Stockdale habló por los dos:
—Sea como quiera, les hemos batido. Faltos de gente como estábamos, señor, les hemos dado con todo lo que teníamos.
—Desgraciadamente, el bergantín logró huir —replicó con mal humor Couzens.
El piloto se asomó majestuoso por la barandilla del alcázar y bramó:
—¡Pero, bueno, señor Bolitho, eso no puede ser! ¡Aquí hay un navío que precisa gobierno, hay una ruta por navegar, un rumbo que seguir! ¡Y para eso se necesitan velas, más velas y más drizas de las que veo aparejadas en los palos en este instante! —Las espesas cejas de Bunce descendieron sobre sus profundos ojos, y el hombre añadió—: Se ha portado usted muy bien hoy, teniente. Lo he visto todo.
Su cabeza se agitó con un gesto firme, como si temiese haber hablado demasiado.
La dotación disponible en el navío dedicó el resto de la jornada a los trabajos de reparar el
Trojan
en la medida en que eso era posible. Se dio sepultura a los muertos, mientras los heridos eran acomodados de la mejor forma. El maestro velero Samuel Pinhorn había almacenado una buena reserva de lonas de desecho en cubierta, convencido de que antes de alcanzar un puerto fallecerían muchos hombres más.
Era extraordinario que los marinos pudiesen dar tanto de sí tras sufrir lo que habían sufrido. Quizá era el propio trabajo el que les salvaba, pues sin gente atareada y constante atención ningún navío puede navegar.
Se izó un mastelero de fortuna en el lugar del que había caído. Los cordajes nuevos, balanceándose alrededor de los gavieros que trabajaban colgados a gran altura, semejaban algas de un paisaje submarino.
Martillos y serruchos. Alquitrán. Pintura. Agujas e hilo.
Tan sólo un hecho les hizo interrumpir su trabajo y les obligó a mirar y recordar: la súbita aparición de la goleta que habían divisado en el fondeadero de la isla San Bernardo. Lo ocurrido, como supieron después, era lo siguiente: los hombres de la
Spite
abandonaron la balandra, completamente inutilizada, y le prendieron fuego para asegurarse de que no iría a parar a manos de un grupo de piratas o corsarios.
Luego, en una acción decidida y salvaje, Cunningham atacó la goleta desde los botes y se hizo con ella. Una única presa para toda la operación.
Pero Bolitho tenía una cosa por segura. Aquella presa, por más secretos y tesoros que escondiese, no iba a aliviar el dolor que albergaba el corazón de Cunningham tras ordenar a sus hombres el abandono de su propia embarcación.
Cairns ordenó un alto al llegar la hora de la puesta de sol. Se repartió a toda la dotación doble ración de licor. Una vez aferradas las velas para la noche, el
Trojan
reposó, apaciguado, meditando y lamiéndose las heridas.
Bolitho escuchó la orden de aparecer en la gran cámara de popa sin la menor curiosidad. Como la mayoría de los hombres, estaba exhausto, y demasiado aturdido para preocuparse.
Pero alcanzaba ya la popa, agachando su cabeza para penetrar en la toldilla, cuando oyó la voz de Pears que sonaba a través de dos juegos de puertas cerradas.
—¡Porque conozco a su padre! ¡De no ser por eso, en este mismo instante le degradaría y le obligaría a abandonar sus responsabilidades!
Bolitho, sintiendo la mirada del centinela clavada sobre él, vaciló un instante antes de cruzar la puerta.
Se trataba de Quinn, por supuesto. El patético y destrozado Quinn. Todavía le recordaba, inmóvil en la cubierta del combés y rodeado de los restos de los muertos y agonizantes. Atenazado, incapaz de pensar o actuar.
El centinela se dirigió a él:
—¿Señor?
Bolitho respondió con un gesto perezoso y el infante de marina golpeó la cubierta con la culata de su mosquete antes de vocear:
—¡El segundo teniente, señor!
Una vez abierta la puerta, Bolitho fue introducido en la cámara por el mayordomo Teakle. El hombre llevaba un brazo cubierto por un vendaje y parecía muy agitado.
Bolitho se preguntó por qué jamás se le había ocurrido que un mayordomo corría tanto peligro como el resto de los hombres.
Quinn apareció procedente de la gran cámara. Su cara estaba pálida como una sábana. Al ver a Bolitho, hizo amago de querer dirigirse a él. Luego rectificó y le rebasó, desapareciendo entre las sombras.
Pears se adelantó para recibir a Bolitho:
—¡Ah!, ¿no le han zarandeado demasiado, eh? —El comandante estaba nervioso y descompuesto.
—He tenido suerte, señor —replicó Bolitho.
—Y que usted lo diga.
Pears miró hacia atrás al oír que Coutts llegaba procedente de la cámara vecina. Habló el almirante:
—Voy a dejarles al amanecer para trasladarme al velero apresado, Bolitho. Tengo intención de dirigirme a Antigua y, desde allí, embarcarme en uno de los bergantines del correo, o en una fragata.
