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Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

Corsarios Americanos (37 page)

BOOK: Corsarios Americanos
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Cairns surgió de la oscuridad sin proferir el menor sonido, como era habitual en él.

Dirigió un leve toque de sombrero a la sombra voluminosa de Pears antes de dirigirse a Bolitho:

—Acabo de pasar revista en la cubierta baja de cañones. Están muy cortos de hombres. ¡Aunque dudo que hoy tengamos que combatir a una flota entera!

Bolitho, al recordar la excitación que una simple goleta había provocado en Coutts, soltó una sonrisa.

—Con la ayuda de la
Spite
, creo que podremos lucirnos lo suficiente.

Pears se volvió hacia él, presa de un súbito ataque de furia:

—¡Señor Bolitho! ¡Suba a la arboladura! ¡Tendrá ocasión de usar su ironía con el vigía de la perilla! ¡Informe de todo lo que se aviste! —Se volvió para alejarse y añadió—: ¡O a lo mejor no se le ha curado todavía el miedo a las alturas!

El ácido sarcasmo del comandante había llegado sin duda a oídos tanto de los timoneles como de las dotaciones de cañones estacionadas en el alcázar. Bolitho, sorprendido y avergonzado por la reprimenda, vio que un infante de marina ocultaba una mueca socarrona.

—Ahí tiene, Dick… —musitó con calma Cairns—. Eso le da una idea de la ansiedad que le corroe.

El comentario bastó para tranquilizar a Bolitho quien, tras ascender con seguridad por los flechastes del palo mayor, se saltó expresamente la boca de lobo que cruzaba la cofa y dio la vuelta por las arraigadas, como hacían los gavieros, con su cuerpo arqueado suspendido a metros de altura sobre la cubierta. El resentimiento causado por las palabras de Pears le llevó a alcanzar el mastelerillo sin un atisbo de mareo. Cuando, por fin, sin aliento y empapado de sudor, se trasladó por la cruceta para alcanzar al vigía, se dio cuenta de que había trepado hasta allí mucho más rápido de lo habitual y sin la mitad de cuidado.

—Ya aclara el día, señor —informó el marinero—. Estará despejado, si se me permite opinar.

Bolitho le observó mientras aspiraba para recuperar el resuello. El hombre era un viejo conocido, un gaviero ya veterano llamado Buller. Veterano, por supuesto, en el mundo de los gavieros, aunque no superaba la treintena. Castigado por el rudo trato que viento y mar daban a esos hombres, curtido por la continua lucha contra lonas y cabos enloquecidos durante las galernas, cuando debía recoger trapo y cabos hasta que éstos parecían arrancarle las uñas de los dedos y destrozar sus músculos, pronto sería destinado a tareas menos peligrosas en el castillo de proa o junto a la guardia del alcázar.

Pero lo que más importaba a Bolitho era que el hombre parecía despreocupado. No solamente la altura no le producía ninguna molestia: tampoco la inesperada aparición del segundo teniente le asustaba.

Bolitho meditó sobre la sonrisa del infante de marina del alcázar. Incluso aquello cobraba de pronto su importancia. La mueca no escondía ni malicia, ni placer por verle pisoteado por el comandante.

—En cualquier caso hará mucho calor —respondió. Luego señaló hacia la proa, donde el mástil de trinquete parecía extrañamente desnudo sin las velas de juanetes portando en sus vergas, y preguntó—: ¿Conoce usted estas aguas, Buller?

El hombre reflexionó durante un instante antes de responder.

—No le puedo decir ni que sí ni que no, señor. Para un hombre de mar todas las costas se parecen. —Se encogió de hombros y rió—. En tierra es donde hay mujeres, eso quiero decir.

Bolitho pensó entonces en el burdel de Nueva York, donde aquella mujer le había lanzado una serie de obscenidades ante su cara cuando mantenía aún bajo la palma de su mano el pecho caliente de la adolescente muerta.

Todas las costas se parecen. Bastante verdad encerraba la frase, admitió para sí. Los marineros que trabajaban en la marina mercante también eran parecidos en cuanto desembarcaban. Todos los embarques eran, según ellos, la última vez que aceptaban trabajar en la mar. Un viaje más, unos cuantos ahorros acumulados entre la paga y lo que robaban en la carga y podrían, por fin, comprarse aquella taberna, aquella tienda de herramientas, un pedazo de tierra que les iba a vender algún señor de provincias. Aunque parecía que eso no llegaba a ocurrir jamás, a menos que el hombre fuese desembarcado en tiempos de paz o se tuviera que retirar por inválido. Al final, la mar siempre acababa ganando.

Una tenue palidez, que apareció en el extremo de la gavia de trinquete, obligó a Bolitho a mirar hacia el horizonte, donde vio nacer el primer sol. Luego miró hacia abajo y tragó saliva, impresionado. La cubierta, donde las formas negras de los cañones dibujaban un esqueleto, parecía hallarse una milla más allá de donde colgaban sus piernas. Pero no tenía más remedio que soportarlo. Si el terror a las alturas le había torturado desde el día en que se embarcó para su primer destino, cuando contaba sólo doce años, no iba a abandonarle precisamente ahora.

