Cortafuegos (39 page)

Read Cortafuegos Online

Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaco

BOOK: Cortafuegos
2.94Mb size Format: txt, pdf, ePub

Cuando Falk alcanzó la edad adulta, el pantano cobró otro significado para él; en especial cuando conoció a Carter y ambos comprendieron que compartían una profunda experiencia del auténtico sentido de la vida. El pantano y sus inmediaciones se convirtieron en un símbolo del caos del mundo en que vivían, un mundo en que la solución última a la que acogerse no era sino ahogarse en sus aguas pantanosas. O, por lo menos, hacer que otros desapareciesen en sus profundidades.

«La ciénaga de Jakob». Sin duda; si la operación que pretendían emprender necesitaba un nombre, aquél era de lo más adecuado. Ahora, se convertiría en un homenaje póstumo a la memoria de Falk; un homenaje cuyo alcance y significado sólo él conocería.

Se quedó tendido unos minutos más, entretenida la mente con los recuerdos de Falk. Sin embargo, tan pronto como tomó conciencia de que comenzaba a sentir nostalgia, se levantó como un rayo, se dio una ducha y bajó a la cocina para desayunar.

Tenía planes de pasar el resto de la mañana en la sala de estar, escuchó algunos compases de música para violín de Beethoven, hasta que el trastear de Celina en la cocina lo hizo desesperar. De modo que sajó hasta la playa para dar un paseo por la orilla. A pocos pasos de él, justo detrás, lo seguía su chófer, Alfredo, que también hacía las veces de guardaespaldas. Cada vez que Carter viajaba por Luanda y contemplaba la decadencia, las montañas de basura, la pobreza y la miseria, se reafirmaba en la idea de que estaba haciendo lo correcto. Falk había estado con él casi hasta el final, pero, ahora, se vela obligado a hacerse cargo del resto él solo.

Caminaba por la orilla del mar sin dejar de contemplar la ciudad en descomposición. Sentía una gran paz interior: lo que quiera que surgiese de las cenizas fruto del incendio que él estaba a punto de provocar sería, sin lugar a dudas, algo mucho mejor que lo que existía.

Poco antes de las once, ya estaba de vuelta en su residencia. Celina ya se había marchado a casa. Carter se tomó un café y un vaso de agua antes de subir a su despacho, situado en la segunda planta. Lo conmovía el espectáculo de las vistas al mar, pero, aun así, corrió las cortinas. En realidad, lo que más le hacía disfrutar eran los atardeceres africanos o el ambiente que se creaba cuando la luz del sol entraba tamizada por las finas cortinas, menos ofensiva entonces para sus delicados ojos. A continuación se sentó ante el ordenador y comenzó a repasar todas las rutinas de forma casi mecánica.

En algún lugar impreciso del mundo electrónico, un reloj invisible emitía su tictac. Un reloj que Falk le había confeccionado según sus instrucciones. Era domingo, 12 de octubre. Estaban a tan sólo ocho días del momento fijado.

Hacia las once y cuarto, ya había comprobado el sistema.

Y, a punto estaba de salir de la habitación cuando, de repente, vio algo que lo dejó helado. Un diminuto punto de luz había empezado a brillar intermitente en una de las esquinas de la pantalla. Los impulsos eléctricos eran regulares: dos cortos, uno largo, dos cortos. Sacó entonces el manual que Falk le había proporcionado para identificar el código.

Al principio pensó que se había equivocado de código, pero, al final, no pudo por menos de admitir que no se trataba de ningún error. En Suecia, en la pequeña ciudad de Ystad, de la que Carter tan sólo había visto alguna que otra fotografía, alguien acababa de romper la última barrera de códigos de seguridad del ordenador de Falk.

Clavó la mirada en la pantalla, reacio a dar crédito a lo que vela: Falk le había asegurado que nadie podría jamás atravesar su sistema de seguridad.

No obstante, era evidente que alguien lo había logrado.

Carter empezó a transpirar, pero enseguida se recuperó y se obligó a mantener la calma. Falk tenía activadas un sinnúmero de funciones de protección, y el núcleo más recóndito de su sistema, los imperceptibles misiles informáticos de dimensiones microscópicas quedaban ocultos detrás de pantallas de refuerzo y de toda una serie de cortafuegos insalvables.

Pese a todo, alguien estaba intentándolo.

Carter estudió la situación. Inmediatamente después de la muerte de Falk, él había enviado a Ystad a una persona con la misión de observar lo que sucedía y mantenerlo informado. Y ya se habían producido varias situaciones de peligro, pero, hasta aquel momento, Carter había creído que todo estaba bajo control, dado que su reacción había sido siempre inmediata y decidida.

Por último, pensó que seguían dominando la situación, si bien no podía desentenderse del hecho de que alguien hubiese irrumpido o, al menos, intentado irrumpir en el ordenador de Falk. Aquello constituía un hecho innegable y un incidente que requería su inmediata intervención.

La mente de Carter se esforzaba febrilmente. ¿Quién había podido ser? En efecto, le costaba creer que se tratase de alguno de los agentes de policía que, según los informes que había recibido, investigaban, dando palos de ciego, tanto la muerte de Falk como parte de los demás sucesos.

