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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Cruzada (6 page)

BOOK: Cruzada
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Intenté que mis ojos no se cruzasen con los suyos mientras extraía con cuidado las algas para luego alejarlas de las ventanillas. La tarea era además muy delicada porque el
Obediencia
era una manta casi nueva y su superficie carecía en general de rayones o suciedad. Sobre una manta vieja, cualquier marca que dejásemos al quitar las algas se habría confundido con el desgaste natural de la nave.

Observé al hombre con el rabillo del ojo, pensando en lo extraño que resultaba mirar el puente de mando desde fuera. Por fortuna, el sujeto no estaba sentado inmóvil en el asiento del capitán, sino que iba de aquí para allá por la cubierta. Quizá sólo comprobaba que los equipos funcionasen correctamente.

En la parte trasera del puente de mando distinguí otra silueta, semiescondida por las sombras del pasillo que llevaba a la escalerilla. El capitán, o quien a mí me lo parecía, se volvió para hablar con la otra persona durante un momento. Luego la figura desapareció en medio de un destello colorado.

Entonces comprendí la peculiaridad de todo el asunto. Había en el Refugio seis inquisidores y cerca de una docena de monaguillos participando de lo que era una misión relativamente poco importante, pese a su grado de vandalismo.

¿Por qué habían viajado entonces en una de las diez o doce mantas que poseía el Dominio? ¿Por qué no habían venido en un buque de guerra imperial? Allí estaban sucediendo más cosas de lo que parecía a simple vista.

El hombre permaneció en el puente de mando durante todo el tiempo que estuve ocupado en las ventanillas, lo que me hizo desear haber sido asignado a los motores, donde no hubiese estado a la vista de nadie. Era demasiada la gente que me controlaba; incluso si no me tenían en cuenta más que como subordinado, de un modo u otro me recordarían.

Apenas conseguí descansar un poco cuando mi antorcha de leños, siempre bastante inestable, empezó a lanzar chispas y pronto se apagó. Nadé de regreso al
Ala plateada y
subí a bordo pasándole a Iulio la linterna para que la arreglase. Me eché sobre la cubierta húmeda, contento sencillamente de no hacer nada durante unos pocos minutos.

―¿Sabemos por qué este grupo de inquisidores tiene su propia manta? ―indagué, preguntándome si habría oído algo de eso en el viñedo.

Iulio se encogió de hombros.

―Supongo que no vienen demasiados buques por aquí, estamos fuera de las rutas principales. No hay motivo para que los buques imperiales vengan aquí. Además, ¿qué importancia tiene?

―Una manta para sólo seis inquisidores parece algo excesivo.

Me miró seriamente.

―Mantengámonos alejados de sus asuntos. No quiero enterarme de que ninguno de vosotros habla del tema.

No me resultó difícil comprender su reluctancia, pero mientras flotábamos con suavidad sobre el
Obediencia,
no paré de preguntarme qué otras cosas contendría la nave.

 

 

 

―¿Qué quieres decir con eso? ―inquirió Ravenna, exhausta tras la larga jornada, mientras subíamos hacia el Refugio. El parpadeo constante de las antorchas me había dado dolor de cabeza y la lucha con el abrasivo pólipo de la manta me había dejado la piel en carne viva en varios sitios.

―Supongo que no resulta demasiado impresionante viajar en una manta cubierta de algas.

Alcé la mirada para cerciorarme de que no estuviese bajando ningún inquisidor. Ravenna tenía razón: las algas no habían impedido el funcionamiento de ninguno de los sistemas de la manta. ¿Por qué entonces tanta insistencia? ¿Por qué tenía que trabajar toda la estación oceanográfica en quitarlas? Iulio se había visto forzado a posponer su estudio nocturno de la bahía, por el que pretendía determinar si las algas habían traído consigo alguna nueva especie de plantas marinas fosforescentes.

Demasiado científico, pensé. Los thetianos usaban ciertas algas en iluminación, entre otros usos, así que el descubrimiento de especies nuevas podía abrir expectativas comerciales. Pronto Iulio contaría con otra oportunidad de investigar, pero no sería esa misma noche. Estábamos todos muy cansados y yo tenía la firme intención de irme a la cama nada más cenar.

Atravesamos el portal, con las hojas de clemátide meciéndose de forma agradable con el viento nocturno. Las flores blancas lucían pálidas a la luz de la primera luna, que pendía enorme y difusa sobre las aguas del mar.

Deseé llegar al Refugio y luego de inmediato al salón sin demora, pero no fuimos tan afortunados. Una silueta negra y blanca pareció materializarse de la nada en lo alto de la escalinata y tuvimos que detenernos.

―¿Cómo va el trabajo? ―nos urgió Oshadu. Noté que otro religioso lo acompañaba unos metros por detrás, conversando con dos monaguillos. Reconocí a Amonis por la voz.

―Hemos acabado, dómine ―afirmé de modo sumiso, esperando que no me reconociesen en la penumbra. Nuevamente, la suerte no estaba conmigo.

