Corsarios Americanos (21 page)

Read Corsarios Americanos Online

Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

BOOK: Corsarios Americanos
9.71Mb size Format: txt, pdf, ePub

El guardiamarina estudiaba el horizonte con su enorme lente; su frente mostraba unas arrugas de anciano, en su esfuerzo por leer la colección de gallardetes de colores izados en la verga del
Resolute
.

—¡Larguen más vela, señor!

—¡Todo el mundo a cubierta! —gruñó Pears—. Larguen sobrejuanetes de mayor y trinquete. Y las alas del mayor, si las vergas las aguantan.

Una vez dada la orden, se dirigió hacia la toldilla de donde acababa de surgir el piloto. Bolitho le oyó comentar en tono áspero:

—¡Más trapo! ¡No es capaz de ordenar otra cosa! ¡Maldita sea!

Cairns apareció corriendo al mismo tiempo que los ecos de los avisos recorrían los entrepuentes y la guardia en descanso desfilaba hacia sus puestos.

—¡Gavieros arriba! ¡Larguen sobrejuanetes!

Cairns, viendo a Bolitho, se encogió de hombros.

—El comandante acarrea un humor de perros, Dick. Planificamos el rumbo con un día de anticipación, pero por lo que respecta a nuestro destino, sé tan poco como usted. —Examinó a su alrededor, para asegurarse de que Pears no le podía oír—. Siempre había tenido por costumbre explicar los planes, consultar sus decisiones con nosotros. Esta vez se diría que el almirante tiene unos planes diferentes.

Bolitho recordó el juvenil entusiasmo del almirante. Acaso Pears se había quedado aislado, al margen de los planes.

Pero no parecía esconder nada extraño en su actitud cuando ordenó a voz en grito:

—¡Señor Cairns! ¡Esos hombres, rápido, a la arboladura! ¡Azótelos si hace falta! ¡No volverá a llamarme la atención el navío insignia!

A mediodía portaban ya los sobrejuanetes. Las alas del mayor volaban también, parecidas a enormes murciélagos, en los extremos de la verga principal. El navío insignia había largado a su vez todas las velas disponibles y se veía enterrado bajo aquella pirámide de trapo color crema.

El teniente Probyn subió a tomar el relevo de Bolitho sin hacer uso de su habitual sarcasmo, aunque sí aprovechó para afinar:

—No veo qué necesidad hay de todo eso. Un día y otro día, sin una explicación. ¡Me pone nervioso, de verdad!

Tuvieron que transcurrir dos días más antes de que se hiciera algo de luz sobre los objetivos del viaje.

La reducida escuadra del contraalmirante Coutts prosiguió su rumbo hacia el sur; más tarde viró hacia el sureste para evitar el cabo Fear, tan peligroso como su nombre hacía presagiar, y así los veleros aprovecharon la favorable disposición del viento.

Bolitho se disponía a abandonar su guardia cuando le requirieron, de forma inesperada, para que se presentase en la magna cámara de popa.

Pero no se trataba de una congregación de todos los oficiales, como pudo adivinar al instante. Halló al comandante solo y sentado ante su escritorio. La casaca le colgaba del respaldo de su silla, su camisa se mostraba abierta, y había aflojado el nudo de su pañuelo de cuello.

Bolitho esperó en silencio. El comandante mostraba un semblante tranquilo, por lo que desechó la posibilidad de recibir una reprimenda por algo que hubiera hecho u olvidado hacer.

Pears le lanzó una rápida mirada.

—El piloto, y ahora el primer teniente del navío, están al tanto de las órdenes que hemos recibido. Acaso le extrañe que confíe la información a usted antes de hacerlo al resto de mis oficiales, pero en las circunstancias en que nos hallamos, parece lo más justo. —Señaló con un movimiento de su cabeza y ordenó—: Tome usted asiento.

Bolitho obedeció, notando en el ambiente la súbita irritación que con tanta frecuencia parecía invadir el ánimo del comandante.

—Se produjeron incidentes en Nueva York. Usted tuvo cierta participación en ellos. —Pears sonrió con astucia—. Lo cual, por supuesto, no me sorprendió en absoluto.

Bolitho captó el sentido de las palabras del comandante y agudizó su atención. Un sexto sentido le había dicho, ya en Nueva York, que la misteriosa muerte de la chica tendría consecuencias. Alguna conexión tenía que haber entre el asunto y la formación de la pequeña escuadra, que zarpó de Sandy Hook de forma tan apresurada.

—No voy a entrar en muchos detalles. La joven que usted halló en el burdel de Nueva York era hija de un personaje del gobierno de Nueva York; un personaje, por si fuera poco, de alto rango. El asunto no podía haber sucedido en un momento más delicado. Justamente esos días estaba en la ciudad Sir George Helpman, enviado expresamente desde Inglaterra por el Parlamento y el Almirantazgo. Las instrucciones que traía Sir George de esas altas instancias eran directas y claras: evaluar lo que se está haciendo para llevar adelante la guerra, y evitar que la campaña se estanque y desemboque en una situación estable, sin vencedores ni vencidos. Entiéndalo: si los franceses… o mejor debería decir, cuando los franceses decidan entrar en la lucha de forma abierta, y con todas sus fuerzas, lo tendremos difícil para mantener nuestras posiciones. Mucho más nos costará lograr cualquier avance.