Pero, en ese caso, ¿quién era?

A pesar de haber estado meditando sentado ante el ordenador hasta que la luz del atardecer comenzó a bañar la ciudad de Luanda, no halló ninguna respuesta. Cuando, finalmente, se puso en pie con la intención de dar por terminadas sus comprobaciones, aún mantenía la calma.

No obstante, se había producido un contratiempo. Y ahora se vela en la necesidad de averiguar cuál era su naturaleza exacta para, lo antes posible, estar en disposición de adoptar las medidas oportunas.

Poco antes de la medianoche, volvió a sentarse ante el aparato.

De repente, tomó conciencia de que añoraba a Falk como nunca hasta entonces.

Acto seguido, efectuó su llamada al ciberespacio.

Tras un minuto aproximadamente, obtuvo respuesta.

Wallander se había situado junto a Martinson mientras que Robert Modin ocupaba el asiento ante el ordenador. La pantalla se mostraba plagada de cifras que, a una velocidad inusitada aparecían y desaparecían en vertiginosas columnas. Después, la imagen quedó inmóvil congelada en la pantalla. Unas cifras compuestas de unos y ceros centellearon en la pantalla antes de que ésta quedase a oscuras. Robe Modin lanzó una mirada a Martinson, que asintió con gesto elocuente El joven prosiguió introduciendo sus comandos en el ordenado Nuevos ejércitos de cifras desfilaron veloces por la pantalla. Después se detuvieron de forma repentina y los dos agentes se inclinaron par; ver mejor.

—No tengo ni idea de qué puede ser esto —confesó Robert Modin—. Es la primera vez que veo nada semejante.

—Puede que sean cálculos de algo, ¿no crees? —propuso Martinson.

Robert Modin negó con un gesto.

—Lo dudo. Más bien parece un sistema numérico que precisa de otro comando.

En esta ocasión, fue Martinson quien movió la cabeza.

—¿Puedes ser algo más explícito? —le rogó el inspector.

—No creo que se trate de ningún cálculo, pues no son fórmulas lo que utilizan. Por otro lado, las cifras no tienen más referente que ellas mismas. En mi opinión, estamos más bien ante un código cifrado.

Wallander experimentó un ligero grado de insatisfacción. Cierto que no sabía bien qué esperaba obtener de aquel intento, pero, desde luego, no aquello ante lo que ahora se hallaban: un barullo de cifras sin sentido.

—¿No dejaron de utilizarse las claves tras la segunda guerra mundial? —preguntó sin obtener respuesta.

Continuaron con la mirada clavada en las cifras.

—Esto tiene algo que ver con el número veinte —resolvió de pronto Robert Modin.

Martinson se acercó de nuevo a la pantalla, aunque Wallander permaneció en la misma posición, pues había empezado a dolerle la espalda. Robert Modín comenzó a explicarle lo que vela al tiempo que señalaba las columnas de cifras. Y Martinson lo escuchaba con atención, e: tanto que Wallander dejaba vagar su pensamiento en otro sentido.

—¿Es posible que guarde relación con el año 2000? —inquirió Martinson—. ¿No dicen que los ordenadores perderán el control y que reinará el caos ese año?

—No tiene nada que ver con el año 2000 —se empecinó Robert Modin—. Es el número veinte. Además, no son los ordenadores sino las personas quienes pierden el control.

—Dentro de ocho días —auguró Wallander pensativo, sin saber mi bien por qué.

Robert Modin y Martinson continuaron intercambiando opiniones. Aparecieron nuevas combinaciones de dígitos en la pantalla. Wallander tuvo ocasión de aprender qué era un módem exactamente. Lo único que sabía hasta el momento era que se trataba de un aparato capaz de conectar un ordenador con el resto del mundo a través de líneas telefónicas. El inspector comenzaba a impacientarse. Al mismo tiempo, intuía que lo que Robert Modin estaba haciendo podía revestir no poca importancia para el caso.

De pronto, el teléfono, que había dejado en el bolsillo de la cazadora, comenzó a sonar. Se apartó unos metros y se colocó junto a la puerta de entrada antes de responder para comprobar que era Ann-Britt.

—Creo que he encontrado algo —anunció la colega.

Wallander salió a la escalera.

—¡Vaya! ¿Qué es?

—¿No te dije que pensaba profundizar en la vida de Lundberg? —le recordó ella—. Bien, lo primero que tenía intención de hacer era hablar con sus dos hijos. El mayor se llama Carl-Einar Lundberg. De pronto, tuve la impresión de que había visto ese nombre con anterioridad, en algún sitio. Sólo que no recordaba cuándo ni en qué contexto.

Aquel nombre no le decía nada a Wallander, que guardó silencio y la dejó proseguir.

—Así que hice una búsqueda del nombre en nuestros registros informatizados.

—¡Ah!, ¿sí? Y yo que creía que el único capaz de hacer esas cosas era Martinson…

—Más bien eres tú el único que no es capaz de hacer esas cosas…

—Ya, bueno. ¿Y qué has encontrado?

