Cronicas del castillo de Brass (17 page)

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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

BOOK: Cronicas del castillo de Brass
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—Antes no era muy proclive a la introspección. Era un hombre. Un soldado. Inteligente, pero tampoco demasiado inteligente. Era práctico.

A veces, pienso que ahora es un hombre completamente diferente. ¡Es como si los horrores de la Joya Negra hubieran robado el alma al antiguo Hawkmoon, y una nueva ocupara su cuerpo!

El conde Brass sonrió.

—La vejez os está volviendo fantasioso, capitán. Alabáis al antiguo Hawkmoon por su sentido práctico de las cosas… ¡y ahora me venís con éstas !

El capitán Vedla no pudo por menos que sonreír a su vez.

—¡Muy agudo, conde Brass! Sin embargo, cuando pienso en los poderes de los antiguos señores del Imperio Oscuro y recuerdo los poderes de aquellos que nos ayudaron, se me ocurre que la idea quizá no carezca de base.

—Quizá. Y si no hubiera otras explicaciones evidentes para el estado de Hawkmoon, es posible que estuviera de acuerdo con vuestra teoría.

—Sólo era una teoría —murmuró el capitán Vedla, algo violento. Alzó el vaso a la luz y estudió el vino tinto que contenía—. ¡Sin duda es por culpa de éste que me atrevo a proclamar tales teorías!

Los dos rieron y bebieron más.

—A propósito de Granbretán —dijo más tarde el conde Brass—, me pregunto cómo afrontará la reina Flana el problema de los recalcitrantes que, según cuenta en sus cartas, habitan en las partes más oscuras y menos accesibles de la Londra subterránea. Hace meses que no recibo noticias de ella. Me pregunto si la situación habrá empeorado y le dedica más tiempo.

—Pero habéis recibido una carta hace poco, ¿no?

—Por mensajero. Hace dos días. Una carta mucho más breve de lo habitual. Casi oficial. Se limitaba a invitarme a visitarla siempre que lo deseara.

—¿Es posible que, a la larga, se haya sentido ofendida porque no aceptáis su hospitalidad? —sugirió Vedla—. Tal vez piense que ya no sentís amistad hacia ella.

—Al contrario, es lo más cercano a mi corazón, salvo el recuerdo de mi fallecida hija.

—¿Y no se lo habéis expresado así? —Vedla se sirvió un poco más de vino—. Las mujeres necesitan estas confirmaciones. Incluso las reinas.

—Flana está por encima de esas sensiblerías. Es demasiado inteligente. Demasiado sensata. Demasiado bondadosa.

—Es posible —dijo Vedla, como si dudara de las palabras del conde Brass.

El conde Brass captó la indirecta.

—¿Pensáis que debería escribirle en términos más…, más barrocos?

—Bueno… —sonrió el capitán Vedla.

—Nunca se me dieron bien las florituras literarias.

—Vuestro estilo, en el mejor de los casos, e independientemente del tema que trate, recuerda por lo general a los comunicados emitidos en el campo de batalla durante el punto álgido del combate —admitió el capitán Vedla—. No lo digo como un insulto, sino todo lo contrario.

El conde Brass se encogió de hombros.

—No quiero que Flana piense que mi afecto hacia ella ha disminuido. Sin embargo, no sé escribir. Supongo que deberé aceptar su oferta y marchar a Londra. —Paseó la vista por el salón en penumbras—. Un cambio me sentará bien. Este lugar está muy triste, últimamente.

—Podríais llevaros a Hawkmoon. Quería mucho a Flana. Quizá sea lo único capaz de alejarle de sus soldaditos de juguete.

El capitán Vedla se dio cuenta de que hablaba con sorna y se arrepintió al instante. Respetaba y apreciaba a Hawkmoon, pese a su actual estado de ánimo, pero el ensimismamiento de Hawkmoon ponía nerviosos a todos cuantos le habían conocido en el pasado.

—Se lo insinuaré —dijo el conde Brass.

