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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Cruzada (8 page)

BOOK: Cruzada
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De hecho, mi sueño era demasiado profundo incluso para oírlos llegar. No tocaron a la puerta: sencillamente la embistieron y entraron manteniendo en alto sus antorchas. No hubiese podido afirmar si eran parte de un sueño o de una pesadilla, pero abrí los ojos de repente y distinguí una figura vestida con una túnica negra y blanca de pie en el umbral. La secundaban otras dos figuras vestidas de rojo.

Me sentí presa del pánico, pero no me encontraba en condiciones de resistirme. Oshadu apenas nos dirigía la mirada y sonreía con frialdad mientras los sacri ataban nuestras manos con eficacia y nos sacaban de la habitación en dirección al pasillo, donde nos esperaban algunos de sus compañeros. Mi sorpresa era demasiado grande para permitirme tomar conciencia del caos que me rodeaba, de la presencia de los santos guerreros con sus rostros ocultos o de cualquier otra cosa. Lo único que no dejaba de percibir era la sonrisa de satisfacción en los labios de Oshadu.

 

 

 

Todas las ventanas del Refugio se alumbraban a medida que los sacri invadían habitación tras habitación. Cada tanto oía el sonido de la madera al quebrarse cuando derribaban una puerta o algún estallido indeterminado seguido por las secas órdenes de los oficiales. Los sacri trabajaban en un escalofriante silencio, como si tras sus máscaras rojas sólo hubiese eficientes máquinas.

De vez en cuando veíamos aparecer un grupo de ellos a través de las destruidas puertas principales, cargando con libros que arrojaban a un montón en el centro del patio. Un montón que crecía de forma progresiva y cuyo significado nadie podía ignorar.

Apenas media docena de sacri rodeaban el lugar, no para custodiar los libros, sino para contener a los setenta y tantos eruditos o funcionarios del Refugio, que habían sido reunidos en el patio tras ser capturados. Parecían demasiado asustados y absortos para intentar una huida. En su mayoría estaban a medio vestir y permanecían inmóviles, como congelados, en el sitio donde los habían dejado.

Podría sentir el corazón latiendo con fuerza contra mi pecho mientras contemplaba cómo saqueaban el Refugio. Estaba de rodillas sobre el suelo de piedra del patio, rodeado de oceanógrafos. Los inquisidores no se habían molestado en encerrar a ninguno de los eruditos, pero estábamos todos atados.

Eché una mirada a mi derecha, donde estaban los encargados del astillero. Los habían traído desde allí y habían obligado a arrodillarse frente al montón de libros como a todos los demás. Parecían tan conmocionados como el resto.

Ninguno había tenido oportunidad de reaccionar: los sacri se habían abalanzado simultáneamente sobre los tres edificios principales del Refugio, rodeando a los que estaban dentro y conduciéndolos luego hasta aquí para ser retenidos bajo custodia. Sólo un par de serenos estaban despiertos en aquel momento, pero no se hubiesen podido resistir. Todo el Refugio estaba en manos del Dominio.

Comprendimos demasiado tarde por qué Amonis había venido en el
Obediencia,
pero ni en mis peores pesadillas me hubiese podido imaginar una cantidad de sacri tan inmensa. Los había a cientos, muchos más de los que había visto jamás en un único lugar.

Cerré los ojos, implorando de forma instintiva que se tratase de una pesadilla. Como de costumbre, mi táctica no dio ningún resultado.

Ya habían empezado a dolerme las rodillas cuando Amonis se acercó a inspeccionar nuestra pila de libros, que ahora nos llegaba a la altura de los hombros. Correspondencia, volúmenes impresos, manuscritos, papiros, todo era arrojado allí con despreocupación. Yo estaba demasiado lejos para conseguir leer algún título, así que no podía determinar si, cuando menos, se trataba de documentos heréticos.

Dos días más y nos habríamos marchado de allí, pensé amargamente. Dos días, sólo eso había faltado: dos días más en un total de dos años. No tenía importancia que conociesen o no nuestra verdadera identidad: volvíamos a ser prisioneros del Dominio.

Amonis cogió un libro del último cargamento arrojado al montón y lo abrió, alisando las páginas dobladas.

―¡Ah, la
Historia secreta!
¿Cuál es ésta?, ¿la decimoquinta edición?

Desgarró el lomo del volumen y volvió a arrojarlo a la pila. A continuación cogió otro.

―Arte di'ammoreze,
de Florianus ―espetó―. Este libro es un catálogo de pecados, Preservador. ¿Qué hace en su biblioteca? ¿Y qué hay aquí? Cartas del estúpido emperador Tiberius al monstruo de su padre...

Los dos últimos volúmenes sufrieron el mismo destino que el primero, aunque, como las cartas carecían de lomo, sencillamente las partió en dos y arrojó los trozos a la futura hoguera.

Se paseó delante de nosotros, observando sucesivamente a cada grupo de sus prisioneros.

