Después, Marianne le había hecho algunas preguntas, y cuando Tynnes comprendió que ella, confundida con la gente que se agolpaba en las aceras, lo había visto desfilar sin que él se hubiese percatado, estalló en un ataque de cólera: el primero de que ella era testigo. No obstante, se calmó enseguida, sin que ella llegase a comprender nunca el porqué de aquella reacción tan violenta. Aunque sí tomó conciencia de cuántas cosas ignoraba acerca de Tynnes Falk.
—En el mes de junio le dije que quería dejarlo —prosiguió Marianne.—. Y no porque hubiese conocido a otro hombre, no. Simplemente, no albergaba la menor esperanza de éxito para nuestra relación; cierta medida, a causa de su ataque de cólera de aquel día.
—¿Cuál fue su reacción cuando se lo dijiste?
—No lo sé.
—¡¿Cómo?!
—El caso es que nos vimos en una cafetería del parque de Kungstrádgárden. Yo le dije lo que pensaba sin rodeos, que quería dejar la relación y que pensaba que no tenía ningún futuro. É atención. Después, se puso en pie y se marchó.
—¿Y eso fue todo?
—Así es. No dijo ni una palabra. Recuerdo su rostro impávido, totalmente inexpresivo, mientras yo hablaba. Cuando hube terminado se marchó sin más. Eso sí, no sin antes dejar sobre la mesa el dinero para pagar el café.
—¿Qué sucedió después?
—Pues que no lo vi durante varios años.
—¿Cuántos, exactamente?
—Cuatro.
—¿A qué se dedicó durante aquellos cuatro años?
—No lo sé.
La perplejidad de Wallander crecía por momentos.
—¿Quieres decir que estuvo desaparecido durante cuatro años, sin que tú supieses dónde estaba ni qué hacía?
—Sí, ya sé que resulta difícil de creer, pero así es. De hecho, una semana después de nuestra cita en Kungstrádgárden pensé que, pese a todo, quizá debería llamarlo por teléfono. Pero, cuando lo hice, me dijeron que se había trasladado sin dejar la nueva dirección. Algunas semanas más tarde, logré localizar a sus padres en la finca de las afueras de Linkoping, pero tampoco ellos conocían el paradero de su hijo. De modo que estuvo desaparecido durante cuatro años, sin la menor noticia. Además, había terminado sus estudios en la facultad de Empresariales y nadie sabía nada de él…, hasta que apareció de nuevo.
—¿Cuándo fue eso?
—Pues lo recuerdo muy bien. Fue el 2 de agosto de 1977. Yo acababa de empezar en mi primer trabajo como enfermera en el hospital Sabbatsberg. Y, un buen día, se presentó allí, a la entrada del hospital, con un ramo de flores en la mano y una amplia sonrisa en el rostro. Durante aquellos cuatro años, yo había vivido una relación que había terminado en fracaso y, al verlo, la verdad, me alegré. En realidad, me encontraba en un periodo en el que me sentía sola y desorientada, para colmo de males, mi madre había fallecido no hacía mucho.
—Es decir, que empezasteis a salir de nuevo.
—Él propuso que nos casásemos tan sólo unos días después.
—Pero algo te contaría acerca de lo que había estado haciendo durante aquellos cuatro años, ¿no?
—Pues no. Decía que él no me haría preguntas sobre mi vida si yo no las hacía sobre la suya. Es decir, como si aquellos cuatro años no hubiesen existido.
Wallander la miró inquisitivo.
—¿Notaste algún cambio en su persona?
—Nada, aparte de su bronceado.
—¿Cómo? ¿Estaba moreno?
—Así es. Pero, por lo demás, era el mismo. Finalmente, me enteré de dónde había estado durante aquellos años por casualidad.
En aquel punto del relato, sonó el teléfono de Wallander, que dudó un instante antes de contestar hasta que, al final, sacó el aparato del bolsillo y atendió la llamada para oír la voz de Hanson.
—Martinson me dejó anoche el encargo de buscar el número de matrícula. Los ordenadores están raros, pero registré una entrada de la matrícula en el fichero de robos.