El conde Brass se debatía entre los sentimientos encontrados. Por una parte, quería alejarse de Hawkmoon durante un tiempo, pero su conciencia no le permitía marcharse solo, al menos hasta que hubiera efectuado la propuesta a su viejo amigo. Y Vedla tenía razón. Tal vez un viaje a Londra animaría a Hawkmoon, aunque había muchas posibilidades en contra. En cuyo caso, el conde Brass temía un viaje y una estancia en Londra que supondrían para él y su séquito mayores tensiones de las que experimentaban dentro de los límites del castillo de Brass.

—Hablaré con él por la mañana —dijo el conde Brass, después de una pausa—. Tal vez volver a Londra, en lugar de jugar con maquetas de la ciudad, exorcice su melancolía…

El capitán Vedla se mostró de acuerdo.

—Quizá debimos pensarlo antes…

El conde Brass pensó, sin rencor, que el capitán Vedla estaba demostrando cierto exceso de interés en que Hawkmoon le acompañara a Londra.

—¿Nos acompañaríais, capitán Vedla? —preguntó, con una leve sonrisa.

—Alguien debería quedarse aquí, para ocupar vuestro lugar… Sin embargo, si el duque de Colonia declina la invitación, tendré mucho gusto en acompañaros, por supuesto.

—Os comprendo, capitán.

El conde Brass se reclinó en la butaca, bebió un poco de vino y contempló a su viejo amigo con cierta ironía.

Cuando el capitán Josef Vedla se marchó, el conde Brass continuó sentado. Aún sonreía. Agradeció esta pequeña alegría, porque hacía bastante tiempo que no sentía ninguna. Ahora que la idea se había planteado, el viaje a Londra empezaba a complacerle, pues sólo ahora era consciente de la atmósfera opresiva que reinaba en el castillo, antes famoso por su tranquilidad.

Contempló las vigas del techo, ennegrecidas por el humo, y pensó con tristeza en el estado actual de Hawkmoon. Se preguntó hasta qué punto había sido positivo que la derrota del Imperio Oscuro hubiera devuelto la paz al mundo. Cabía la posibilidad de que Hawkmoon, todavía más que él, fuera un hombre que sólo se sentía vivo cuando algún conflicto le amenazaba. Si, por ejemplo, había problemas de nuevo en Granbretán (si los militares derrotados que no aceptaban la situación se alzaban contra la reina Flana), tal vez sería una buena idea pedirle a Hawkmoon que los buscara y destruyera.

El conde Brass presentía que una misión de esas características sería lo único que podría salvar a su amigo. Intuía que Hawkmoon no estaba hecho para la paz. Existían hombres así, hombres moldeados por el destino para la guerra, fuera buena o mala (si era posible establecer semejante distinción), y Hawkmoon era uno de ellos.

El conde Brass suspiró y devolvió la atención a su nuevo plan. Escribiría a Flana por la mañana para comunicarle su inminente visita. Sería interesante comprobar la evolución de la extraña ciudad desde la última vez que la había pisado, como conquistador.

2. El conde Brass sale de viaje

—Dadle recuerdos de mi parte a la reina Flana —dijo Dorian Hawkmoon, distraído.

Sostenía una representación en miniatura de Flana entre sus pálidos dedos, y daba vueltas al modelo mientras hablaba. El conde Brass no estaba seguro de que lo hubiera cogido conscientemente.

—Decidle que no me sentía en condiciones de emprender el viaje.

—Os sentiríais mejor en cuanto el viaje comenzara —replicó el conde Brass.

Observó que Hawkmoon había cubierto los ventanales con tapices oscuros. La habitación sólo estaba iluminada por lámparas, aunque era casi mediodía. Y olía a humedad, a enfermedad, a recuerdos atesorados.