―¡Este sitio es una abominación! Es un caldo de cultivo del mal y vosotros habéis permitido su continuidad. Peor aún, habéis cooperado en su conservación. ¡Ya me gustaría escuchar a algunos de vosotros negando conocer la existencia de estos libros! ¡Pero no me dijisteis nada!

Se produjo un aterrador silencio, sólo interrumpido por una estruendosa cascada: una estantería entera de libros había sido arrojada al suelo en alguna de las plantas superiores.

―Hasta el último de vosotros es culpable a los ojos de Ranthas. Habéis cometido un pecado mortal y, al permitir que estos libros siguiesen existiendo, habéis expuesto a una nueva generación a sufrir sus perfidias. Ya es bastante grave caer en las garras del mal, pero mucho peor es conducir a otros por ese sendero.

Fijé la mirada en el suelo mientras Amonis nos observaba, intentando evitar llamar su atención.

―Hemos venido para purgar este antro de herejías, para purificarlo con las llamas sagradas de Ranthas. Cuando se haya realizado la limpieza, concentraremos nuestro esfuerzo en los que han extendido el pecado.

No dijo nada más, pero permaneció inmóvil contemplando cómo crecía la pila de libros. Parecía que no se iba a acabar nunca, y no me atreví a levantar la vista ante el peligro de que me separase del resto por un motivo u otro. Aún no se había presentado Oshadu, que debía de estar dentro de los edificios supervisando el caos.

Me sentía fatigado y me dolían los brazos y las piernas. Además, el tiempo ya no me parecía tan cálido como antes. El frío de las piedras me atravesaba las rodillas, y las manos se me empezaban a entumecer.

Nos dejaron allí durante horas, hasta que la conmoción cesó dentro de los edificios y un gran montón de libros yacía en medio del patio, rodeado de un amplio espacio vacío. ¿Cuántos volúmenes habría allí?, ¿dos mil?, ¿cinco mil? No podían ser ni de lejos todos los que contenía el Refugio.

Oshadu cogió una antorcha de manos de uno de los sacri que nos custodiaban, mientras los demás se congregaban junto a los portales y en las ventanas.

―Contempladnos con gracia, señor del Fuego, mientras entregamos estos escritos del mal a tus llamas purificadoras. Que por intermedio de la hoguera nuestro mundo sea purgado de su herejía. Bendice esta pira y bríndale tu ayuda para que consuma por completo todo lo que hay allí escrito, de modo que sea borrado para siempre de este mundo. En tu nombre, Ranthas, señor del único Elemento verdadero, y en nombre de tu gente en Aquasilva.

Tras pronunciar esas palabras, Amonis dio un paso atrás. Entonces Oshadu alzó su antorcha y la arrojó al montón, gesto que fue imitado por los otros tres inquisidores. Vi al que tenía más cercano llegar y permanecer en su sitio durante un instante, antes deque las llamas inundaran las páginas abiertas de un libro que yacía con el lomo hacia arriba y comenzaran a expandirse de un volumen al siguiente.

El fuego tardó sólo unos pocos minutos en invadir el montón completo, devorándolo todo indiscriminadamente. El llanto desconsolado de uno de los eruditos fue interrumpido por el golpe de uno de los sacri.

Entonces cayeron más libros, llovidos de las plantas superiores, desde donde los sacri los arrojaban, de uno en uno o en montones, para alimentar la hoguera. El oceanógrafo que estaba a mi derecha desvió la mirada, pero sólo logró que un sacrus lo cogiese del pelo y encarase su rostro a las llamas para que no dejase de ver el desolador espectáculo.

¿Cuántos ejemplares de todos los que estaban destruyendo eran irrecuperables? ¿Cuántos libros eran únicos, las últimas copias de trabajos perseguidos por el Dominio?

¿Habrían encontrado las anotaciones que yo había realizado dos años atrás?, ¿mi copia de
Fantasmas del paraíso?
En realidad, me hubiera convenido dejarlos donde pudiesen ser sencillamente cogidos y quemados, y no descubiertos separadamente. ¿Por qué hacían todo eso? Deseaba levantarme y desafiarlos a viva voz, sepultar mi frustración y mi impotencia en un torrente de magia. Pero no logré hacer nada, pues (y eso era lo peor) contaban con un mago de la mente.

Lo había visto mientras nos obligaban a bajar la escalera: una figura barbada vestida de negro, con un martillo en un costado, brindando instrucciones a un par de monaguillos. Hubiese podido anular cualquier intento mío con un simple pensamiento y a mí no me habría quedado otro remedio que rendirme.

Varias horas después, Amonis volvió a dirigirse a nosotros; su silueta se recortaba contra las altas llamas de los libros ardiendo.

―Pronto vuestros conocimientos se habrán esfumado y este lugar recobrará su pureza. Este territorio ya no pertenece a vuestro patético clan, sino que se ha convertido en una fortaleza del poder de Ranthas. Según el edicto de su gracia el exarca de Thetia y el emperador en persona, ahora pasa a estar bajo nuestra jurisdicción, igual que todos los que lo habitan.