—Tenía la impresión de que hacíamos cuanto podíamos, señor.

Pears le dirigió una mirada piadosa:

—Cuando tenga usted más experiencia, Bolitho… —Desvió la mirada y frunció el ceño con furia—. Helpman se dará cuenta de lo que ocurre aquí. Verá oficiales corruptos, señoritos del gobierno militar que acuden a bailes y recepciones mientras nuestros soldados, en primera línea de fuego, pagan con sus vidas por ellos. Sólo faltaba ese desdichado asunto: la hija de un personaje importante descubierta colaborando estrechamente con los rebeldes. Salía en secreto del hogar de su padre en un carruaje, disfrazada con ropa de muchacho. En cada ocasión se reunía con uno de los agentes de Washington para pasarle todas las informaciones secretas, hasta las más nimias, sobre las que había puesto las manos encima.

Bolitho imaginó la rabia, la consternación que el descubrimiento de los hechos tenía que haber causado. Y enseguida sintió lástima por la furiosa dueña de la casa de prostitución; no le costaba perdonarle la impetuosa reacción, que le llevó a escupirle en la cara antes de ser detenida. Allí había en juego asuntos de suma gravedad. Personas muy importantes arriesgaban sus cabezas. Sin duda, los agentes dedicados a interrogarla ni iban a sentir escrúpulos ni a escatimar medios para sacarle la información.

—Gracias a la inteligencia proporcionada por esa traidora —prosiguió Pears—, los hermanos Tracy estuvieron al tanto de nuestros más mínimos movimientos. Tuvimos suerte atrapando la goleta
Faithful
. De no ser por ello, y por esa especie de conexión divina que tiene el señor Bunce en los temas relacionados con la meteorología, no habríamos averiguado nunca nada. Todo eso no son más que eslabones de una larga cadena. Ahora queda otro fragmento con el que jugar: los rebeldes han abastecido una nueva plaza fuerte cuyo objetivo es recibir y distribuir pólvora y armamento tanto a sus barcos como a sus batallones de tierra.

Bolitho se humedeció los labios.

—¿Y es allí hacia donde nos dirigimos, señor?

—A su fortaleza defensiva, en efecto: Fort Exeter, en Carolina del Sur, a unas treinta millas al norte de Charlestown.

Bolitho asintió con un gesto. Recordaba perfectamente los hechos ocurridos hacía ya un año en la misma zona, en otra plaza fuerte de los rebeldes. En aquella ocasión la fortaleza se hallaba más al sur de Charlestown. Una potente escuadra de buques de guerra británicos, cargados con tropas además de con los habituales infantes de marina, rodeó y sitió la fortaleza amurallada que dominaba el tráfico de las aguas interiores. El Alto Mando pretendía así bloquear tanto el comercio como el tráfico de corsarios que usaban como base Charlestown, el puerto más activo de los situados al sur de Filadelfia. Fue todo lo contrario de una victoria: la campaña terminó en una humillante derrota. Más de un buque quedó embarrancado a causa de los errores en las cartas marinas. En otros lugares, el agua era demasiado profunda y los soldados no pudieron desembarcar vadeando, cargados con sus pertrechos de combate, tal como lo habían planeado los estrategas. Los rebeldes americanos no perdieron el tiempo y, protegidos por las gruesas murallas de la fortaleza, castigaron con implacable bombardeo de artillería a los grandes buques ingleses. La vergüenza se prolongó hasta que el comodoro Parker, cuyo navío insignia había recibido la peor parte del bombardeo, ordenó una retirada en toda regla. El
Trojan
se encontró con la escuadra de buques que regresaban vencidos cuando se dirigía hacia el lugar de la batalla para reforzar el contingente.

En los corrillos de la Armada, donde la derrota y el fracaso no eran frecuentes, aquella acción se consideró un desastre inexcusable.

Pears no había dejado de observar su expresión.

—Veo que usted tampoco lo ha olvidado, Bolitho. Sólo deseo que nosotros vivamos para recordar esta nueva empresa.

Bolitho tardó un segundo en darse cuenta de que la entrevista había terminado. Se preparaba para abandonar la estancia cuando Pears dijo con voz queda:

—Todo eso se lo cuento, como puede entender, porque usted jugó un papel en el caso. Sin la casualidad que le llevó a aquel burdel, jamás nos habríamos enterado de la traición de la chica. Sin eso, tampoco Sir George Helpman habría armado el escándalo que armó en Nueva York. —Pears se recostó en su silla y sonrió—. Y sin Sir George, por supuesto, tampoco nuestro almirante estaría hoy aquí, en medio del Atlántico, intentando demostrar que puede vencer al enemigo donde otros fueron derrotados. Como le dije antes, Bolitho, son todo eslabones de una larga cadena. Reflexione sobre ello.

