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Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

Corsarios Americanos (7 page)

BOOK: Corsarios Americanos
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—Todo saldrá bien, James —dijo—. El señor Sparke estará al mando.

Quinn sonrió por primera vez en la conversación y confesó:

—¡Lo cierto es que ese hombre me asusta todavía más que el enemigo!

Bolitho rió y se preguntó por qué el temor de Quinn le servía para ganar valor y seguridad en sí mismo.

—Échese en su litera el rato que queda. Intente descansar. Pídale a Mackenzie una buena ración de brandy. ¡Probyn lo considera un remedio para cualquier mal!

Quinn se incorporó y estuvo a punto de perder el equilibrio en un súbito balanceo del buque, que surcaba el oleaje sumido en la noche.

—No. Debo escribir una carta.

Mientras el joven se alejaba, el capitán D'Esterre abandonó la mesa de juego y, embutiendo sus ganancias en el bolsillo de la casaca, se unió a Bolitho junto a la limera del timón.

El cirujano le animaba desde la mesa a seguir jugando, pero D'Esterre se negó:

—Ya basta, Robert. Usted juega demasiado mal para mí y me hará perder práctica. —Le sonrió antes de despedirle—: Vaya y reúnase con sus frascos y sus píldoras, hombre.

El doctor, en vez de responder con su habitual carcajada, se alejó lentamente mientras su mano buscaba a tientas dónde agarrarse.

D'Esterre señaló los minúsculos cubículos de los oficiales.

—¿Estará preocupado? —dijo refiriéndose a Quinn.

—Un poco.

El militar se ciñó todavía más el pañuelo que rodeaba su cuello.

—Daría cualquier cosa por poder unirme a ustedes en la misión. ¡Si mis hombres no entran pronto en combate, se oxidarán como lanzas a la intemperie!

Bolitho, viendo que el militar removía la baraja con ampulosos gestos de dedos, respondió con un bostezo:

—Necesito irme a la cama —explicó—. En cualquier caso, tampoco jugaría contra usted. Tiene una incómoda facilidad para ganar a todo el mundo.

Tendido sobre el jergón de su litera, con las manos cruzadas en la nuca, Bolitho se dedicó a escuchar al buque, cuyos sonidos reconocía uno a uno y los localizaba en el esquema general del casco.

Los hombres que no estaban de guardia se mecían al unísono en sus hamacas apretujadas, como gusanos en el sollado, respirando el fétido ambiente que salía de las sentinas, pues las portas de los cañones estaban cerradas herméticamente para evitar el paso al mar y la lluvia. Todo rezumaba humedad, los tablones de las cubiertas goteaban, las bombas resonaban sin parar al ritmo que el
Trojan
marcaba al desplazar su recio vientre en el abrupto oleaje.

El cirujano, que dormía en el sollado habilitado como enfermería, por debajo de la línea de flotación, descansaría pronto. Tan sólo un puñado de hombres enfermos y heridos de poca consideración le ocupaban. Había que esperar que no aumentase su número.

Más hacia proa, el silencio era total en el sollado de los guardiamarinas, aunque probablemente un trémulo resplandor denunciaría a quien intentase estudiar todavía un complicado problema de navegación, cuya solución esperaba impaciente el próximo día el Sabio Bunce.

Era su mundo, el propio mundo. Marinos y soldados. Pintores, calafates, cordeleros, artilleros, toneleros y gavieros, una mezcla tan variopinta como la que se habría podido hallar en una ciudad.

Y tras ellos, sin duda aún despierto junto a la gran mesa que le estaba reservada en popa, el hombre en cuyas manos estaban las vidas de todos: el comandante.

Bolitho escrutó la oscuridad. Pears se encontraba probablemente a pocos centímetros por encima. El atento Foley no podía estar muy lejos de él, ni tampoco un vaso lleno de licor, que le ayudaba a hacer balance de los acontecimientos de la jornada y las incógnitas que ofrecía la próxima.

Ésa era la diferencia, decidió Bolitho. Nosotros obedecemos sus órdenes, actuamos como él decide, lo mejor que sabemos. Pero es él quien debe dar las órdenes. Por eso, la recompensa o la culpa recaen sobre sus hombros.

Bolitho se revolvió en el camastro y enterró su cara en el almohadón húmedo.

Encontraba algunas ventajas en seguir siendo teniente.

3
LA FAITHFUL

El día siguiente no fue muy distinto de los anteriores. Durante la noche roló el viento a favor, pero al perder mucha de su fuerza dejó de llenar las velas, que colgaban, vacías, rezumando humedad. La confusión atronadora de aquellos amplísimos recuadros de lona agitándose descontrolados en el aparejo aumentaba, si cabe, la tensión del ambiente.

Hacia mediodía, siempre bajo una llovizna pertinaz y con un mar parecido a una extensión de sucios grises, resonó por todo el navío la música del gaitero acompañada de una orden:

—¡Todo el mundo a cubierta! ¡Dotación a formar! ¡Todo el mundo debe asistir al castigo!