Su voz sonó con el tono de quien pronuncia un veredicto, algo que a partir de entonces los inquisidores tenían derecho a hacer en Thetia, como en los territorios del Dominio.

―Sois culpables de herejía por proteger y albergar el mal en este lugar ―prosiguió―. De cualquier modo, expiaréis vuestros pecados como penitentes ante los representantes de Ranthas en Aquasilva. Así compensaréis el daño que habéis causado aquí y en los territorios del Archipiélago y, merced a vuestros esfuerzos, volverán a ser espacios de santidad y piedad.

Suspiré interiormente con alivio, agradecido por las pequeñas compasiones. No pensaban enviarnos a Selerian Alastre. Cuando nos sacaron de la plaza en dirección a las celdas subterráneas del Refugio, acometí, agotado, el esfuerzo de desatar las manos de Ravenna y luego tuve que esperar a que ella liberase las mías antes de quedarme dormido.

 

 

 

A la mañana siguiente nos encontramos con un Refugio completamente diferente. Una inmensa bandera anaranjada flameaba donde antes había estado el emblema negro y dorado del clan Polinskarn. El fuego seguía ardiendo en el patio, periódicamente alimentado con más montones de libros. Como nos habíamos temido la noche anterior, tenían la intención de quemar toda la biblioteca.

Por lo que pude ver, habían comenzado a alimentar la hoguera también con las estanterías y demás equipamientos. Distinguí consumiéndose sin remedio adornos de madera, prendas de vestir e incluso los enormes retratos.

Había también máquinas demoledoras en acción dentro de las antecámaras, echando abajo hasta el último distintivo de los Polinskarn y haciendo añicos las cortinas de terciopelo negro. Cuando llegamos al salón observé cuanto me rodeaba con muchísima tristeza, recordando cómo había sido la misma noche anterior. Todos los cuadros habían sido quitados y la sala estaba desnuda con excepción de las mesas y una gran bandera con el símbolo de la llama del Dominio colgando detrás de lo que antes había sido la tarima.

Uno de los sacri nos ordenó de malos modos que nos arrodillásemos y, privado de sueño como estaba, vi la estancia poblada de imágenes de otros tiempos.

Visualicé el salón de mi padre en Lepidor el día que había sido capturado por el Dominio, cuando una primada me había condenado a morir en la hoguera. Era un ambiente tan asombrosamente similar que casi podía ver las siluetas fantasmales de todos los que habían estado allí: la primada sentada en el trono de mi padre y, a su lado, a quien poco antes yo había considerado mi amigo, un tanethano con barba, lord Barca, perturbado por las primeras señales de concienciación, y el almirante Sagantha Karao, que había llegado a ser el último virrey independiente del Archipiélago.

Mis pensamientos pasaron del salón al templo de Ilthys, con la escena dominada por una bandera similar (también inquisidores, aunque sin primados). Ésos habían sido tiempos mucho más felices y deseé contar otra vez con Ithien Eirillia para que irrumpiese en el salón y nos liberase a todos en nombre de la Asamblea. Pero también Ithien había desaparecido.

¿Dónde estaba Amonis? ¿A qué estaba esperando?

Intenté concentrarme en el presente, pero todo lo que me vino a la mente fueron los camarotes imperiales en el buque insignia de mi hermano y el hecho de estar allí de rodillas mientras él sellaba su nueva alianza con el Dominio.

Y entonces sonaron pasos que venían de algún lugar cercano, otra escena sobre la sala de recepción, vaga e insustancial como si la viese a través de un velo: treinta años atrás en el palacio en Vararu, el día en que el abuelo de Ravenna había expulsado al Dominio desencadenando la Cruzada.

Sólo la voz de Amonis consiguió devolverme al presente cuando apareció en la tarima junto a Oshadu y otro inquisidor. Dos monaguillos se habían acomodado en unas sillas a un lado y sostenían utensilios de escritura.

―Estamos efectuando una auditoría de los activos del Refugio ―señaló el tercer inquisidor dando un paso adelante mientras los otros dos observaban con atención desde la distancia―. Informaréis al monaguillo Haferus de vuestros nombres y antiguas lealtades dentro del clan.

«Nos tratan como a animales», pensé mientras cada uno de nosotros decía su nombre. Registro de los activos del Refugio Polinskarn: cuarenta y cuatro tortugas marinas, noventa chivos, doce botes de pesca, once oceanógrafos. Veinte mil volúmenes dignos de ser convertidos en cenizas.

―Esta isla se encuentra ahora sujeta al gobierno de la ley religiosa ―dijo Amonis mientras el tercer inquisidor regresaba para unirse a sus compañeros―. Al no haber notificado la presencia de tantos textos heréticos, sois culpables de herejía en tercer grado.

Los otros dos murmuraron su asentimiento, que era todo cuanto se precisaba: tres inquisidores constituían un tribunal con el poder de dictar cualquier sentencia permitida por el código del Dominio.

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