Salieron corriendo al patio, donde el aire luminoso les ocultó la visión. A su lado desaparecían las cajas abandonadas y los pertrechos en llamas.
Dos explosiones simultáneas, seguidas del ruido producido por la tablazón del parapeto al partirse, indicaron a Bolitho que los hombres de Brown habían trabajado como condenados para transportar hasta la loma los cañones de calibre más pesado.
—¡El sargento Shears llegará en un instante, señor! —oyó que gritaba el cabo—. ¡Le sigue todo el ejército rebelde!
Bolitho vio a los infantes de marina que venían corriendo tan rápido como podían. Uno de ellos cayó al suelo para no volverse a levantar.
Los soldados enemigos vadeaban el paso del terraplén, algunos nadando, otros a pie sobre la calzada, y al tiempo que avanzaban hacían fuego y recargaban sus armas, Bolitho midió la distancia. Se les acababa el tiempo.
Giraron por la esquina de los muros del fuerte, para recorrer luego la última pendiente de la playa donde les esperaba la yola ya lista. Bolitho observó que sus tripulantes tenían ya los remos en el agua y habían girado el casco del bote para poner proa a la mar, pero seguían lo que ocurría en tierra con ojos asombrados.
El sargento Shears alcanzó jadeando la arena de la playa. Sus hombres le seguían a poca distancia.
—¡Salten al bote! —Bolitho echó un último vistazo hacia la torre, donde el mástil sostenía aún el pabellón británico.
Luego se dio cuenta de que él era el último, solo en la playa. Stockdale le agarraba por el brazo y le transportaba por encima de la orla del bote. Un teniente con aspecto de estar muy nervioso dio la orden:
—¡Marineros, a bogar! ¡Con todas las fuerzas!
Un par de minutos más tarde, cuando ya el casco de la yola franqueaba la cresta de la primera ola rompiente, un grupo de soldados enemigos apareció por debajo del fuerte y disparó hacia el bote. Los proyectiles volaban por todas partes. Uno de ellos alcanzó el costado, remojando con su surtidor de agua a los soldados de infantería que aún no habían recuperado el aliento.
—¡Yo, en su lugar, señor —murmuró Shears junto a Bolitho—, me largaría corriendo de donde están!
Habían recorrido ya la mitad del trecho que separaba la orilla de la balandra cuando la explosión tronó en el aire y pareció desgajar el día por la mitad. No fue el estruendo lo que llamó la atención de Bolitho, sino la visión del fuerte entero que volaba por los aires desintegrado, convertido en miles de fragmentos rotos. Esa imagen quedó grabada en su mente febril hasta mucho rato después de que el último trozo hubiese regresado al suelo. Luego, mientras el humo revoloteaba sin cesar por encima de la isla, Bolitho vio que allí no quedaba más que una negra extensión de escombros.
Finalmente, se había conseguido evacuar a todos los prisioneros; se preguntó por lo que aquellos hombres debían de pensar en aquel momento. Así como el joven Huyghue. ¿Recordaría el papel que le había tocado representar, o pensaría únicamente en su propia situación, en su drama?
Se volvió para descubrir que sobre su cabeza se balanceaban ya los altos mástiles y vergas de la balandra. Manos voluntariosas se tendían para ayudarle a trepar a bordo.
Se volvió hacia Stockdale, cuya mirada chocó con la suya. Aquellos ojos parecían hablarle y decirle que, una vez más, habían logrado salir vivos de un buen enredo. Una vez más, la suerte había estado de su lado.
Oyó la voz irritada del joven comandante de la balandra, Cunningham, que vociferaba:
—¡Muévanse, no se duerman! ¡Ni que dispusiéramos de todo el día!
Bolitho sonrió fatigado. Eso era regresar a casa.
El comandante Gilbert Brice Pears se mantuvo inmóvil ante la mesa, con los fuertes dedos de sus manos entrelazados y apoyados sobre la mesa, mientras su secretario ordenaba las cinco copias, meticulosamente caligrafiadas, del relato de la acción de Fort Exeter en donde debía estampar su firma.
El casco del
Trojan
crujía y temblaba con escándalo de aparejos a su alrededor. La mar de la aleta era incómoda, pero Pears parecía no darse cuenta. Había leído con enorme atención el informe original, sin perderse una línea, para luego exigir a D'Esterre explicaciones sobre los detalles más complejos de la invasión y la retirada.
A pocos pasos, con su flaco cuerpo inclinado hacia las tablas del suelo, y destacado como una sombra contra las cristaleras manchadas de sal, el teniente Cairns esperaba, paciente, los comentarios de su superior.
Pears había sufrido con impaciencia por el retraso de su llegada al punto de encuentro una vez terminado el falso ataque de distracción al puerto de Charlestown. El súbito cambio de dirección del viento, sumado a la ausencia total de noticias y la falta de fe general respecto a los planes de Coutts aumentaban su ansiedad.