Hawkmoon se frotó la cicatriz de la frente, donde le habían injertado la Joya Negra. Su piel tenía un tono cerúleo. Una luz febril y aterradora alumbraba en sus ojos. Había adelgazado tanto que las ropas colgaban sobre su cuerpo como banderas arrugadas. Contemplaba la mesa sobre la cual descansaba la maqueta de Londra, con sus miles de torres demenciales, interconectadas mediante un laberinto de túneles, para que ningún habitante tuviera que exponerse a la luz del día.

De pronto, el conde Brass pensó que Hawkmoon había contraído la enfermedad de aquellos a quienes había derrotado. Al conde no le habría sorprendido descubrir a Hawkmoon cubierto con una máscara.

—Londra ha cambiado desde la última vez que la visteis dijo el conde Brass—. Me han dicho que las torres han sido derribadas, las flores crecen en amplias calles, y hay parques y avenidas en lugar de túneles.

—Eso creo —contestó Hawkmoon, poco interesado.

Se alejó del conde y sacó fuera de las murallas de Londra a una división de caballería del Imperio Oscuro. Daba la impresión de que estaba modificando la disposición de las fuerzas enfrentadas en la batalla que permitió al Imperio Oscuro derrotar al conde Brass y a los demás Compañeros del Bastón Rúnico.

—Debe ser muy bella, pero en este momento prefiero recordar Londra como era cuando Yisselda murió allí.

Su voz adquirió un tono cortante y perentorio.

El conde Brass se preguntó si Hawkmoon le estaba acusando de confraternizar con el pueblo que había asesinado a Yisselda. Hizo caso omiso de esa posibilidad.

—¿Y no os atrae la perspectiva del viaje? La última vez que visteis el mundo exterior estaba devastado. Ahora, ha vuelto a florecer.

—Tengo que hacer cosas importantes aquí.

—¿Qué cosas? —El conde Brass habló casi en tono seco—. Hace meses que no abandonáis vuestros aposentos.

—Hay una explicación para todo esto. Existe una forma de encontrar a Yisselda.

El conde Brass se estremeció.

—Está muerta —dijo en voz baja.

—Está viva —murmuró Hawkmoon—. Está viva. En algún lugar. En otra parte.

—Vos y yo coincidimos hace tiempo en que no existe vida después de la muerte —recordó el conde Brass a su amigo—. Además, resucitaríais a un fantasma. ¿Os complacería recuperar la sombra de Yisselda?

—Si fuera lo único posible de resucitar, sí.

—Amáis a una muerta —dijo el conde Brass en voz baja y estremecida—, y eso quiere decir que estáis enamorado de la muerte.

—¿Qué se puede amar de la vida?

—Mucho. Lo descubriríais de nuevo si me acompañarais a Londra.

—No me apetece ir a Londra. Odio esa ciudad.

—Acompañadme durante una parte del viaje.

—No. He vuelto a soñar, y en mis sueños me acerco a Yisselda… y a nuestros dos hijos.

—Nunca tuvisteis hijos. Vos los inventasteis. Vuestra locura los inventó.

—No. Anoche soñé que tenía otro nombre, pero seguía siendo el mismo hombre. Un nombre extraño, arcaico. Un nombre anterior al Milenio Trágico. John Daker. Ése era el nombre. Y John Daker encontraba a Yisselda.

Los demenciales cuchicheos de su amigo estuvieron a punto de arrancar lágrimas al conde Brass.

—Estos razonamientos, este sueño, sólo os causará mucho más dolor, Dorian. Intensificará la tragedia, en lugar de apaciguarla. Digo la verdad, creedme.

—Sé que vuestras intenciones son buenas, conde Brass. Respeto vuestro punto de vista y entiendo que creéis prestarme una ayuda, pero os pido que aceptéis lo contrario. Debo continuar por este camino. Sé que me conducirá al lado de Yisselda.

—Sí —dijo el conde Brass, entristecido—. Estoy de acuerdo. Os conducirá a la muerte.

—Si tal es el caso, la perspectiva no me alarma.

Hawkmoon se volvió y miró al conde Brass. Este sintió un escalofrío cuando vio el rostro pálido y demacrado, los ojos hundidos que ardían como brasas.

