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Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

Corsarios Americanos (19 page)

BOOK: Corsarios Americanos
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—¡Si eso es la diplomacia, doy gracias a Dios por ser un simple marinero!

Bolitho, en posición de firmes sobre la bancada del bote, ayudó al patrón a mantenerlo estable. El pie de Pears resbaló al pisar el primer peldaño de la escala. Bolitho creyó oír una maldición gutural, pero no estaba seguro. En cualquier caso, le pareció un honor haber disfrutado de ese momento. Pears había recuperado el control, pero por poco. Eso le hacía parecer más humano de lo que Bolitho lo recordaba.

La áspera voz del comandante resonó desde lo alto del portalón:

—¡No se quede ahí tieso como un predicador, señor Bolitho! ¡Por todos los santos, señor, la gente tiene tareas que hacer, aunque usted ya lo haya hecho todo!

Bolitho miró hacia Hogg con una mueca. Ahí volvían a tener a su comandante.

Entre otras misiones, los tenientes de los navíos se repartían la fatigosa y nada gratificante tarea de oficial de la guardia de tierra. En Nueva York, para aligerar el trabajo de las autoridades de tierra, todos los buques fondeados debían proporcionar un teniente que cubriese una guardia de veinticuatro horas. Entre otras responsabilidades, el oficial debía comprobar las varias embarcaciones centinela que patrullaban entre malecones y barcos fondeados al ancla, con el objetivo de evitar que cualquier agente enemigo se acercase a ellos lo suficiente para producir algún daño o apropiarse de información secreta. Asimismo, tenían la obligación de evitar que los marineros de la flota desertasen para buscar refugio —u otro tipo de placer más dudoso— en tierra.

Todos los marineros que bajaban a tierra para encargarse de alguna tarea caían en esas tentaciones; a menudo la guardia debía buscar entre grupos de hombres con ojos enloquecidos y esperar a sus dotaciones que los devolvían a bordo, donde les esperaban algunos azotes ejemplares.

Dos noches después de la recepción a bordo del navío insignia, el turno recayó en el tercer teniente del
Trojan
. Bolitho se debía poner a disposición del capitán de policía de puerto para cumplir su vigilancia. Nueva York le hacía sentirse incómodo. La ciudad parecía esperar algún acontecimiento importante, o suspirar por un orden nuevo que sentase autoridad definitivamente. El cambio y el movimiento no cesaban jamás en sus calles. De tierra adentro llegaban avalanchas de refugiados, mientras un tropel de gente invadía los edificios oficiales en busca de noticias de los parientes desaparecidos en la lucha. Algunos se preparaban para viajar hacia Inglaterra o Canadá. Otros acechaban las recompensas que recibirían quienes ganasen la guerra, fuese cual fuese su color. Las noches eran especialmente peligrosas en los abarrotados barrios portuarios, donde tabernas, burdeles, pensiones y salas de juego ofrecían cualquier cosa imaginable siempre que el cliente estuviese dispuesto a soltar su oro.

Bolitho, seguido de una patrulla de hombres armados, anduvo lentamente junto a una avenida de edificios cubiertos por planchas agostadas por el sol. El grupo desfilaba pegado a la pared para evitar ser alcanzado por las porquerías y el agua sucia que a menudo lanzaban los vecinos sobre las patrullas de vigilancia.

Se dirigían hacia el muelle principal, y tras él oyó el jadeo de Stockdale mezclado con el rítmico entrechocar de las hojas metálicas de las armas. Había poca gente a la vista, aunque tras la mayoría de las ventanas cubiertas por postigos se podían oír cantos blasfemos y música desafinada.

Al fondo, destacaba, silueteado sobre la superficie agitada del agua, un edificio solitario. Vio el habitual grupo de soldados que vigilaban su entrada. El sargento, armado de una pequeña linterna, iba y venía con pasos acompasados.

—¡Alto! ¿Quién va?

—¡El oficial de la guardia!

—¡Avance e identifíquese!

Eran procedimientos rutinarios que se repetían por más que los soldados de infantería podían reconocer, de día o de noche, a casi todos los tenientes de navío de la flota fondeada.

El sargento se puso firmes con un entrechocar de tacones:

—Dos hombres para el
Vanquisher
, señor. Borrachos como cubas, no digo más.

Bolitho franqueó varias puertas y penetró en un amplio vestíbulo. Aquellas paredes conservaban aún rastros de su antigua nobleza. En tiempos de paz habían servido de morada a un rico comerciante de tés. Ahora las usaba la Armada.

—Parecen bastante tranquilos, sargento.

El suboficial respondió con una mueca de desprecio:

—¡Ah, señor, ahora sí, claro! —señaló con gesto procaz las dos figuras inertes, con pesados grilletes que juntaban sus piernas—. ¡Trabajo nos dio tranquilizarlos!

Bolitho tomó asiento ante un escritorio de madera desgastada. Hasta él llegaban los sonidos de la calle que dejaban pasar las puertas cerradas: el crujir de las ruedas sobre los adoquines holandeses, el chillido desafinado de una mujerzuela.

