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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Cruzada (5 page)

BOOK: Cruzada
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Me dirigió una mirada inquisitiva y un poco desconfiada. Dione me había enseñado, pero nadie estaba seguro de qué pretendía hacer yo exactamente con esos conocimientos.

Abrí por él la puerta de la estación y avanzamos hacia el atrio, lleno como siempre del indefinible aroma salino de los equipos oceanográficos. Era similar a cualquier estación del mundo, grande o pequeña. Sólo variaban los detalles. Ni siquiera se diferenciaba por el hecho de ser una estación de investigación independiente y no al servicio de una ciudad.

Unos momentos después, Ravenna apareció por una puerta lateral, vistiendo su túnica impermeable de buceo y portando dos piedras marinas de bordes afilados. Su piel era todavía del tono oliva habitual, por lo que deduje que aún no había comenzado a trabajar en contacto con las algas.

―¡Atho, qué oportuno eres! ―exclamó.

Iulio levantó unos instrumentos que llevaba en la mano derecha y ella asintió señalando hacia el pasillo.

―Supongo que Iulio te habrá contado lo de la invasión de algas...

―Así es.

―Espléndida coincidencia ―subrayó Ravenna con actitud autosuficiente―. Ponte una túnica de buceo y reúnete conmigo fuera. Nos has ahorrado a Vespasia y a mí al menos una hora de trabajo con esas algas.

 

 

Desprendí otra capa de algas y la deposité en el saco que notaba a mi lado, para evitar que navegase a la deriva y se uniese a la maraña de algas que obstruían el timón del catamarán. Mis manos se verían teñidas de verde durante semanas después de eso, y no precisamente de un verde agradable, a juzgar por la piel de Iulio. Su tez era un poco más oscura que la mía, pero no demasiado.

La luz volvió a extinguirse y asomé la cabeza a la fría superficie plateada del mar, un par de metros por encima de donde estaba. No había muchas nubes en el cielo. ¿Por qué el sol siempre estaba oculto detrás de una nube cuando yo salía a la superficie?

Otro repugnante zarcillo, en este caso inextricablemente adherido a uno de los cables del timón. Habían transcurrido ya tres horas desde el desafortunado encuentro del buque
Ala plateada
con apenas un pequeño banco de aquellas algas, y no parecía que mi trabajo se notase. Al menos mi labor no era peor que la de cualquiera de los que me habían antecedido en la tarea.

Desprendí algunos zarcillos más y ascendí a la superficie sintiendo la necesidad de un descanso. El sol brilló casi en el momento exacto en que alcancé la superficie, y nadé en el agua azul claro de la laguna. Era una zona poco profunda; el fondo arenoso estaba a unos diez metros por debajo y, apenas unos doce metros más allá, el mar era más hondo y oscuro.

Un momento después vi surgir la cabeza de Vespasia a poca distancia; luego nadó rodeando el contorno del buque gemelo del
Ala plateada,
el
Albatros,
también varado. Eran embarcaciones hermosas, con plataformas muy cómodas para trabajar, construidas por el astillero a modo de prototipo en la estación oceanográfica local. De hecho, según me enteré, ya se estaban haciendo otras similares para vendérselas al instituto. Con todo, pasaría mucho tiempo antes de que mi antigua patria en el lejanísimo Océanus pudiese ver una embarcación semejante.

Vespasia alzó sus verdes manos y las examinó con cuidado mientras Ravenna emergía a pocos metros, quitándose de los ojos unos mechones de cabello negro.

―Estas algas son traicioneras, y limpiar su rastro lleva horas.

―¿De dónde provienen? ―indagó Vespasia.

Yo no las había visto antes y, a juzgar por las dificultades que tenían los demás, supuse que nadie más las conocía.

―¡Sólo Dios lo sabe! ―respondió Ravenna―. O quizá no. Ranthas no se preocupa de los océanos, ¿no? Están más allá de su sabiduría.

―Quizá tengas una idea equivocada de los cielos ―dije en broma, pero ella no se lo tomó así.

―Todas las descripciones de los cielos son ridículas por igual. La única diferencia es que ninguna de las versiones heréticas viene acompañada de inquisidores y hogueras listas para ser encendidas. Eso las deja en inferioridad.

Era una afirmación algo brusca, pero era probable que la siempre desaliñada oceanógrafa del clan Estarrin fuese la persona menos religiosa que jamás hubiese conocido. No era algo infrecuente en Thetia, ni siquiera en esos tiempos de incertidumbre, pero resultaba excepcional. Vespasia había llegado a sugerir incluso que la magia tenía una explicación científica, y aunque yo estaba preparado para emplearla en los principios oceanográficos, me pareció que esa idea iba demasiado lejos.

―De todos modos ―advirtió Vespasia―, nunca he visto en Thetia algas semejantes, y si crecen en el mar, los del clan Estarrin deberíamos conocerlas.