Bolitho abandonó la cámara y, ya en la cubierta, se topó con el capitán D'Esterre.

—¡Caramba, Dick! —exclamó el militar—, ¡por su cara, cualquiera diría que se ha encontrado con un fantasma!

—Así es —respondió Bolitho con una sonrisa forzada—: el mío.

Cuando, por fin, se juzgó conveniente que oficiales y suboficiales conociesen las órdenes bajo las que actuaba el comandante Pears, fue Cairns quien les reunió e informó. Entre los presentes, nadie, ni siquiera el más falto de imaginación, dejó de maravillarse ante el atrevido plan de batalla diseñado por el almirante.

Los infantes de marina transportados tanto en el buque insignia como en el
Trojan
debían embarcar en la balandra
Spite
mientras todavía se hallaban lejos de la vista de tierra. La fragata patrullaría para asegurar que nadie les observaba o atacaba. Luego la balandra iba a aprovechar la oscuridad de la noche para dirigirse hacia la costa llevando a remolque una ristra de botes, destinados al desembarco.

Durante esa operación los dos navíos proseguirían su derrota, acompañados de la
Vanquisher
. Su rumbo continuaría paralelo a la costa en dirección a la fortaleza que fue el escenario de la derrota del comodoro Parker el año anterior.

Pretendían desviar la atención de cualquier observador situado en la costa, así como tranquilizar a los oficiales que mandaban tanto la plaza fuerte como la guarnición de Charlestown. Esos no iban a ver nada extraño en que la Armada británica intentase un nuevo ataque a la fortaleza del sur. El orgullo herido, combinado con el hecho de que la plaza continuaba siendo útil en la protección de los corsarios y del tráfico de suministros y munición, constituían razón suficiente para una segunda intentona.

Por otra parte, Fort Exeter era mucho más fácil de defender de los ataques del mar. Sus ocupantes, viendo que la reducida escuadra pasaba de largo y no intentaba esconderse de los vigías apostados por las fuerzas rebeldes en los puestos avanzados, se iban a sentir más seguros.

El teniente Cairns explicó hasta el último detalle de las órdenes y las acciones que esperaba de sus hombres. Oyéndole hablar en su voz monótona y carente de emoción, Bolitho imaginó que era el contraalmirante Coutts quien se dirigía personalmente a él.

Los infantes de marina, acompañados de un contingente de marineros y equipados con suficientes cordajes y escalas para escalar cualquier muro, alcanzarían la costa a bordo de la balandra
Spite
. Esta debía soltar los botes y alejarse de la costa antes de la primera luz del día, para evitar ser vista. El resto del plan consistía en un ataque terrestre por el flanco trasero del fuerte, cuya estrategia debía decidirla sobre la marcha el oficial al mando del destacamento. En aquel caso se trataba del comandante Samuel Pagel, al mando de la infantería de marina del navío insignia
Resolute
.

D'Esterre, refiriéndose al comandante de infantería, había confiado a sus allegados:

—Un hombre extremadamente duro. Una vez ha tomado una decisión, no se echa nunca atrás, ni tolera que se le discuta.

Bolitho tenía razones para creerlo. Había coincidido con Pagel en más de una ocasión. Andaba extremadamente erguido, siempre consciente de la estampa que producía su casaca escarlata y el fajín a juego, junto con las solapas y el cuello de un blanco inmaculado. Sin embargo, le era cada día más difícil esconder su prominente barriga, que no cesaba de aumentar. De joven, sus facciones podían haber sido atractivas; pero en la actualidad, próximo ya a la cuarentena, el comandante mostraba en su físico los síntomas del hombre acostumbrado a beber y gozar de la buena mesa.

—A ver si esta pequeña caminata le ayuda a perder algunos kilos de grasa —comentó también, cáustico, el capitán D'Esterre.

Pero lo dijo sin ironía, vacía de sonrisa su expresión; Bolitho entendió que hubiera deseado ocupar él el mando del destacamento en lugar del comandante.

Desaparecido el secreto sobre la misión, toda la dotación del navío emprendió los trabajos preparatorios con el habitual contraste de actitudes. Entre los elegidos para el desembarco dominaba la resignación y las caras lúgubres. En cambio, quienes se habían librado desbordaban optimismo y alegría.

La tarea de trasladar infantes de marina y marineros desde los navíos a la pequeña balandra empezó, sin retraso, a la hora fijada. El implacable calor de aquel día de julio dio paso a un crepúsculo casi igual de irrespirable; el trajín y las cargas pesadas que los hombres debían acarrear provocó ataques de cólera y peleas, que los cabos reprimían a golpes de rebenque en las espaldas de los protagonistas.

Bolitho acababa de pasar revista al último contingente de marineros. Era su obligación asegurarse de que todos iban armados, así como equipados con cantimploras llenas de agua y no de ron. Cairns se acercó con grandes zancadas y exclamó furibundo:

Other books

Takedown by Brad Thor
Extraordinary<li> by Adam Selzer
GianMarco by Eve Vaughn
Peace by T.A. Chase
Hidden by Mason Sabre
The Law of Attraction by Kristi Gold