El propio Coutts, una vez se hubo dado cuenta de la incomodidad del comandante, fue quien dio órdenes para que la fragata se desplazara a asistir a la balandra
Spite
en el rescate del comando. Cuando por fin el navío entró en contacto con la fragata y la balandra, Pears salió a observar la llegada de los marineros e infantes de marina que regresaban a bordo del
Trojan
. Ahí estaban, fatigados y ojerosos, aunque también con mirada desafiante, lo que quedaba del contingente de soldados de infantería de marina. Con ellos venían los marineros, sucios y desaliñados. También D'Esterre y Bolitho, así como el joven Couzens, que saludaba agitando los brazos a sus colegas guardiamarinas, riendo y llorando alternativamente.
Fort Exeter había dejado de existir. Esperaba que el sacrificio de hombres hubiera valido la pena, por más que en lo más profundo de su ser albergaba muchas dudas al respecto.
Con un gesto seco aprobó el trabajo de su secretario.
—De acuerdo, Teakle, firmaré los condenados documentos. —Lanzó una ojeada hacia Cairns y le comentó—: Debió de ser un combate encarnizado. Aunque, por lo que parece, nuestros hombres salieron bien parados.
A continuación, Pears dirigió su mirada a las cristaleras goteantes, a través de las cuales se divisaba la imagen borrosa del navío insignia. El
Resolute
navegaba con las vergas braceadas barloventeando tanto como podía, en la misma bordada que el
Trojan
, y sus velas mayores y gavias, hinchadas por el viento, parecían a punto de reventar.
—¡Y ahora eso, malditos sean sus ojos!
Cairns desplazó la mirada hacia donde miraba su comandante. Sabía mejor que nadie cuáles eran los sentimientos de su superior.
Seis días habían necesitado los imponentes navíos de línea en reunirse con la
Vanquisher
y la
Spite
. Dos jornadas más transcurrieron mientras el almirante se entrevistaba con los oficiales superiores de su pequeña escuadra, asistía al interrogatorio del oficial francés, que parecía provisto de un optimismo que desarmaba, y evaluaba la información que Pagel había conseguido recoger durante la estancia en el fuerte.
Y ahora, en lugar de regresar hacia Nueva York para recibir nuevas órdenes y buscar sustitutos a los hombres muertos y heridos, el
Trojan
debía poner rumbo hacia el sur. Las órdenes de Pears consistían en buscar, hallar y, sobre todo, destruir un enclave comercial situado sobre una cierta isla de las Antillas. Con sólo que la mitad de la información sonsacada a los prisioneros fuese cierta, ese fondeadero era el punto de enlace más importante en la cadena de transporte y comercio que suministraba armamento y explosivos a los ejércitos de Washington.
En cualquier otra ocasión, la misión le habría venido a Pears como caída del cielo para usar por fin su navío y sus gentes en la forma que desde siempre había deseado. Lo que buscaba para levantar cabeza tras tantos meses de humillaciones y retrasos, tras la rutina de las patrullas a lo largo de la costa y tras el aburrimiento provocado por la espera fondeados en rada.
El navío insignia
Resolute
, en cambio, tenía previsto abandonarles próximamente para dirigirse hacia Sandy Hook, donde presentaría al Alto Mando los impresionantes informes de Coutts acompañados de los prisioneros y la mayoría de los marineros y soldados malheridos.
El animoso contraalmirante había tomado la decisión, jamás vista en su larga y experimentada carrera por Pears, de dar el mando de la escuadra que regresaba a su capitán de banderas, Lamb. Porque Coutts no volvía a Nueva York, sino que se embarcaba en el
Trojan
, al cual transfería su insignia, para llevar adelante sus planes en el Sur.
Sin duda Coutts había previsto lo que ocurriría si regresaba a puerto al mando de su propio navío insignia: el almirante de la flota, en connivencia con el «experto» del Gobierno sir George Helpmann, o acaso cumpliendo sus instrucciones, le ordenaría partir de nuevo hacia otra misión, lo que le impediría completar con éxito la estrategia que tan cuidadosamente había planeado.
Alguien golpeó con suavidad la puerta.
—Adelante.
Pears levantó la vista para observar la expresión de Bolitho, que, sosteniendo bajo el brazo su sombrero de tres picos, acababa de entrar en la gran cámara de popa.
Se le veía envejecido, constató Pears. Desgastado, pero de alguna forma también mucho más seguro de sí mismo. Varias arrugas surgían desde las comisuras de sus labios, pero la mirada de sus ojos grises parecía suficientemente decidida, como la de los soldados de infantería al llegar a bordo: desafiante.
Pears advirtió el gesto con el hombro del teniente al moverse. Sin duda sentía un agudo dolor debido al rápido toque de sable recibido, aunque las atenciones del doctor también debían de contribuir al malestar. Pero ataviado con una muda limpia y planchada, Bolitho parecía totalmente recuperado.