El castigo por azotes de un marino ocurría a menudo, y en condiciones normales no habría suscitado ningún comentario. A bordo de un navío de Su Majestad los oficiales jamás dudaban en aplicar la dura disciplina. Mucho peor era el castigo que la propia gente podía aplicar a uno de los suyos, si era atrapado robando las míseras posesiones de un camarada de bodega.

Pero aquel día iba a ser distinto. Tras las semanas y meses de frustrante espera en el fondeo, con el navío detenido, aquellos hombres que abarrotaban las bodegas y vivían en condiciones parecidas a una mazmorra, distraídos únicamente cuando el Alto Mando les obligaba a salir a la mar para batir la costa en una misión sin resultados, aspiraban a que, por fin, se produjese algún cambio.

El tiempo no ayudaba a levantar los ánimos. Bolitho se reunió con el grupo de tenientes mientras los soldados de infantería formaban en dos filas de brillante color escarlata. El resto de la dotación se movió en tropel hacia la popa. La lluvia y la espuma que volaba obligaban a desviar la mirada, y las súbitas rachas de viento que agitaban las lonas empapadas parecían morder la piel. Un prólogo tétrico e infeliz, reflexionó Bolitho.

El hombre condenado a los azotes llegó por el pasamanos de babor escoltado por Pagel, el cetrino maestre de armas, y el señor Tolcher, el contramaestre. Pagel era un hombre de semblante amargo y labios prietos. Flanqueado por él y por el rechoncho contramaestre, el reo parecía el más inocente de los tres.

Bolitho le observó. Era un joven sueco llamado Carlsson. Su cara mostraba facciones limpias, con una melena larga y rubia, y su mirada recorría sorprendida la cubierta como si viese el navío por primera vez. Era una muestra típica de la mezcolanza que poblaba el
Trojan
, pensó Bolitho; allí nunca estaba uno seguro de con qué personaje se iba a encontrar, de un día para otro. El casco del
Trojan
había visto pasar a lo largo de los últimos dos años muchas razas y lenguas. Sin embargo, todos parecían adaptarse en cuanto llevaban algún tiempo a bordo.

Bolitho sentía repugnancia por los castigos ejemplares por azotes, si bien sabía que formaban parte de la vida del hombre de mar. No parecía existir otro medio para que el comandante mantuviese la disciplina mientras el navío se hallaba alejado de autoridades superiores o de la compañía de otros buques.

Se erigió un enjaretado de madera junto al pasamanos, y Balleine, un fornido asistente del contramaestre, se colocó al lado en posición de firmes. El temido bolsón de bayeta roja colgaba de su cinto.

Cairns cruzó el alcázar en el instante en que Pears aparecía por la toldilla.

—Dotación completa en cubierta, señor —informó con inexpresivo semblante.

—Muy bien.

Pears echó un vistazo a la aguja magnética antes de moverse lentamente hacia la barandilla del alcázar. Entre los grupos de marineros que abarrotaban la cubierta del combés y los pasamanos, hasta alcanzar los obenques, corrieron varias órdenes de silencio.

Bolitho miró el grupo de guardiamarinas que formaban junto a los suboficiales más veteranos. En su época de guardiamarina las sesiones de azotes le producían náuseas y mareo.

Pensó un momento en Carlsson. Le habían hallado durmiendo mientras estaba de guardia, tras una jornada de intensa lucha contra el viento y las velas rebeldes.

Para otros oficiales la fatiga podía haber sido considerada un atenuante. Pero el teniente Sparke era incapaz de ceder ante debilidades o sentimientos. Bolitho se preguntó si Sparke había reflexionado en que aquel castigo iba a ensombrecer la jornada, la misma en que él debía dirigir un ataque contra un buque enemigo. Desvió su mirada hacia él, pero no apareció en las facciones del teniente nada más que su habitual severidad.

Pears hizo un pequeño gesto con la cabeza.

—Descúbranse —ordenó el primer oficial, que agarró su sombrero y se lo puso bajo el brazo; el resto siguió su ejemplo.

Bolitho miró hacia babor deseando encontrar sobre el horizonte las velas de su infatigable perseguidor. La goleta enemiga había aprovechado la noche para aproximarse; ya era posible verla trepando a los obenques del palo macho, aunque todavía no se la divisaba desde el alcázar. Para la ruda lógica de los hombres de mar, eso hacía más difícil comprender la situación: ahí estaba un rebelde yankee navegando libre y con toda seguridad, mientras ellos pensaban en azotar a un miembro de la propia dotación.

Pears, tras abrir el libro que contenía el Código de Guerra, leyó los artículos y números que se aplicaban sin alterar su tono de voz:


[…] será castigado según las leyes y usos aplicadas para esos casos
—terminó la lectura y se caló de nuevo el sombrero antes de concluir con la sentencia—: Dos docenas de latigazos.

Los procedimientos se sucedieron con rapidez. Carlsson fue despojado de su camisa y amarrado al enjaretado de madera con los brazos abiertos como si fuesen a crucificarlo.