Observó la hora en el reloj: pasaba ya de la medianoche. Quedaban aún cuatro horas de guardia. En momentos como aquel añoraba el
Trojan
, por más que unas horas antes suspirase por alejarse de él y liberarse de su rutina.

Cuando la flota británica entró por primera vez en la rada de Staten Island, alguien la describió diciendo que parecía la ciudad de Londres a flote. En la actualidad eso era ya demasiado evidente como para mencionarlo. Bolitho recordaba haber visto cómo dos tenientes de una fragata entraban en un garito de juego. Los conocía de vista y poco más. En el breve instante de cruzarse con ellos había podido oír un fragmento de su conversación: «Zarpamos con la marea.» «Nos mandan a Antigua con unos despachos.» Lo que daría por ser libre así. Por poder alejarse de aquel laberinto flotante de buques de guerra.

El sargento reapareció mirándole con la duda en el semblante.

—Ahí fuera está el mozo de un garito de juego, señor —dijo agitando su pulgar en dirección a la puerta—. Ya hace años que le tengo visto y sé que es mala gente, pero de fiar. Dice que ha localizado a varios hombres del bergantín Diamond que desertaron hace tres días, antes de que levara anclas.

Bolitho se alzó de repente y alcanzó su sable.

—¿Qué tipo de bergantín era ése?

—Nada grave, señor —sonrió el sargento con amplia mueca—, no era un barco con despacho oficial, sino un carguero que traía carga general desde Inglaterra.

Bolitho asintió con un gesto. Un bergantín británico. Eso significaba marineros profesionales y entrenados. Poco importaba que fuesen desertores.

—Haga entrar a ese… a ese empleado de garito —ordenó.

El físico del hombre mostraba todas las gracias de su oficio. Menudo, grasiento, furtivo. En todos los puertos de mar los había a montones. Buscaban clientes para las posadas y las casas de juego, al tiempo que informaban por dinero a los oficiales que reclutaban tripulación.

—¿Y bien?

—Cumplo con mi deber, señor —lloriqueó el hombre—, ayudo a la Armada de Su Majestad.

Bolitho posó sobre él una mirada de desprecio. El hombre no había perdido el acento barriobajero de Londres.

—¿Cuántos son?

—¡Seis, señor! —Sus ojos brillaron de avaricia—. Fuertes como rocas, y jóvenes.

—Están en la pensión de Lucy —aclaró rápidamente el sargento, haciendo una mueca de asco—; Infectados hasta las cejas, me apuesto lo que quiera.

—Ordene a mis hombres que se preparen, sargento. —Bolitho intentó no pensar en el tiempo que iba a perder en la operación. Con toda probabilidad le robaría todas sus horas de sueño.

—Señor… —dijo el bribón—. ¿No podríamos llegar a un arreglo ahora mismo?

—No. Usted se espera aquí. Si me hago con esos hombres, recibirá el dinero. Pero si no… —dirigió un guiño a los soldados que sonreían malévolos— será arrestado y azotado.

Salió al aire fresco de la noche odiando al chivato y, sobre todo, sintiendo vergüenza por aquel detestable sistema de reclutamiento. La Armada precisaba hombres. Aunque la vida del mar fuese dura, muchos marineros se alistaban voluntarios, pero nunca bastaban. Las muertes, por tantas causas distintas, y las heridas se ocupaban de ello.

—¿Adonde vamos, señor? —preguntó Stockdale.

—A casa de una tal Lucy.

—Ya estuve allí yo, señor —rió uno de los marineros.

—Pues abra la marcha —gruñó Bolitho—. Adelante.

En cuanto alcanzaron la estrecha y empinada callejuela, que olía como una cloaca abierta, Bolitho dividió la patrulla en dos grupos. Muchos de los hombres de su confianza habían usado la estrategia en numerosas ocasiones. Los mismos hombres que en su día fueron reclutados así, una vez asentados en la rutina militar, se prestaban al juego de someter a otros a la cruel justicia de la Armada. «Si me toca a mí, a ti también te va a tocar», parecían pensar.

Stockdale desapareció por la parte trasera del edificio. Había enfundado su machete en el cinto y llevaba en la mano un garrote del tamaño de una pata de cerdo.

Bolitho esperó aún unos segundos respirando profundamente, dedicado a estudiar la puerta cerrada. Tras ella se escuchaba un canturreo que más bien parecía el gemido de un perro enfermo. Debían de dormir la borrachera, pensó con repugnancia. Si es que realmente había algún hombre allí.

Desenfundó su sable y golpeó la puerta con la empuñadura una y varias veces, al tiempo que gritaba:

—¡Abran en nombre de Su Majestad!

La reacción fue inmediata. El restregar de varios pies por el suelo y varios gritos de sorpresa fueron seguidos del sonido amortiguado de un cristal roto, seguido de un golpe sordo: uno de los hombres, intentando huir, había caído bajo el garrote de Stockdale.