—Ay, Hawkmoon —gimió—. Ay, Hawkmoon.

Se encaminó a la puerta y salió sin decir nada.

Y oyó que Hawkmoon gritaba, con voz histérica y aguda:

—¡La encontraré, conde Brass!

Al día siguiente, Hawkmoon apartó el tapiz para mirar por la ventana al patio. El conde Brass se marchaba. Su séquito ya había montado en excelentes caballos, enjaezados con los colores rojos del conde. Cintas y gallardetes ondeaban en las lanzas flamígeras enfundadas, la brisa agitaba los sobrevestes, las armaduras brillaban al sol de la mañana. Los caballos piafaban y relinchaban. Los sirvientes se afanaban en llevar a cabo los últimos preparativos y tendían bebidas calientes a los jinetes. De pronto, el conde Brass salió y montó en su caballo castaño. Su armadura brilló como si estuviera hecha de llamas. El conde levantó la vista hacia la ventana, con expresión pensativa. Después, su expresión cambió, se volvió y dio una orden a uno de sus hombres. Hawkmoon continuó contemplando la escena.

Porque experimentaba la sensación de observar modelos particularmente detallados; modelos que se movían y hablaban, pero modelos a fin de cuentas. Tenía la impresión de que, si extendía el brazo, podría mover un jinete al otro lado del patio, o coger al conde Brass y enviarle en dirección contraria a Londra. Experimentaba cierto vago resentimiento que no podía comprender hacia su viejo amigo. A veces, se le ocurría en sus sueños que el conde Brass había comprado su vida a cambio de la de su hija. Sin embargo, era imposible. El conde Brass jamás habría hecho algo semejante. Al contrario, el valiente guerrero habría dado su vida por ella sin pensarlo ni un segundo. Aún así, Hawkmoon no podía apartar esa idea de su mente.

Sintió una punzada de arrepentimiento, y se preguntó si tendría que haber aceptado la propuesta del conde. Vio que el capitán Vedla se adelantaba y ordenaba levantar el rastrillo de la entrada. El conde Brass había dejado a Hawkmoon a cargo del castillo, pero tanto los senescales como los veteranos guardias de la Kamarg podían encargarse perfectamente de todo, sin necesidad de esperar la decisión de Hawkmoon.

Pero no, pensó Hawkmoon. No era momento de actuar, sino de pensar. Estaba decidido a abrirse paso como fuera hacia aquellas ideas que bullían en el fondo de su mente. Aunque sus viejos amigos desdeñaran sus "soldaditos de juguete", sabía que disponiendo los modelos de mil maneras diferentes podía liberar, en un momento dado, aquellos pensamientos, aquellos conceptos esquivos que le guiarían hacia la verdad. Y cuando comprendiera la verdad, estaba seguro de que encontraría a Yisselda viva. También estaba casi seguro de que encontraría a sus hijos. Durante cinco años le habían considerado un loco, pero estaba convencido de que no era así. Creía conocerse bastante bien, que si alguna vez enloquecía no sería de la forma que sus amigos habían descrito.

El conde Brass y su séquito saludaron a los sirvientes del castillo mientras atravesaban las puertas, camino de Londra.

Al contrario de lo que el conde Brass sospechaba, Dorian Hawkmoon tenía en gran estima a su viejo amigo. Le supo mal presenciar la partida del conde Brass. El problema de Hawkmoon consistía en que ya no sabía expresar sus sentimientos. Estaba demasiado convencido de lo que hacía, demasiado absorto en los problemas que intentaba solucionar mediante la obsesiva manipulación de las figuras en miniatura.

Hawkmoon siguió con la vista al conde Brass y a sus acompañantes, mientras progresaban por las calles tortuosas de Aigues-Mortes. Los ciudadanos se habían lanzado a las calles para despedir al conde. Por fin, el grupo llegó a las murallas y se alejó por la amplia carretera que corría entre los pantanos. Hawkmoon continuó mirando hasta que se perdieron de vista, después, devolvió la atención a sus modelos.

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