Por lo que sabía, ése era el único rasgo particular del clan Estarrin, y no precisamente uno lucrativo desde el punto de vista comercial, pero Vespasia estaba muy orgullosa de su clan, como si fuese uno de los más importantes, como Scartaris, Canten o Salassa. Había otros dos Estarrin entre las once personas que formaban el personal de la estación, pero como pertenecían al clan Polinskarn, su presencia en este santuario Polinskarn no llamaba la atención lo más mínimo.

―Tampoco son algas que crezcan en Océanus ―dije extrayendo un largo zarcillo del casco del
Ala plateada
y acercándolo a la luz. Más allá de su presencia aquí, las algas no tenían nada notable, y a su debido momento se enviaría una muestra a la central del Instituto Oceanográfico. En pocos meses descubrirían su origen y demostrarían cómo habían llegado hasta aquí, quizá arrastradas por un cambio en alguna pequeña corriente o por una tormenta invernal especialmente dura desatada en algún sitio uno o dos años atrás. Una de tantas tormentas.

―Ravenna, ¿habías visto antes algas como estas? ―inquirí.

―Nunca he visto algas con tanto detalle ―admitió ella―; apenas llevo un par de años como oceanógrafa. Pero no recuerdo haberme topado con nada similar. Al menos, no con algas tan difíciles de erradicar.

Ahora eso resultaba irrelevante. Era preciso utilizar los dos catamaranes y, por el momento, sus timones estaban demasiado atascados para permitirles navegar.

Una media hora después fuimos relevados y nadamos agradecidos de regreso a la estación de la playa, donde encontramos a Iulio y a otro oceanógrafo mostrándole una mata de algas al inquisidor Amonis. Noté la respiración interior de Ravenna y cómo entornaba fugazmente los ojos. Su odio hacia los inquisidores siempre parecía ser más poderoso que su temor. Quizá así le era más fácil seguir viviendo.

Era demasiado tarde para dar media vuelta y nadar lejos de la playa, de modo que pronuncié una muda plegaria y seguí a Vespasia en dirección a tierra firme para informar de nuestros avances.

―Atho, Vespasia, Raimunda, me temo que vuestro descanso será muy breve ―exclamó Iulio con una expresión en la mirada que reprimía cualquier protesta de nuestra parte―. La plaga de algas se ha extendido mucho más de lo que suponíamos, y la manta de dómine Amonis ha quedado varada a su merced. Se nos ha ordenado colaborar en su limpieza para que pueda volver a navegar lo antes posible.

«Raimunda» era el apodo con el que conocíamos en el Refugio a Ravenna, que había tardado bastante tiempo en acostumbrarse. Al parecer era el nombre con el que había sido bautizada al nacer, pero nunca lo había empleado.

De manera que los oceanógrafos tenían una utilidad después de todo, cuando el Dominio no podía darse el lujo de molestarse en cuestiones demasiado serviles. Se me erizó el vello ante la idea de trabajar tan cerca de los inquisidores.

―¿Deberemos utilizar herramientas más fuertes en la manta? ―preguntó Vespasia.

―No debéis dañar el casco lo más mínimo ―sostuvo Amonis con frialdad―. Más allá de eso, me da igual cómo lo hagáis. Creo haber oído que es posible quemar las algas con antorchas de leños, pero supongo que es una operación demasiado compleja. Probadla antes en la otra manta.

―¿Ha visto alguna vez algas como éstas? ―preguntó Vespasia cuando el inquisidor ya se marchaba.

―Crecen en Qalathar ―informó él con marcada irritación―. Vuestra tarea no es preguntar, sino combatir la acción nociva de los elementos que han inutilizado mi nave. Espero que esté limpia en dos días.

Caminó entonces hacia el sendero, pareciendo deslizarse en lugar de pisar realmente el terreno.

―Será mejor que lo terminemos a tiempo ―advirtió Iulio sonriendo―. Vosotros tres tenéis diez minutos. Si el
Ala plateada
no está listo, deberéis abordar otra embarcación, pero os quiero trabajando en la manta de Amonis antes de que anochezca.

―Aquí acaba nuestra investigación... ―suspiró Vespasia mientras nos dirigíamos a la estación para comer algo―. Ya es bastante difícil quitar un poco de estas algas, y no me cabe duda de que su manta ha de estar totalmente cubierta. La maldad de los elementos, ciertamente. Por otra parte, ¿cómo pudieron venir estas algas desde Qalathar? La única corriente que va desde allí hasta aquí es muy profunda. Muy veloz y muy profunda.

―Nunca he visto estas algas allí ―añadió Ravenna―. Quizá vengan de la Costa de la Perdición, es preciso ser muy resistente para sobrevivir en ese lugar.

Permanecí con la mirada fija en el acceso a la laguna, donde había sido extendida una red para impedir la entrada de más algas. Enormes grupos de éstas flotaban rodeando la costa, muchas más de las que ninguna singular combinación de corrientes hubiese podido trasladar.

―¿Cómo se habrán desgarrado de su superficie original? ¡Son tan duras que incluso un kraken hubiese tenido dificultades para arrancarlas!

Media hora después, cuando nos acercábamos, cansinos, a la manta del Dominio, previendo una o dos horas de indigestión, descubrimos la respuesta. De algún modo, una pequeña mata de algas se había deslizado a través de la red y navegaba a la deriva por la superficie de la laguna.