Bolitho notó bajo él el temblor del mastelero y sus vergas, que oscilaban al ritmo del cabeceo. Se embarcó por primera vez, como guardiamarina, en 1768, el mismo año de la botadura del
Trojan
. Ya en otras ocasiones había pensado en esa coincidencia, pero aquella mañana, en lo alto del mástil y aislado de aquella manera tan extraña, le pareció que el dato escondía un presagio, una advertencia. Se estremeció. Se estaba volviendo tan cobarde como Quinn.

En el alcázar seguía Pears, que recorría de un costado al otro las tablas de la cubierta ajeno por completo a las fantasías de su segundo teniente.

Cairns le observaba desde su rincón. Más atrás, sobre la toldilla elevada, D'Esterre se mantenía inmóvil, cruzado de brazos, y pensaba en la acción de Fort Exeter, en Bolitho y en los infantes de marina muertos.

Una puerta se abrió y se cerró de golpe. Varias voces resonaron alrededor del alcázar anunciando la presencia del almirante. Le seguía de cerca su asistente, el teniente de banderas Ackerman, que aun en la penumbra del amanecer se mostraba alerta y con aire marcial.

El almirante se detuvo junto a la rueda para hablar un momento con Bunce. Luego, tras dirigir un silencioso saludo a Cairns, preguntó a Pears:

—Buenos días, comandante. ¿Está todo listo?

Cairns parpadeó sorprendido. Tratándose del comandante Pears, todo estaba siempre listo.

Pero Pears no pareció inmutarse.

—Sí, señor. Todo el mundo en sus puestos y listos para el combate. Falta cargar los cañones… —explicó con un deje de sequedad— y asomarlos por sus portas.

Coutts le dedicó una mirada de desprecio.

—Eso ya lo veo —dijo antes de darse la vuelta y añadir—: La
Spite
ya debería hallarse en su posición. Le sugiero que largue más vela, comandante. El tiempo para las conjeturas se ha agotado ya.

Cairns se ocupó de transmitir la orden. Segundos después los gavieros volaban por las vergas altas y las lonas empapadas caían tirando de sus cargaderas y ondeaban con pereza al viento. El
Trojan
, sometido a mayor empuje, varió ligeramente el grado de su escora.

—He vuelto a estudiar la carta de navegación de la isla —explicó Coutts, que estudiaba distraído la actividad de los hombres de cubierta—. Se diría que no hay otro fondeadero aparte de ése. Por el litoral sur hay aguas profundas, aunque haya un par de rocas sumergidas cerca de la costa. El comando de Cunningham desembarcó precisamente por el sur. Una maniobra inteligente. Ese muchacho piensa antes de actuar, y acierta.

Pears apartó su mirada de los gavieros que, tras ultimar sus trabajos en la arboladura, descendían por la jarcia hasta la cubierta.

—Era la única posibilidad —dijo—, eso estaba claro, señor.

—¿Tan claro?

Tras soltar la pregunta, tajante e irónica, Coutts se alejó acompañado de su teniente de banderas, satisfecho de haber alcanzado el punto débil de Pears.

Unas cuantas gaviotas retaban la oscuridad y volaban en círculos alrededor del navío, como hojas de otoño atrapadas en un remolino. Parecían querer dar la nueva de la tierra cercana, pues con su actitud casi desinteresada dejaban ver que no lejos de ahí tenían otras fuentes de alimentación.

Bolitho, colgado en su oscilante puesto, observó el paso de los pájaros, que parecían flotar en el aire. Le recordaron lo que había vivido en numerosas ocasiones, durante otras aproximaciones a tierra, pero especialmente cerca de Falmouth. Los minúsculos poblados de pescadores que anidaban en las rendijas de los farallones de Cornualles, los barcos de pescadores en su camino hacia el puerto tras la tarea, los graznidos de las gaviotas que tejían su vuelo sobre ellos.

Un comentario súbito de Buller, a su lado, le arrancó de sus cavilaciones:

—¡Eh, señor, la
Spite
no está en el lugar acordado! —Por primera vez el marinero expresaba con su voz un mínimo de excitación—. ¡Valiente paquete le va a caer a su comandante!

A Bolitho le sorprendió que el marinero, además de tener una visión tan precisa de la estrategia, se preocupase por esos asuntos. Por supuesto que Coutts se pondría furioso. Barloventear hasta su posición original, para que Cunningham tuviese una nueva oportunidad de empezar el ataque, le iba a costar al
Trojan
un día entero, o más.

—Mejor que baje a cubierta e informe al comandante —pensó en voz alta.

¿Por qué tuvo que mencionarlo? ¿Por qué ni tan siquiera pensar en ello? ¿Se trataba de evitar una nueva derrota moral a toda la dotación del navío, o, por el contrario, de proteger la credibilidad de Coutts?

—Vete a saber —gruñó Buller—, podría ser que uno de los chicos haya caído al agua.

