de las velas, azotaba sus hombros con la fuerza de una maza de forja. Tras tomar un catalejo del soporte donde descansaba, lo enfocó hacia proa. Al instante, el navío insignia,
Resolute
, avanzó hacia su visión.
A qué velocidad cambiaban las cosas, reflexionó. Un día después de la misteriosa muerte de la muchacha, se recibieron órdenes a bordo para levar anclas y hacerse a la mar con la primera brisa favorable. Nada se mencionó respecto al puerto de destino, o a la misión encomendada, por lo que hasta el último momento, muchos en la camareta de oficiales creyeron que todo acabaría en un nuevo ejercicio de navegación o puntería, o acaso una demostración de fuerza con que reforzar la moral de los soldados de infantería.
Eso ocurrió hacía ya cuatro días. Cuatro jornadas de lento resbalar en dirección al sur por un agua lisa como un espejo, sin que en ningún momento el timón mostrase un remolino que indicase velocidad o progreso. En esos cuatro días habían avanzado menos de cuatrocientas millas.
Bolitho hizo pivotar lentamente la lente a través de la aleta de su barco. En el horizonte, el sol reflejaba sobre las velas de juanete de la fragata
Vanquisher
que, con su ventaja a barlovento, navegaba siempre lista para correr en ayuda de sus imponentes compañeros de escuadra, si éstos la necesitaban.
De nuevo dirigió su mirada hacia el navío insignia. De vez en cuando, si el casco del
Resolute
cabeceaba en una ola mayor de lo habitual, era posible ver otro aparejo con velas mucho menores que navegaba varias millas por delante de la escuadra: el vigía del almirante.
Mientras la marinería del
Trojan
sudaba cobrando el cablote del ancla y preparaba el velamen para alejarse de Sandy Hook, Bolitho observó que otra embarcación de la escuadra, la balandra
Spite
, desplegaba sus velas y abandonaba el puerto procurando no llamar la atención. Allí navegaba ahora, frente a la escuadra, lista a izar sus gallardetes de señales en cuanto avistase cualquier novedad de interés para el almirante.
Era un excelente buque armado con dieciocho cañones; según había averiguado Bolitho, fue precisamente el que disparó sobre el
Faithful
antes de que Sparke intentase el rescate del bergantín de suministros. Iba a su mando un capitán de navío de veintiséis años de edad. Se suponía que él sí debía saber hacia dónde se dirigía y lo que debía hacer cuando llegase allí.
El secretismo había penetrado en el mundo de los oficiales como una plaga contagiosa desde el inicio de aquel viaje.
Notó un temblor en la cubierta. Las portas de la primera batería de estribor se abrían. Un instante después crujieron las ruedas de las cureñas de treinta cañones de treinta y dos libras de calibre que se deslizaban hacia su posición de combate. Podría ver sus negros morros con sólo asomar la cabeza por la borda. Pero tenía bastante con pensar en ellos. Con aquel calor, el mero contacto con la amurada seca como yesca quemaba las manos. Costaba imaginar el sufrimiento de Dalyell, teniente al mando de la cubierta baja de cañones.
Más hacia proa las velas gualdrapeaban en susurros sin orden. Alzó la vista hacia el gallardete de la perilla, esperando a ver si el viento cambiaba de dirección. Parecía haberse estabilizado en el nordeste, pero carecía de la fuerza necesaria para eliminar la humedad y el calor de los entrepuentes.
El rumor de las ruedas metálicas indicó que los cañones retrocedían de nuevo hasta sus posiciones de espera. Sin duda Dalyell estudiaba ahora su reloj y consultaba con sus guardiamarinas y suboficiales. La maniobra resultaba demasiado lenta, por más que desde el inicio de la misión el comandante Pears hubiese dejado claro lo que esperaba de sus hombres: listos para el combate en menos de diez minutos y, al disparar, tres tiros cada dos minutos. En ese último ejercicio parecían haber tardado el doble.
Imaginó las dotaciones de los cañones, con sus hombres sudorosos y desnudos de cintura para arriba, luchando con todas sus fuerzas para mover los pesados cañones. Cuando el navío navegaba de la amura de estribor, las piezas, que pesaban más de tres toneladas cada una, debían remontar la pendiente del entrepuente a fuerza de brazos. No era ése el viento ideal para ejercitarse en la maniobra pero, como en su momento apuntó Cairns, jamás el viento era el ideal.
Bolitho ojeó el horizonte a través de las redes de la batayola; intentaba dibujar en su mente la costa, invisible, tal como la había estudiado sobre la carta en el transcurso de sus guardias. A unas veinte millas por el través se hallaba el cabo Hatteras con sus bajos peligrosos. Más allá se alcanzaba el estuario de Pamlico y los ríos de Carolina del Norte.