Algo había hecho un agujero en medio de las algas y su contorno se veía negro y chamuscado.

―Disparos con armas de leños ―afirmó Ravenna observando cómo la mata se aferraba al casco de la nave.

Las algas navegaban más de prisa que las noticias. Pasaría un mes antes de enterarme de que otro de los pocos escuadrones heréticos supervivientes había sido arrasado por el imperio.

CAPITULO III

Unos golpes fuertes en la puerta me despertaron de un sueño profundo.

―Ya ha amanecido, es tiempo de regresar al trabajo ―anunció la voz de Iulio, que parecía estar de muy mal humor. Al no recibir respuesta, insistió con los golpes y finalmente le dije que en seguida iba. Nos urgió a que nos moviésemos y pronto oí sus pasos detenerse ante la puerta siguiente para despertar a otro desafortunado.

―De nuevo esa condenada manta ―exclamó Ravenna, cuyo aspecto era casi tan deplorable como debía de serlo el mío. Y eso que ella había dormido en una cama y no sobre un delgado colchón en el suelo. Para algunos eso era más que suficiente.

Me incorporé y luché para meterme en una túnica de buceo nueva, mientras me preguntaba por qué habría sido tan estúpido de quedarme allí esa noche en lugar de ir a mi habitación en el Refugio y despertarme un poco más temprano para bajar a la costa.

Sabía que no tenía ningún sentido ducharme, ya que en seguida me sumergiría en el agua. Al menos era un amanecer thetiano, sin la gris humedad de Qalathar o el frío helado de Océanus. Corría un aire suave, apenas un poco más fresco que durante el día.

Parecían haber transcurrido sólo unos minutos desde nuestra llegada para tomar una cena tardía y descansar tras casi diez horas de trabajo continuo en la
Obediencia,
manta del Dominio.

Mi cansancio había sido demasiado grande para contemplar la posibilidad de caminar hasta el Refugio, de modo que Ravenna me había ofrecido el suelo de su pequeño aposento en la estación. Ninguno de los demás pudo haber malinterpretado el ofrecimiento, pues, a pesar de los esfuerzos del Dominio, los thetianos no compartían sus principios de igualdad. Yo era consciente de que muchas personas del continente despreciaban a los thetianos por su falta de discriminación entre hombres y mujeres, y ni tan siquiera el puritanismo haletita de Eshar había conseguido cambiar la reputación de Thetia como un territorio disoluto e inmoral. Por otra parte, desde que fue herida, Ravenna había rehuido todo contacto físico, igual que Palatina.

―A propósito, ¿por qué está Amonis tan inquieto? ―pregunté, percatándome a la vez de que me había puesto la túnica del revés―. Ya ha perdido bastante tiempo aquí...

―Disfruta atormentando a la gente ―respondió Ravenna mientras se frotaba los ojos con cuidado y se ataba el cabello hacia atrás de manera que no le fuese a los ojos cuando trabajase. Siempre había tenido el aspecto ausente de un académico, pero en parte era una máscara. A diferencia de la mayoría de los habitantes del Refugio, Ravenna sabía lo cruel que podía ser la Inquisición.

Como todos los oceanógrafos estaban presentes, el desayuno fue una experiencia poco placentera, muy diferente de la comida lenta y relajada de los eruditos del Refugio.

Además tuvimos que darnos prisa, pues todos estábamos ansiosos por acabar el trabajo lo antes posible. Sólo unos minutos después de que Iulio golpeara nuestra puerta, cogíamos antorchas de leños del
Ala plateada
ya reparado y las transportábamos en dirección a las calmas olas de la laguna.

Comencé a sentirme más despierto cuando, tras haberme mojado un poco la cara, me senté en la cubierta del catamarán dejando que la brisa matinal me refrescara. Fue el último momento de placer que tendría durante varias horas.

Nada más detenernos en el amarradero del
Obediencia
oí cantos traídos por el viento y alcé la mirada en dirección a los imponentes muros de las habitaciones de los huéspedes, situadas sobre el borde del acantilado del Refugio. Los inquisidores ya se habrían despertado, pero al menos estaban fuera de nuestro camino. Cuando anclamos, miré hacia uno de los lados del catamarán y distinguí debajo de nosotros la gran sombra azul oscuro, tan hermosa como la de cualquier manta, incluso si pertenecía al Dominio. Las algas que cubrían toda su parte central y la aleta de estribor parecían una multitud de pequeñas rémoras sobre una manta viviente.

Aun así, deseé que las algas nunca hubiesen existido. Me tocaba trabajar sobre el frente de la manta, quitándolas de las bocinas y el puente de cristal. No esperaba que hubiese tripulantes tan temprano, pero cuando comencé a fregar las ventanas vi a un hombre con un uniforme rojo y anaranjado que me miraba con atención. La forma de su rostro y sus escasos cabellos grises me recordaron a un sacerdote del templo de Lepidor que durante un tiempo había sido mi instructor y que solía usar su bastón demasiado generosamente.

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