—Me alegra verle entero y dispuesto —dijo Pears, quien al mismo tiempo señaló una silla situada cerca de él e hizo un gesto destinado a alejar a su secretario—. No tardará en saber las órdenes. Debemos avanzar hacia el sur para buscar y destruir el cuartel general de los suministros enemigos en el mar Caribe. —Mostró una mueca forzada antes de añadir—: Ni que decir tiene que el enclave es francés.
Bolitho se sentó con movimientos estudiados. Ahora que su cuerpo se sentía limpio y extrañamente incómodo en las ropas inmaculadas, empezaba a notar el desmoronamiento de la tensión interior.
Todos se habían portado bien con él. Cairns, el Sabio, Dalyell, todos. Notaba una especial sensación de libertad al saberse de nuevo allí, en el casco negro abarrotado de gente y generoso en crujidos.
Hasta entonces no había tenido ni idea de lo que le ocurría. Le había faltado tiempo para reflexionar durante el corto trayecto a bordo de la balandra; estaba demasiado ocupado por el dolor de ver morir a algunos de los heridos, a quienes hubo que dar sepultura en el mar. Sólo había podido ocuparse de escribir algunas líneas con su versión sobre lo ocurrido. Exceptuando las escasas palabras que cruzó con Pears cuando, junto con los demás, fue ayudado a subir a bordo, no había tenido ocasión de hablar con él.
—La guerra tiene enormes exigencias —empezó Pears—. Si andábamos ya cortos de oficiales con experiencia, ahora todavía nos hacen más falta. —Dedicó una significativa mirada a la mesa donde pocos minutos antes reposaban los informes—. Hombres válidos que han muerto, otros lisiados para toda la vida. La mitad de mis infantes de marina perdidos en un abrir y cerrar de ojos. Y ahora, por si eso no bastase, el enemigo ha apresado a dos de los oficiales de mi navío. Me siento como un predicador ante una iglesia vacía.
Bolitho miró por el rabillo del ojo a Cairns, cuya expresión no delataba nada en absoluto. Aquella misma mañana había visto que un bergantín intercambiaba mensajes con el navío insignia, pero no había logrado averiguar nada más.
—¿Dos oficiales? —preguntó intrigado. Eso era algo de lo que no estaba enterado.
—Además de lo ocurrido con el joven Huyghue —suspiró Pears—, ahora el navío insignia me informa de que también Probyn ha sido apresado. Al parecer, su buque fue hundido por un corsario cuando apenas llevaba un día de navegación desde Fort Exeter. —Se detuvo un instante para estudiar la expresión de Bolitho y sentenció—: El hombre ha disfrutado del mando más corto de la historia naval, imagino.
Bolitho recordó la última ocasión que tuvo delante a Probyn. Su mezcla de cólera, triunfo y amargura. Ahora ya había sido privado de todo eso. Sus esperanzas habían sido cortadas de cuajo.
En el fondo de su corazón no halló más que lástima por su compañero.
—Así que… —prosiguió la voz de Pears, que de un sobresalto le devolvió a la realidad— desde este momento le nombro segundo teniente de este navío. De mi navío.
Bolitho le observó con el asombro reflejado en el rostro. De cuarto teniente, a segundo. Se lo habían contado, podía ocurrir. Pero jamás había esperado que le ocurriese a él, y menos por aquellas razones.
—Eh… digo, se lo agradezco mucho, señor.
Los ojos de Pears, vacíos de expresión, se posaron en él.
—Me alegra ver que no se regocija ante la desgracia sufrida por Probyn. Por más que, recordando lo que ocurrió, creo que hasta eso podría entender.
Cairns, a su lado, apoyó con el gesto la frase del comandante. Sus labios se abrieron para mostrar una sonrisa inhabitual en él:
—Mis felicitaciones.
Pears agitó sus manazas en el aire:
—Guárdelas para más adelante y piense en ayudarme, señor Cairns. Ocúpese de los asuntos que le conciernen. Necesito que seleccione alguno de los guardiamarinas para ocupar el puesto de Huyghue, y le sugeriría, asimismo, que piense en ascender al segundo del maestre de armas, Frowd, al cargo de teniente en funciones. Por lo que sé, es un elemento que promete.
El infante de marina que guardaba la puerta de la sala entreabrió la puerta:
—Con su permiso, señor, el guardiamarina de la guardia solicita entrar.
Era el menudo Forbes, a quien su momentánea importancia hacía parecer algo más alto.
—¡Se… señor! Un respetuoso saludo de parte del señor Dalyell. El navío insignia ha mandado señal ordenando que nos pongamos en facha.
Pears lanzó una mirada a Cairns.
—Ocúpese de ello. Dentro de un momento saldré a cubierta.
Los dos tenientes se lanzaron a toda prisa tras los pasos del guardiamarina, y Bolitho, que no entendía, preguntó a Cairns:
—¿Para qué esta maniobra?