—¿Qué es lo que se robó, el vehículo o la matrícula?
—La matrícula. Pertenecía a un Volvo que estaba estacionado en las inmediaciones de la plaza de Nobeltorget, en Malmö, La semana pasada.
—Bien, en ese caso, ya sabemos algo —constató Wallander—. Así que Elofsson y El Sayed tenían razón: aquel coche se paseaba por allí para controlar la situación.
—La verdad, no sé muy bien qué más he de hacer con este asunto.
—Ponte en contacto con los colegas de Malmó. Quiero que den la alarma de búsqueda de ese vehículo a escala regional.
—¿De qué es sospechoso el conductor?
Wallander reflexionó un instante.
—Bueno, en parte, de estar relacionado con el asesinato de Sonja Hókberg. Y, además, quizá sepa algo del disparo de que fui víctima.
—¿Crees que fue él quien disparó?
—No necesariamente, pero pudo ser testigo —repuso Wallander evasivo.
—¿Dónde estás?
—En casa de Marianne Falk. Luego te llamo.
La mujer sirvió unos cafés de una hermosa cafetera blanca con decoraciones en azul y al inspector le vino a la memoria otra, similar a aquella, que había en su casa cuando él era niño.
—Bien, sigamos con lo que estabas contándome —la invitó él cuando ella se hubo sentado de nuevo.
—Sí, sucedió aproximadamente un mes después de que Tynnes reapareciese. Se había comprado un coche en el que solía venir a recogerme y uno de los médicos de la planta donde yo trabajaba lo vio saludarme en una ocasión. Al día siguiente, me preguntó si no se había confundido y si el hombre al que había visto era Tynnes Falk. Cuando le dije que así era, me aseguró que lo había conocido el año anterior. Pero no en un lugar cualquiera, sino en África.
—¿Dónde, exactamente?
—En Angola. El médico había trabajado allí como voluntario, inmediatamente después de la independencia de Portugal. Una noche, bastante tarde, cuando se hallaba en un restaurante, se topó con otro sueco. Estaban sentados en mesas separadas, pero me contó que, cuando Tynnes se disponía a pagar, sacó su pasaporte sueco, en el que tenía guardado el dinero. El médico se dirigió a él y Tynnes lo saludó y se presentó, pero no le reveló mucho más. El voluntario aún lo recordaba, tanto más cuanto que le había resultado de lo más extraño el que Tynnes se mostrase tan reservado, como si en realidad le hubiese molestado que lo identificasen como ciudadano sueco.
—Ya, y entonces tú le preguntarías qué había estado haciendo allí, ¿no?
—Bueno, verás, lo pensé muchas veces. Me decía que debería averiguar a qué se había dedicado y por qué se había ido allí, precisamente. Pero, puesto que nos habíamos prometido no indagar sobre aquellos cuatro años, intenté recabar la información por otras vías.
—Ya, ¿qué vías?
—Pues llamé a varias organizaciones que destinaban a sus colaboradores a África, pero no obtuve ningún resultado hasta que no hablé con un representante de SIDA
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. Y, ciertamente, Tynnes había estado en Angola durante dos meses, para prestar su colaboración en la instalación de una serie de torres de emisión radiofónica.
—Ya, pero estuvo desaparecido cuatro años —precisó Wallander—. Y eso no explica más que la ausencia de dos meses.
La mujer permaneció un rato en completo silencio, sumida en una reflexión que Wallander no deseaba estorbar.
—Nos casamos y tuvimos dos hijos. Pero, aparte del trabajo en África, no tengo ni idea de lo que hizo durante aquellos años. Y jamás le pregunté. De hecho, hasta ahora, después de su muerte y mucho tiempo después de nuestra separación, no lo he sabido.
Marianne Falk se levantó y salió de la habitación para regresar al momento con un paquete que, envuelto en un plástico rasgado, dejó sobre la mesa ante Wallander.