Bolitho le observó intentando comprender lo que se proponía. Notaba la tensión existente entre los dos hombres y la amargura que asomaba en los ojos de Pears. Parecía un dolor físico.
—Por supuesto que el
Trojan
seguirá la misma ruta —prosiguió con calma Coutts—. Una vez en puerto, podrá llevar a cabo todas las reparaciones necesarias antes de reunirse de nuevo con la escuadra. Me aseguraré de que la gente de Antigua se vuelca en ello, y que se pueda restituir todo…
Pears le interrumpió con furia:
—¡A todos los pobres diablos que han muerto el día de hoy!
Coutts se ruborizó pero se volvió de nuevo hacia Bolitho.
—Le he observado con atención. Usted tiene el temple que hace falta, además de la habilidad y la resistencia para mandar a los hombres.
Bolitho miró de hurtadillas el lúgubre semblante de Pears. Su expresión le sorprendió. Parecía un condenado escuchando la lectura de su propia sentencia.
—Gracias, señor…
—Por consiguiente… —las palabras flotaron durante un instante en el aire saturado de humedad—. Le ofrezco un nuevo destino en el instante en que lleguemos a Antigua. Junto a mí.
Bolitho miró con asombro y comprendió lo que eso significaría para Pears. Con Coutts en Antigua, o acaso en Nueva York, donde llegaría probablemente antes de que el
Trojan
tocase puerto, nadie excepto Cairns hablaría en favor de Pears. Coutts pretendía hacer de él el cabeza de turco. Sus hombros cargarían con la culpa del costoso capricho del contraalmirante.
Le sorprendió verse capaz de responder sin vacilación. Aquella era la oportunidad que buscaba: la excusa que le permitiría saltar a un nuevo embarque, probablemente un buque más rápido y de menor porte como la
Vanquisher
u otra de las numerosas fragatas. Contando con el apoyo de Coutts, aquella era la mejor ocasión que se le iba a presentar en su carrera de marino.
—Se lo agradezco, señor —respondió mirando directamente a Pears—, pero estoy a las órdenes del comandante Pears, y desearía continuar en mi puesto.
Coutts le observó con curiosidad.
—Es usted un tipo raro, Bolitho. Algún día, su sentimentalismo le perjudicará. —Luego saludó, brusco, definitivo—: Buenas noches.
Bolitho descendió en estado de trance las escaleras y se encontró en la cámara de oficiales, que sorprendentemente no parecía haber sufrido mucho en la batalla.
Cairns se reunió con él unos momentos más tarde. Agarró su brazo y llamó la atención de los sirvientes que esperaban en la estancia:
—¡Mackenzie, bribón! ¡Traiga un brandy de primera para este oficial!
D'Esterre, que acababa de aparecer acompañado de su teniente, preguntó:
—¿Qué ocurre?
Cairns se sentó frente a Bolitho y le miró con intensidad.
—No ocurre ahora, sino que ha ocurrido, caballeros. Acabo de presenciar un hecho único: un hombre honesto, por más que equivocado, ha cumplido con su deber.
Bolitho se sonrojó:
—Yo… yo no sabía…
Cairns cogió la botella que le ofrecía Mackenzie y sonrió con tristeza.
—Lo he visto y oído todo. Estaba fuera, pero les observaba por un hueco de la pared, como un chiquillo travieso. —De pronto su expresión se volvió seria—. Les ha dado una lección a los dos, hace un momento ahí arriba. Aunque él nunca se lo agradecerá, o lo mencionará. —Cairns alzó su copa y prosiguió—: Yo, que le conozco mejor que la mayoría, le aseguro una cosa: ¡el gesto de usted compensa lo que Coutts ha hecho con su navío!
Bolitho pensó entonces en la goleta que trazaba su ruta a poca distancia a sotavento del
Trojan
. A la mañana siguiente desaparecería llevándose su oportunidad de ascenso.
El pensamiento le produjo una nueva sorpresa, porque vio que no le importaba.
Bolitho, protegido por la sombra que el sólido tronco del mástil macho del mayor proyectaba sobre la cubierta del
Trojan
, observó la febril actividad que reinaba en el navío. Había, llegado ya el mes de octubre. Dos meses largos había permanecido el
Trojan
efectuando reparaciones en el arsenal de English Harbour, en la isla de Antigua, cuartel general de las escuadras del mar Caribe. Todos los buques de guerra británicos que patrullaban la zona recalaban allí cuando precisaban trabajos de mantenimiento, aunque en la mayoría de los casos se tratase de desgastes producidos por tormentas y por el paso del tiempo. Debido a eso, la arribada del
Trojan
despertó mucha curiosidad en cuanto el comandante Pears dio las amarras, con el pabellón a media asta en honor de los numerosos muertos.