Pero en la mente de Bolitho y de los vigías apostados en la arboladura, el mar de su alrededor era de su propiedad. Esa sensación daban los cuatro poderosos navíos que avanzaban, en formación estudiada para aprovechar al máximo el viento y la visibilidad, lentos pero sin pausa hacia un destino secreto. Bolitho calculó que sumando las dotaciones de los cuatro buques se alcanzaban probablemente mil ochocientas almas, entre hombres y oficiales.
Poco tiempo antes había visto a Molesworth, el contador de a bordo, acompañado de su secretario; descendían ambos a toda prisa por la escala principal, Molesworth cargado con su libro mayor, y el asistente con toda la impedimenta de útiles necesarios para abrir barriles de vituallas y comprobar su estado y calidad.
Bolitho recordó que era lunes, e imaginó enseguida las instrucciones escritas con minuciosa caligrafía en el cuaderno de Molesworth. Aquel día, para cada hombre, una libra de galleta, un galón de cerveza ligera, una pinta de avena, dos onzas de manteca y cuatro onzas de queso.
Luego, dependía del cocinero Triphook y de sus pinches lo que se pudiera cocinar con aquello.
Se entendía que, según las habladurías de la Armada, únicamente existiesen dos tipos de contadores: los preocupados y los ladrones. A menudo cumplían con ambas características. Bastaba multiplicar la ración diaria de un hombre por la dotación de a bordo, y luego por los días y semanas que duraba una misión: así se tenía una idea de la magnitud de sus preocupaciones.
Un susurro urgente le sacó de sus meditaciones. Era el guardiamarina Couzens, que se hallaba discretamente situado junto a la borda de sotavento con su largavista listo para enfocarlo hacia el buque insignia.
—¡El comandante, señor!
Bolitho se volvió con celeridad. Ese movimiento bastó para que el sudor descendiese por entre sus omóplatos hasta detenerse en su faja, que se empapó como agua de lluvia.
Rozó el sombrero con los dedos:
—Velas llenas y con arrancada, señor. Sur, una cuarta hacia el suroeste.
Pears le dirigió una mirada impasible.
—Parece que haya rolado el viento un poco desde la última hora. Pero no lo bastante como para afectarnos.
El comandante no añadió nada más; Bolitho se dirigió al costado de sotavento, dejando a su dueño y señor la libertad del alcázar.
Pears anduvo pensativo de una banda a la otra, con su semblante absorto.
¿En qué debía de pensar?, se preguntó Bolitho. ¿En las órdenes que había recibido, o en su esposa y su familia, allá en Inglaterra?
Pears se detuvo y se volvió hacia él.
—Mande de inmediato unos hombres a proa, señor Bolitho. La braza de barlovento cuelga tan floja como la disciplina en esta guardia, ¡maldita sea! ¡Por todos los santos, teniente, de usted espero algo mejor!
—Sí, señor —asintió Bolitho—. De inmediato.
Gesticuló en dirección a Couzens, y pocos instantes después un tropel de hombres tiraba con todo su peso de la braza, conscientes todos ellos de estar bajo el ojo del comandante.
Bolitho se descubrió a sí mismo juzgando la conducta de Pears. Para él, la braza del trinquete no estaba más suelta de lo normal teniendo en cuenta las oscilantes ráfagas de viento. ¿Se trataba de una orden más para mantenerle despierto? Recordó entonces la costumbre de Sparke, que a menudo chillaba «anóteme el nombre de ese marino».
El recuerdo le llenó de tristeza.
Vio que Quinn trepaba por la escala procedente de la cubierta de cañones. A su saludo añadió un discreto gesto con la cabeza, que le advertía de la presencia de Pears.
La salud de Quinn era mucho mejor de lo que Bolitho se había atrevido a desear. Recuperado el color de su semblante, el guardiamarina andaba ya erguido y sin el rictus en la cara que producía el perpetuo dolor.
Bolitho había visto la enorme cicatriz en el torso de Quinn. Por suerte su atacante fue alcanzado, a contrapié y por sorpresa, en el momento de atizar el sablazo. De no ser así, su hoja habría desgarrado huesos y músculos, alcanzando sin piedad el corazón.
La voz cayó como una avalancha sobre el jovencísimo quinto teniente:
—¡Señor Quinn!
—¡Señor! —respondió corriendo a través de la cubierta. Su cara se afanaba en investigar cuál podía haber sido su falta.
Pears le estudió con semblante lúgubre.
—No sabe cómo me alegra verle ya en pie y dispuesto a trabajar.
—Gracias, señor —respondió Quinn con una sonrisa de gratitud.
—Por supuesto. —Pears reanudó su diario paseo—. Esta tarde usted y sus hombres harán un ejercicio de defensa contra abordaje. Cuando terminen, si seguimos navegando de la misma amura, ocúpese de que los nuevos trepen a la arboladura y practiquen maniobra de velas. —Subrayó su frase con un gesto rígido—. Con esto, estoy seguro, recuperará la salud mucho más rápido que a base de píldoras, ¿no?
La voz de Couzens, excitada, interrumpió a Quinn:
—¡Señal del buque insignia, señor!