—Cuando Tynnes murió, bajé al sótano, pues sabía que guardaba allí una caja de acero que estaba cerrada con llave. Forcé la cerradura y, salvo un montón de polvo, no hallé más que este paquete.
Dicho esto, le hizo señas al inspector de que lo abriese. Wallander apartó el plástico dejando al descubierto un álbum de fotos de piel marrón. Manuscrita con rotulador aparecía en la portada la siguiente leyenda: «Angola 1973-1977».
—Estuve mirando las fotos —comentó ella—. En realidad, no sé qué pensar, pero creo que es fácil deducir que la estancia de Tynnes en Angola no se redujo a aquellos dos meses en los que trabajó como asesor para SIDA. Al parecer, estuvo prácticamente cuatro años.
Wallander no había abierto el álbum todavía cuando, de repente, se le ocurrió una idea.
—Disculpa mi ignorancia, pero ni siquiera sé cuál es la capital de Angola…
—Luanda.
Wallander asintió y extrajo la postal que había hallado bajo el teclado de Falk y que aún guardaba en el bolsillo. En efecto, había detectado en ella dos consonantes, la ele y la de.
«De modo que la postal fue enviada desde Luanda», resolvió. «Pero ¿qué sucedió allí?»
»¿Y quién es el hombre o la mujer cuyo nombre comienza por la letra ce?».
El inspector se limpió las manos con una servilleta.
Después, se inclinó sobre el álbum y lo abrió, dispuesto a ver su contenido.
En la primera fotografía aparecían los restos destrozados de un autobús que había sido pasto de las llamas. Estaba a uno de los lados de una carretera roja de arena y quizá también de sangre. La toma se había efectuado a cierta distancia y, más que a un autobús, aquello se asemejaba al cadáver de un animal. Junto a la imagen fijada sobre la página del álbum alguien había escrito a lápiz: «Nordeste de Huambo, 1975». Bajo la fotografía, había una mancha muy parecida a la que afeaba la postal. Wallander pasó la hoja. Un grupo de mujeres negras reunidas junto a una charca, en un paisaje árido y reseco. Era una fotografía sin sombras, de lo que dedujo que el sol debía de hallarse muy alto en el cielo cuando se tomó. Ninguna de las mujeres miraba al fotógrafo y la charca tenía muy poca profundidad.
Wallander observó la imagen. La intención aparente de Tynnes Falk al tomar la fotografía, si en verdad fue él quien la hizo, era retratar a aquellas mujeres, pero, en cierto modo, era la charca medio seca la que protagonizaba la foto. De hecho, pensaba Wallander, el fotógrafo quería llamar la atención sobre aquella charca. Y, de paso, sobre unas mujeres que, muy pronto, no tendrían ya más agua. Siguió pasando páginas mientras Marianne Falk lo observaba sentada y en silencio desde el otro extremo de la mesa. Wallander percibió el tictac de un reloj procedente de algún punto de la habitación. También las siguientes fotografías representaban un paisaje desértico; un poblado lleno de chozas redondeadas y de techos bajos. Niños y perros. Nadie miraba a la cámara.
Pero, de repente, desaparecieron los poblados, que dejaron paso a un campo de batalla. O a los restos de un campo de batalla. La vegetación era ya más espesa y más verde. Un helicóptero yacía boca arriba, cual insecto gigantesco aplastado por un pie inconsciente. Cañones abandonados cuyas bocas apuntaban a un enemigo invisible. Pero en las imágenes no aparecían más que las armas: ni rastro de seres humanos, vivos o muertos. Cada fotografía iba acompañada de las correspondientes fechas y nombres geográficos, nada más. Seguían a éstas una serie de instantáneas de torres de radio, algunas de ellas poco nítidas.