—Pues fíjate que di con él. Carl-Einar Lundberg se vio involucrado en un juicio, hace unos años, creo que durante el largo periodo en el que tú estuviste de baja.

—¡Interesante! ¿Y qué había hecho?

—Al parecer, nada de nada, porque resultó absuelto. Pero lo habían acusado de violación.

Wallander quedó pensativo.

—Bien… tal vez merezca la pena investigarlo —decidió por fin—, pero no es fácil de encajar en todo este asunto. En especial, en lo que a Falk se refiere, aunque también me cuesta ver la relación con Sonja Hokberg.

—Sí, es cierto, pero yo creo que seguiré indagando —opuso Ann-Britt—. Eso es lo que acordamos, ¿no?

Concluida la conversación, el inspector Wallander volvió junto al ordenador.

«Nada, nuestras pesquisas no nos conducen a ningún lugar», tuvo que admitir en un arrebato de abatimiento. «No tenemos la menor idea de qué es lo que andamos buscando. Nos hallamos inmersos en el más absoluto vacío».

22

Poco después de las seis, Robert Modin sintió que no podía más. Además, empezó a quejarse de un fuerte dolor de cabeza.

Sin embargo, no tenía intención de abandonar. Aguzó la vista por encima de las lentes de sus gafas al tiempo que les aseguraba a Martinson y a Wallander que continuaría encantado al día siguiente.

—Pero necesito pensar —aclaró—. Tengo que diseñar una estrategia y consultar a unos amigos.

Martinson procuró que un coche llevase al joven a Lóderup.

—¿Qué quiso decir? —inquirió Wallander cuando ambos hubieron regresado a la comisaría.

—Pues eso, que necesita pensar y elaborar una estrategia —repitió Martinson—. Exactamente igual que nosotros. Nosotros resolvemos problemas, y ése es el motivo por el que hemos solicitado la ayuda de Robert Modin, ¿no es cierto?

—Sí, claro. Pero es que sonaba como un viejo doctor al que se le hubiese presentado un paciente con una sintomatología extraña. Hasta dijo que quería consultar a unos amigos…

—Ya, bueno. Yo creo que lo que hará será consultar a otros hackers. O que hablará con ellos a través del ordenador. Pero el símil del doctor y los síntomas raros es realmente bueno.

Martinson parecía haber superado la anomalía de procedimiento que suponía haber recurrido a la colaboración de Robert Modin sin permiso de los superiores, de modo que Wallander decidió que no tenía sentido sacar a relucir el asunto de nuevo.

Tanto Ann-Britt como Hanson habían acudido a la comisaría, pero, por lo demás, reinaba una benefactora paz dominical. Wallander pensó fugazmente en el montón de casos que crecía sin cesar antes de convocarlos a todos a una breve reunión, persuadido de que, al menos de forma simbólica, estaban a punto de cerrar una semana de trabajo; Por más que les quedase mucho por averiguar.

—Estuve hablando con uno de los guías caninos, con Norberg, que, por cierto, estaba planteándose cambiar de animal. Según él, Herkules está ya demasiado viejo —informó Hanson.

—¡Ah!, pero ¿sigue vivo ese perro? —inquirió Martinson incapaz de ocultar su asombro—. Recuerdo que ya estaba aquí cuando yo llegué.

—Pues, al parecer, sus días están contados, porque ha empezado a quedarse ciego.

Martinson rompió a reír, aunque sin ganas.

—¡Vaya!, sería un buen tema para un artículo: el destino de los perros policía cuando se quedan ciegos.

Pero a Wallander no le pareció en absoluto divertido, pues no podía negar que echaría de menos al viejo animal. Quizás incluso más de lo que añoraría a algún que otro colega.

—He estado pensando en el asunto de los nombres de los perros —prosiguió Hanson—. Con algo de esfuerzo, puedo comprender que le pongan a un chucho el nombre de Herkules, pero lo de Redbar ya se me escapa.

—¿Cómo? No hay ningún perro policía que se llame así, ¿no? —preguntó Martinson con cara de sorpresa.

Wallander dejó caer las palmas de las manos sobre la mesa en sonora palmada: el gesto más autoritario que era capaz de hacer en aquel momento.

—Bueno, bueno. Dejemos ese tema. ¿Qué dijo Norberg?

—Que sí, que es posible que cuando los cuerpos o los objetos están o han estado congelados dejen de despedir ningún tipo de olor. De hecho, a los perros les resulta mucho más complicado localizar cadáveres en invierno si las temperaturas son demasiado bajas.

Wallander pasó página rápidamente.

—¿Y el vehículo? El Mercedes, ¿has podido comprobar algo?

—Sí. Hace unas semanas que robaron en Ánge una furgoneta Mercedes, de color negro.

Wallander sondeaba su memoria en un intento de localizar Ánge geográficamente.

Other books

Bonds of Matrimony by Elizabeth Hunter
Double Cross by Sigmund Brouwer
Pax Britannica by Jan Morris
Never Tell by Alafair Burke
A Submissive Love by Emery, Jo
Take Me by Stark, Alice
The Alexandrian Embassy by Robert Fabbri