Balleine ya había extraído el látigo de nueve colas del bolsón de bayeta roja; sus dedos acariciaban el cuero sin que él, su mirada perdida en el infinito y el ceño fruncido, pareciese darse cuenta. Su nombre se hallaba en la lista del grupo que iba a mandar Bolitho en la misión de ataque. ¿Estaría pensando en eso?

—Cumpla con su obligación —ordenó la voz áspera del comandante.

El brazo fornido de Balleine se desplazó hacia atrás y luego se alzó para descender con violencia. El látigo silbó sobre la espalda desnuda del reo y golpeó con un restallido sordo. Bolitho oyó el jadeo del hombre, al que faltaba el aire de los pulmones.

—Uno —contó el maestre de armas.

Junto a él esperaban el cirujano y sus ayudantes, dispuestos a intervenir si el reo perdía el sentido.

Bolitho se obligó a mantener la mirada en el ritual del castigo; el corazón le pesaba como si fuese de plomo. Aquello era totalmente irreal. La atmósfera gris, las brillantes manchas blancas de los parches de la vela mayor que el viento agitaba. El látigo se alzaba y se abatía, y pronto las marcas que cruzaban la espalda del sueco se convirtieron en regueros de sangre roja, para transformarse luego en una tumefacta masa de carne desgarrada a medida que el castigo continuaba. Alguna salpicadura de sangre empapó el mechón de rubio pelo del reo, mientras el resto se mezclaba en remolinos y se diluía con la llovizna en la tablazón de la cubierta.

—¡Veintiuno!

Bolitho oyó el llanto silencioso de uno de los guardiamarinas. También vio cómo Forbes, el más joven de la dotación, agarraba con fuerza el brazo de su vecino en un intento de mantener la compostura.

Carlsson no había soltado ni un grito hasta el momento; pero cuando el último azote cruzó su espalda mutilada, la resistencia que le mantenía pareció romperse y estalló en sollozos.

—Libérenle.

Bolitho trasladó su mirada desde el perfil del capitán a la dotación expectante. Dos docenas de azotes constituían una sentencia benévola en comparación con lo que otros comandantes acostumbraban a ordenar, aunque en aquel caso podían hundir la moral de un hombre. Bolitho dudaba de que Carlsson hubiese entendido alguna palabra de lo que había sido dicho en su atención.

Los asistentes del médico se adelantaron para levantar al hombre, sumido en sollozos, y se lo llevaron hacia abajo. Dos marineros empezaron a fregar las manchas de sangre mientras otros, apresurados, obedecían las órdenes de Tolcher y desmontaban el enjaretado para colocarlo de nuevo en su lugar.

Los soldados de infantería desfilaron escaleras abajo y el capitán D'Esterre enfundó la hoja brillante de su sable, mientras la dotación rompía filas y volvía a sus ocupaciones rutinarias.

Sparke se acercó a Bolitho:

—Deberíamos discutir de nuevo paso a paso los planes de la incursión. Mejor que los dos sepamos lo que piensa el otro.

—Sí, señor —asintió Bolitho notando un estremecimiento.

Acaso la actitud de Sparke fuese la más acertada. Bolitho sentía simpatía por Carlsson, cuando menos por lo que de él sabía: que era disciplinado, animoso y un gran trabajador. Suponiendo que, en vez de al sueco, hubiesen pillado durmiendo durante su guardia a uno de esos marinos pendencieros y alborotadores que había a bordo, se preguntó, ¿habría sentido igualmente ese disgusto al verle sufrir el castigo?

Sparke posó sus manos en la barandilla del alcázar y paseó su mirada por el combés. Los dos botes a vela, aparejados y libres de sus trincas, descansaban separados del resto de las lanchas, listos para ser lanzados al agua.

—No soy muy optimista —dijo pensativo. Su gesto se dirigió a los obenques y drizas que vibraban al viento—. El señor Bunce casi nunca se equivoca, pero en esta ocasión…

Un marinero avisó a gritos desde la perilla del mayor:

—¡Atención, cubierta! ¡El otro buque cae hacia nosotros, señor!

Dalyell, que era el oficial de cubierta para la guardia, agarró un catalejo y trepó con rápidas zancadas por la obencadura de barlovento.

—¡Es cierto, vive Dios! —exclamó—. La goleta ha variado de rumbo y está cayendo hacia nosotros con el viento en popa. ¡No va muy rápida, pero antes de que repartan la ración de ron estará a la vista de la gente de cubierta! —El oficial se rió ante la expresión de Bolitho—. ¡Maldición, Dick, ese granuja esconde muchas cartas en la manga!

Bolitho, alzando una mano para proteger la vista del reflejo, divisó un objeto borroso que temblaba a lo lejos en el agua agitada. Quizá el patrón de la goleta creía, con Bunce, en la entrada de la niebla, y se aproximaba para no perder de vista a su enorme presa. Aunque también podía ser que intentase provocar al comandante, para impulsarle a tomar una decisión disparatada. Bolitho recordó el semblante de Pears al leer los artículos del Código de Guerra. No era fácil hacerle caer en una trampa como aquella.

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