Bolitho se ahorró la respuesta. Esperaba que Cunningham perteneciese al tipo de comandantes dispuestos a perder tiempo, por valioso que fuese, si era necesario recoger a un hombre caído al agua. Pero no podía aventurar más que eso. Giró el catalejo por encima de su hombro y se apoyó sobre el cuerpo del mástil, que vibraba.

—Dejo esto con usted, Buller. Voy a bajar al alcázar. Avise en cuanto tenga la menor idea de lo que ocurre con la
Spite
.

Se obligó a no pensar en el abismo que le separaba de la cubierta, o en lo que le costaría recuperar el equilibrio si el navío daba una cabezada y le sorprendía sin asirse con las dos manos a la vez y firmemente al cable por el que se deslizaba.

Era como espiar en el interior de una botella oscura. Se adivinaban tan sólo las manchas blancas de las crestas. El aire salino tenía una textura de vidrio que vaticinaba la llegada del amanecer. Más allá estaban los pálidos rectángulos de lona, apenas visibles todavía, pero con aquella cualidad blanquecina que les hacía sobresalir en la oscuridad como amenazadores témpanos de hielo.

Mucho tenía que haberse desviado de su rumbo la
Spite
, reflexionó. Su proa apuntaba, efectivamente, hacia el escondido fondeadero de la isla. Según los planes, sin embargo, a esa hora debiera haber estado mucho más cerca de tierra. Buller estaba en lo cierto. El comandante exigiría la cabeza de alguien por eso. Habría broncas, castigos y… un momento después se irguió, atento, olvidando por completo el vértigo y la precariedad de su posición en las alturas.

—¿Qué ocurre, señor? —Buller había captado ya algo.

Bolitho no supo qué responder. Por supuesto, debía tratarse de un error. Por fuerza debía estar equivocado.

Luchó por mantener la temblorosa silueta de las velas en el marco de la lente y, luego, poniendo hasta el último nervio en tensión, hasta el punto que la herida de su frente empezó a latir al ritmo de su corazón, hizo descender el catalejo un par de grados.

El casco completamente negro desaparecía disimulado por la todavía profunda tiniebla de la noche; pero estaba allí, de eso no cabía duda. No había error alguno. Hubiese deseado equivocarse, o que fuese un sueño, o que el catalejo estuviera averiado. Porque, en lugar del casco arrufado y ligero de la
Spite
, allí observaba un volumen mucho más sólido, profundo y macizo.

Entregó el catalejo al marinero y colocó sus manos ante la boca, en forma de bocina:

—¡Atento, cubierta! ¡Una vela por la amura de estribor! —Hizo una pausa cargada de dudas, imaginando la súbita tensión y el asombro que crearía bajo él la noticia. Finalmente se decidió—: ¡Un navío de línea!

—¡Ahora sí que la ha hecho usted buena, señor! —exclamó por lo bajo Buller.

Bolitho volaba ya agarrado a un cable en dirección a la cubierta, aunque su mirada no se apartaba del perfil amenazante situado en el horizonte.

Coutts, que le esperaba, le preguntó:

—¿Está seguro?

Pears oyó la pregunta mientras paseaba por la cubierta prestando atención a los preparativos que se hacían, convencido de que las próximas horas serían vitales. Su mirada se detuvo un instante en Bolitho. Luego, con voz tajante dirigida a Coutts, preguntó:

—¿Está completamente seguro, señor?

—¡En menudo lío nos hemos metido, Dick! —dijo Cairns en voz baja—. Es imposible que sea uno de los nuestros.

El almirante, que había alcanzado a oír su murmullo, espetó:

—¡No importa qué pabellón arbole, señor Cairns! Cualquiera que se interponga entre nosotros y nuestra misión, maldita sea su estampa, ¡para mí es un enemigo! —Inmediatamente se revolvió hacia popa, donde se hallaba el comandante, y alzó la voz—: ¡Hagan el favor de cargar los cañones! —Notando ya la oposición de Pears y los argumentos que iba a argüir añadió—: ¡Demuéstreme lo que este navío suyo es capaz de hacer en un día como hoy!

Repartidos a ambos lados del combés, los grupos de artilleros se afanaban cobrando de los aparejos y empujando con las picas las pesadas piezas de artillería para arrastrarlas hacia las portas, todavía cerradas.

Bolitho observaba inmóvil junto a la bancada de botes. Se esforzaba por enfocar sus ojos en la oscuridad y asegurarse de que, uno tras uno, los cabos de cañón alzaban su puño para informar que su pieza estaba cargada y a punto de abrir fuego.

El guardiamarina Huss asomó su cabeza por la escotilla principal y gritó:

—¡Batería de la primera cubierta de cañones lista, señor!

Bolitho intentó imaginar a Dalyell, encerrado allí con treinta piezas de treinta y dos libras de calibre. Al igual que los demás oficiales de la cámara, Dalyell había ascendido; su experiencia, sin embargo, no era mucho mayor que unos meses antes. Bolitho sabía que cuando el
Trojan
entrase en combate, si lo hacía, pondría a todo el mundo a prueba, hasta el límite.

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