―Una labor para ociosos ―dijo Oshadu con satisfacción―. ¿Debemos creeros entonces? ¿Podemos confiar en que no habéis aprovechado la oportunidad para sabotear la misión de Ranthas?

―He inspeccionado el
Obediencia ―
sostuvo Amonis interrumpiendo su discurso―. Todo funciona como corresponde, estos eruditos entrometidos al menos han demostrado ser útiles para algo. Espero que no haya más dificultades con las algas ―agregó lanzándonos una mirada fría.

No se movió, y al poco me percaté de que esperaban que nos quitásemos de su camino. Me incliné haciéndoles una reverencia y di un rodeo para abrirles el paso, avanzando entre las sombras de la zona de huéspedes hacia el patio, mucho mejor iluminado. Mientras nos marchábamos, oí a mis espaldas las voces de los inquisidores.

―Son herejes, hermano, debes entenderlo.

―Dices eso de todos los oceanógrafos ―respondió Amonis con voz apagada―. Paciencia, ten paciencia.

Con todo, no se me escapaba que Amonis tenía la misma reticencia hacia nosotros que Oshadu. Quizá la única diferencia fuese que el primero sabía que podríamos ser útiles. Sus últimas palabras poseían un halo algo siniestro. Amonis le pedía a Oshadu que se guardase sus opiniones para sí mismo, no que aprendiese a aceptar la situación. No me gustó cómo sonaba eso.

Cuando llegamos al salón unos minutos después, me olvidé de los inquisidores y me concentré, en cambio, en el suculento plato de pescado que tenía delante. Esa noche, el comedor estaba bastante lleno y se pronunciaron a viva voz críticas explícitas sobre los inquisidores, confiando en que no podrían oírlas.

Ravenna y yo nos hicimos sitio en una de las mesas laterales, cerca otra vez de Litona, que parecía bastante menos simpática que dos días atrás. No había que ser un genio para deducir el motivo de su enfado.

―Empiezo a estar de acuerdo con los más radicales ―dijo ella, como si la asistente del Preservador fuese más una joven revolucionaria que una académica―. Los inquisidores son una amenaza, se llevan todo por delante. Primero se abalanzaron sobre las estanterías del Archivo, allí donde guardamos la antigua correspondencia, y ahora se encuentra en un estado deplorable. Hay papeles por todo el suelo, manuscritos dañados... Y eso que tenemos allí cartas escritas por once generaciones de emperadores. Un archivo de un valor incalculable.

Su ojos se detuvieron un instante en mí, como si Litona conociese mi relación con esos documentos. Quizá estuviese al tanto o, al menos, lo sospechase. Mi parecido físico era demasiado evidente para disimularlo totalmente tiñéndome el cabello u ocultando el color de mis ojos. Demasiado evidente, sin duda, para quien hubiese visto a mi hermano.

―¿Con cartas de Aetius IV? ―preguntó Ravenna con inocencia.

―Pues no ―respondió Litona―. Y es una ausencia lamentable para la veracidad de los estudios históricos.

Sabía que Litona mentía. El clan Polinskarn había empleado el Refugio para guardar toda la correspondencia histórica acumulada que no se juzgaba lo bastante importante para ser de fácil acceso en la biblioteca principal. Sin duda habrían preservado las cartas de aquel período del mismo modo que lo habían hecho con las de todos los demás, y era obvio que el material estaría oculto de forma segura dentro de alguna ignota bóveda.

A pesar de eso, ¿podía afirmarse que había algo completamente a salvo de las garras de los inquisidores?

Oí a medias la letanía de pesares de mis colegas. El calor y la atmósfera cerrada del salón me adormecían y no me quedaban fuerzas para quejarme.

Cuando acabó la cena y Litona se retiró con el Preservador y algunos de los estudiosos más veteranos para mantener una charla privada, subimos la escalera en dirección a mi pequeña habitación, oculta en el confuso laberinto de la planta superior del edificio. No había bibliotecas allí arriba, sólo estanterías con libros carentes de importancia y habitaciones para albergar a personas de estatus inferior a los eruditos.

Era una sala de aspecto muy thetiano, apenas adornada y pintada con un vivido y brillante azul, uno de los colores tradicionales. Los muebles no eran lujosos, pues se consideraba que cualquiera lo bastante poco destacado para ocupar esas estancias estaba allí para trabajar y no para gozar de la vida. Quizá lo más parecido a esas habitaciones fuese una buhardilla en el inmenso y siempre en expansión barrio universitario de Selerian Alastre.

―Si me permites dormir en el suelo esta noche me libraré de tener que volver a cruzarme con esos buitres en el patio ―dijo Ravenna, agotada, y se sentó sobre la dura e incómoda silla que había junto al pequeño escritorio―. ¿Cómo es posible, por todos los cielos, que limpiar algas resulte tan cansado?

―No estamos habituados al trabajo duro.