Después, de improviso, una foto de grupo. Wallander intentó distinguir los rostros de los nueve hombres apostados ante algo que se asemejaba a un búnquer. Nueve hombres, un niño y una cabra. El animal parecía haberse colado en la fotografía por la derecha y uno de los hombres estaba intentando espantarlo cuando se tomó. El niño miraba directamente a la cámara y reía. Siete de los hombres eran negros; los demás, blancos. Los negros parecían contentos; los blancos, adoptaban un gesto grave. Wallander le mostró la foto a Marianne Falk y le preguntó si reconocía a alguno de los hombres blancos, pero ella negó con un gesto. Junto a la fotografía se leían con dificultad el lugar y la fecha: «Enero, 1976». «Para aquel entonces, Falk debía de tener ya instaladas las torres de radio», concluyó Wallander. «De modo que debía de tratarse de una visita de inspección; habría vuelto a Angola para asegurarse de que aún estaban en pie. ¿O tal vez no abandonó nunca el país? Nada parece indicar que no permaneciese allí todo el tiempo. Por más que ignoremos su nuevo objetivo. Tampoco parece que nadie sepa de que vivía…». Wallander pasó la hoja de nuevo. Las fotografías que ahora tenía ante su vista eran de Luanda, un mes más tarde que las últimas, febrero de 1976. Alguien que aparecía pronunciando un discurso en un estadio deportivo mientras el público hacía ondear banderolas de color rojo. También agitaban banderas, y Wallander supuso que se trataba de los colores de Angola. Persistía allí el desinterés de Falk por los individuos en particular. En efecto, aquél era el retrato de una muchedumbre y la instantánea estaba tomada desde una distancia tal que resultaba difícil distinguir los rostros de los individuos. Pero parecía claro que Falk había estado en el estadio, quién sabe si en el día de la fiesta nacional del país, o en la celebración de la recién ganada independencia de Angola. ¿Por qué habría tomado Falk aquellas fotos que, por si fuera poco, no eran demasiado buenas, siempre a demasiada distancia? ¿Qué sería lo que quería conservar en la memoria? Venían a continuación algunas fotografías urbanas. Luanda, abril de. Wallander empezó a pasar las páginas más deprisa. Hasta que, de pronto, se detuvo.
Ciertamente, una fotografía rompía con su motivo la sucesión argumental de las anteriores. Se trataba de una fotografía antigua, en blanco y negro. Representaba a un grupo de europeos de gesto severo que posaban para el retrato. Las mujeres estaban sentadas; los hombres, en pie. La foto era del siglo XIX y al fondo, sobre un paisaje rural, se recortaba un caserón enorme. Asimismo, se entrevelan unos sirvientes negros vestidos de blanco. Alguno de ellos sonreía, pero quienes estaban en primer plano se mostraban muy serios. Junto a la fotografía, podía leerse: «Misioneros escoceses, Angola, 1894».
Wallander se preguntaba qué explicaba el que hubiesen incluido allí aquella fotografía. Un autobús carbonizado por el fuego, campos de batalla abandonados, mujeres a punto de quedarse sin agua, torres de radio y, finalmente, el retrato de unos misioneros.
Después, las imágenes volvían a transportar al espectador al periodo en que Falk se encontraba, sin lugar a dudas, en Angola. Y, por primera vez, habían fotografiado a las personas de cerca, de modo que ya sí eran el centro de la imagen. Se estaba celebrando una fiesta. Las fotos estaban tomadas con flash y sólo había blancos. La luz del flash les había enrojecido los ojos y les daba un aspecto animal allí donde alternaban entre copas y botellas. Entonces, Marianne Falk se inclinó sobre la mesa y señaló a uno de los hombres que sostenía una copa. En la fotografía, estaba rodeado de un grupo de hombres bastante jóvenes. La mayor parte de ellos estaban brindando y animando misteriosamente al fotógrafo. Pero Tynnes Falk aparecía sentado y en silencio. Y fue su rostro el que Marianne Falk señaló. No sólo estaba callado, sino también con la expresión grave. Estaba bastante delgado y vestía camisa blanca abotonada hasta el cuello. Los demás hombres estaban medio desnudos, enrojecidos por el alcohol y sudorosos. Wallander volvió a preguntarle a Marianne si no reconocía ningún rostro de los que allí había retratados, a ío que ella volvió a negar con un gesto.