Enseguida se abrió la puerta de par en par. Bolitho esperaba ver una estampida de hombres a la carrera, pero se encontró, en cambio, frente a una mujer gigantesca, que entendió que debía de ser la famosa Lucy. Era tan alta y fornida como cualquiera de los marineros, poseía un léxico también común al de ellos, como demostró insultándole y quejándose al tiempo que agitaba los puños frente a su cara.

En todos los rincones aparecían fanales iluminados, y desde las ventanas de las casas de enfrente los curiosos asomaban para disfrutar contemplando el espectáculo de Lucy poniendo en fuga a la Armada.

—¿Por qué? ¿Eh, especie de niñato sifilítico? —Colocó sus manazas en jarras sobre las poderosas caderas y miró furiosa a Bolitho—. ¿Cómo te atreves a venir aquí y acusarme de refugiar a desertores?

Otras mujeres, medio desnudas algunas, se arrastraban por la retorcida escalera que había al fondo del vestíbulo. Se adivinaba en sus caras pintarrajeadas la excitación y el deseo de ver lo que iba a ocurrir.

—Debo cumplir mis órdenes. —Bolitho escuchó su propia voz sintiendo asco del escarnio de la mujer, humillado por su desprecio.

Stockdale apareció tras él y, mostrando una cara sin expresión, anunció:

—Les hemos capturado a los seis. Seis eran, como dijo el hombre ese.

Bolitho asintió. Sin duda, Stockdale había descubierto cómo penetrar en el edificio por atrás.

—Bien hecho —le felicitó. Sentía correr por sus entrañas una indignación urgente—. Ya que estamos aquí, registraremos el lugar en busca de más ciudadanos inocentes.

La mujer se abalanzó sobre él agarrándose a sus solapas. Tenía ya los labios listos para escupirle en la cara.

Bolitho alcanzó a ver sólo por un instante el revoltijo de piernas desnudas y muslos blanquecinos, porque Stockdale cargó la mujer sobre sus brazos y la transportó, entre gritos y maldiciones, por los peldaños que conducían a la calle. Sin más contemplaciones la dejó caer panza abajo sobre un abrevadero para caballos y, con la mano, le mantuvo la cabeza bajo el agua durante unos segundos.

Luego la soltó y ella se levantó tambaleándose, entre toses, jadeos y arcadas. Stockdale la amenazó:

—Si vuelves a hablar así a mi teniente, querida amiga, te hundo mi cuchillo en las mollejas, ¿entiendes?

Luego se volvió hacia Bolitho:

—Ya se ha tranquilizado, señor.

Bolitho tragó saliva con dificultad. Nunca había visto a Stockdale comportarse con aquella rudeza.

—¡Eh!, gracias.

Se dio cuenta de que los hombres se daban palmadas y sonreían. Necesitaba recuperar la autoridad.

—¡He dicho que registren el lugar!

Los seis desertores pasaron por su lado. Uno se sostenía la cabeza con las manos.

Una voz anónima surgió de una casa vecina, gritando:

—¡Dejadles en paz, sanguijuelas!

Bolitho penetró en el vestíbulo y observó las sillas tumbadas, las botellas rotas y los jirones de ropa. Aquello parecía más una mazmorra que un lugar para el placer, pensó.

Los soldados bajaron la escalera arrastrando a dos hombres más. El primero era un pescador de langostas. El segundo aseguraba a gritos no ser hombre de mar. Bolitho observó los tatuajes que recorrían la piel de sus brazos y le advirtió con suavidad:

—Yo que tú me mordería la lengua. Si es lo que sospecho, y vienes de la dotación de un navío de Su Majestad, te conviene no decir nada.

Vio que el hombre palidecía bajo su piel bronceada, como si a lo lejos hubiese visto dibujarse la silueta de la horca.

Un marinero saltó los últimos peldaños y anunció:

—Eso era todo, señor, con la excepción de este muchachuelo.

Bolitho vio a un muchacho que avanzaba, a empujones, por la hilera de mujeres curiosas. No le gustó. Sin duda era el hijo menor de alguien, enviado a por algún recado y que buscaba un primer placer en aquel antro de vicio.

—Muy bien. Avise a los demás.

Estudió de nuevo al niño, de hombros estrechos y ojos profundos que se escondían en la penumbra de la sala.

—Esta casa no es un lugar para ti, muchacho. Lárgate antes de que ocurra algo peor. ¿Dónde vives?

Ante la ausencia de respuesta, Bolitho alargó la mano y alzó la barbilla del muchacho. La luz del fanal dio de lleno en sus facciones asustadas.

Le pareció que transcurrían largos minutos en los que no ocurría nada, mientras algo le decía que en otra parte sucedían cosas que no entendía. En la calle, sus hombres tomaban los datos de los nuevos reclutados con gran entrechocar de pies sobre el pavimento; más allá se oían las órdenes a voz en grito del oficial de una patrulla de infantería que se aproximaba por el extremo de la calle.

Los hechos sucedieron a toda velocidad. El cuerpo del muchacho se retorció mientras se escurría de sus manos. Antes de que nadie reaccionase ya había desaparecido por la puerta.

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