―Al menos no durante tantas horas. Escucha, antes de dormirnos... ―Se puso de pie y echó un vistazo hacia el pasillo antes de cerrar la puerta con firmeza detrás de ella―. Quería mencionártelo antes de que se me olvide. ¿No te parece que todo esto es un poco excesivo?

―La manta ―dije asintiendo. Al parecer Ravenna pensaba como yo.

―No sólo la manta, todo el asunto. La Inquisición no es muy grande. No puede haber en toda Thetia más que unos doscientos inquisidores. Según he oído, el emperador se apoya cada vez más en ellos. ¿Por qué entonces enviar tantos aquí? ¿Por qué no apenas dos y media docena de monaguillos?

―Si deseasen aumentar el volumen de sus hogueras, les hubiese convenido más dirigirse a Karn Madraza, donde se encuentra la biblioteca principal, no venir a este sitio miserable.

―Exactamente. Estoy seguro de que está sucediendo algo más. ¿Se te ha ocurrido algo?

―La verdad es que no ―afirmé. El cansancio me vencía y sentía los párpados como si fuesen de plomo.

―Si es algo importante, lo recordaremos por la mañana ―señaló ella―. Sin duda les llevará bastante tiempo desarrollar su estrategia.

En realidad, pensé, los inquisidores ya habían tenido tiempo suficiente para planear y desarrollar una estrategia en Selerian Alastre, pero no lo dije porque no deseaba prolongar la conversación. Ravenna rechazó toda insinuación de que durmiese en mi cama, ofendida ante el hecho de ser tratada como si no fuese mi igual, de modo que intenté acomodarla lo mejor posible echando sobre el suelo unas cuantas almohadas.

Cerré los ojos con la esperanza de no despertar hasta la mañana siguiente, pero oímos golpes en la puerta varias horas antes de eso.

 

 

Lentos e insistentes, los golpes tardaron en despertarme y un poco más en permitirme comprender de qué se trataba. Ravenna ya se había incorporado para responder. Era la doctora, con expresión muy seria, y creí adivinar qué iba a decir. Resultó que me equivocaba, aunque no demasiado.

―Solicita vuestra presencia, la de ambos, pero no queda mucho tiempo.

No me había tomado la molestia de desvestirme para meterme en la cama, de modo que sólo cogí mis sandalias y la seguí a lo largo del pasillo, intentando no chocar contra ningún objeto. Por razones que el Dominio no hubiese aprobado, yo tenía una visión nocturna mejor que la usual. Sin embargo, me encontraba medio dormido y fue casi un milagro que no me estrellase contra alguna pared.

Llegamos a la habitación de Dione, donde había dos antorchas encendidas. Para mi sorpresa, sin embargo, no había acompañándola nadie más que el Preservador, sentado junto a su cama.

La cabeza de Dione estaba levantada ligeramente con ayuda de varios cojines. Al principio pensé que estaba dormida, pero cuando entramos abrió los ojos.

―Estáis aquí ―dijo y el tono áspero de su voz adquirió mayor fuerza, aunque daba la impresión de que cada palabra le costaba un enorme esfuerzo―. Bien. Deseaba volver a veros.

Comencé a disculparme por lo que había dicho dos días atrás pero me interrumpió.

―No hay nada que lamentar. Escuchad, os he transmitido a los dos todo lo que sé. No lo he hecho sólo por despecho hacia el Dominio, sino porque habéis sido los únicos en demostrar interés por esas investigaciones. Lo único que os pido es que me prometáis algo.

De pronto me puse nervioso, rogando que no emplease la gravedad del juramento a un moribundo para forzarme a coger un camino que no me gustaba. A pesar de ese temor, asentí, pues rehusar su última petición después de todo lo que ella había hecho hubiese sido imperdonable.

―Ambos sabéis muchas cosas que nadie más conoce, ambos comprendéis ahora cosas que nadie en la historia ha abordado excepto yo, y en realidad habéis llegado incluso más lejos de lo que yo jamás he hecho. En pocos instantes sabréis todavía un poco más.

Lanzó una débil mirada al Preservador y a la doctora y les preguntó:

―¿Podríais dejarme a solas con ellos dos un par de minutos?

El Preservador pareció ligeramente ofendido, pero se incorporó para marcharse cerrando las dos puertas a su espalda.

―¿Qué es lo que ellos no pueden oír? ―inquirió Ravenna mientras se colocaba al otro lado del lecho de la anciana.

―Primero, prometedme que viviréis. Soy consciente de que, una vez que os marchéis de aquí, emplearéis todo lo que os he enseñado para combatir al Dominio. Pero si las cosas salen mal, no debéis perder la vida.

La miramos absortos por un segundo.

―¿No lo comprendéis? Si os lleváis vuestros conocimientos a la tumba, entonces todo se habrá perdido. Hablad con quienes podáis confiar. Y lo que es todavía más importante, incluso si el Dominio destruyese todo lo que os rodea, debéis huir; sacrificaros carece de sentido.

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