Ahora, quien observase los tensos obenques y la recia jarcia, o viese la blancura de las velas perfectamente aferradas a sus vergas y la perfecta habilidad con que había sido reparada la tablazón de cubierta, hallaría difícil imaginar la dura batalla librada sobre aquel escenario.
Bolitho usó la mano como visera y dirigió la mirada hacia la línea de la costa. Divisó unos cuantos edificios blancos separados entre sí. Más allá, el siempre fácil de distinguir montículo de Monk's Hill. Por la rada circulaba la interminable procesión de embarcaciones portuarias: botes de trabajo del arsenal, barcazas de aguada o los inevitables comerciantes que con sus dudosas mercaderías tentaban a novatos e imprudentes.
Se habían producido numerosos cambios, y no únicamente en la maquinaria del navío. A bordo se veían nuevas caras, llegadas de otros embarques de Inglaterra, o procedentes de distintos puertos del norte y el sur del Caribe. Esos nuevos elementos precisaban ser puestos a prueba y encajar con el resto de la dotación.
Había sido destinado a bordo un nuevo teniente, llamado John Pointer, que por la veteranía de su rango accedió inmediatamente al puesto de cuarto teniente del navío, cargo ocupado anteriormente por Bolitho. Se trataba de un hombre joven y animoso, provisto de un rotundo acento de Yorkshire, y parecía competente y dispuesto a aprender.
El joven guardiamarina Libby, tras su provisional cargo como teniente en funciones, acudió una mañana de buen tiempo al navío insignia y se enfrentó al examen oficial para el rango de teniente. Superó la prueba con todos los honores, aunque el más sorprendido ante el veredicto fue él mismo. Ya se había marchado, destinado sin dilación a un nuevo navío de dos cubiertas. Pero su partida fue un momento triste, tanto para él como para el resto de los guardiamarinas. Entre ellos había dos elementos nuevos, recién llegados de Inglaterra y, según el punto de vista de Bunce, «¡peor que inútiles! ».
Nada se había oído respecto a Coutts, salvo que se había dirigido directamente a Nueva York. Su promoción o su ostracismo parecían ahora irrelevantes ante las últimas noticias, cuya magnitud y gravedad hacía que fuese difícil creérselas.
En Norteamérica el general Burgoyne, tras haber operado con cierto éxito desde Canadá durante los primeros tiempos de la revolución, fue elegido para tomar el control del río Hudson. Avanzó, con su habitual determinación al mando de un contingente de más de siete mil soldados, convencido de que recibiría refuerzos del regimiento de Nueva York. Pero alguien en el alto mando decidió que en esa ciudad no había suficientes soldados, por lo que prescindir de algunos significaría dejar la ciudad sin defensas.
El general Burgoyne esperó en vano hasta que, aquel mismo mes, se vio obligado en Saratoga a rendirse junto con todos sus hombres.
También llegaban noticias de la creciente actividad de los corsarios franceses, a quienes la victoria sobre Burgoyne había dado nuevos ánimos, y con mucha razón.
En pocos días el
Trojan
estaría listo para reincorporarse a la lucha; pero Bolitho no veía cómo el ejército británico podía mantener a raya a la rebelde colonia, por más que su Armada lograse bloquear las rutas marítimas. La creciente intervención francesa ponía en duda incluso ese dominio del mar.
Bolitho se aproximó con impaciencia a las redes de la batayola para observar otra embarcación de comercio que se deslizaba junto al brillante reflejo del casco del
Trojan
. El día era caluroso pero, tras los meses del verano y las torrenciales lluvias tropicales, casi parecía primaveral.
Se volvió hacia la popa y miró la bandera, fláccida y sin vida. En la gran cámara de popa aún debía de hacer más calor.
Intentó pensar en Quinn como si se tratase de alguien desconocido, alguien a quien acabara de conocer. Pero su memoria insistía en presentarle al Quinn de cuando embarcó. El teniente cadete del
Trojan
. Con dieciocho años, recién aprobado el examen que le permitía abandonar su rango de guardiamarina para empezar la carrera de oficial, al igual que iba a hacer ahora Libby. Luego su mente le traía la imagen de Quinn jadeando en agonía tras el tajo casi mortal que recibió en su pecho. Y, por encima de todo, veía su inicial determinación, la testarudez con que aspiraba a convertirse en oficial de la armada a pesar de la oposición firme de su padre.
Esas últimas semanas debían de haberle resultado un infierno. Le habían apartado de sus responsabilidades y, si tras el juicio marcial lograba conservar su rango, sin duda ocuparía en el escalafón del navío un lugar inferior al del recién llegado teniente Pointer.
Los problemas de Quinn, sin embargo, no eran una prioridad del momento. La actividad de las escuadras locales o la intervención oficial de Francia en la contienda, que todo el mundo consideraba inminente, interesaban mucho más a los oficiales y marineros de a bordo.