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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Cruzada (7 page)

BOOK: Cruzada
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―Pero si vence el Dominio, entonces...

Toda su petición era tan extraña, tan inesperada, que no parecía tener lógica alguna.

―Huid hacia el sur ―sostuvo Dione con firmeza―. Y dejad de discutir, pues no me queda mucho tiempo. Sois lo bastante jóvenes para tener fe en vosotros mismos y en cualesquiera que sean los dioses que en teoría nos protegen. Pero creo que el Dominio podría venceros finalmente. Son demasiadas las personas que creen lo que les han dicho los sacerdotes, que lo creen de todo corazón y confían en ello tanto como en el hecho de que el sol saldrá cada mañana. Eso es algo que no podréis derrotar con ejércitos ni tormentas.

Dione suspiró y cerro los ojos. Fue sólo un instante y luego prosiguió su discurso.

―De modo que si sucediese lo peor, vosotros dos debéis ser testigos y símbolos de cuanto ha sucedido. Cuando fue creado, el Dominio reescribió la historia y me temo que en esta ocasión irá aún más lejos.
Si
el Dominio destruye cualquier resistencia que existiese, quiero que me prometáis que os dirigiréis hacia el sur en busca de algún sitio donde el Dominio carezca de poder. No seréis de ninguna utilidad si estáis muertos.

Por un momento ni Ravenna ni yo dijimos nada. Era una promesa demasiado arriesgada y con un final demasiado vago. Y extremadamente curiosa, más que curiosa.

―¿Qué más vas a decirnos? ―preguntó Ravenna con indecisión.

―Lo sabréis cuando hayáis jurado lo que os pido ―insistió Dione―, y hacedlo con vuestros verdaderos nombres.

Sorprendido, le cogí una mano.

―Yo, Cathan Eltanis Tar' Conantur, prometo en nombre de Thetis respetar la promesa que formularé ahora.

Ravenna repitió el juramento con su nombre auténtico, tuviese el valor que tuviese. Entonces ambos observamos a Dione expectantes y noté mi propia preocupación reflejada en el rostro de Ravenna.

Me arrodillé junto a la cama en lugar de seguir inclinado, pues los músculos de la espalda volvían a recordarme todas las horas pasadas cargando las pesadas antorchas. Además, me sentía agotado, pero ahogué toda sensación de cansancio en lo más profundo de la mente e intenté concentrarme en lo que la anciana me decía.

―Hace doscientos cincuenta años, el clima de Aquasilva era muy diferente. Las tormentas eran sucesos infrecuentes y consistían apenas en suaves lluvias comparadas con lo que existe hoy en día. Hay un poema de Maradia, una elegía de amor, en la que describe lo maravilloso que era el clima para los amantes durante el festival de Hyperias: cálido pero no demasiado, lo bastante templado para permanecer sentado fuera la noche entera.

Yo había leído los poemas de Maradia por placer, no por la información que dieran acerca del clima, pero sabía a qué se refería Dione. Quizá eso hiciese los poemas aún más encantadores, que reflejaban una forma de vida desaparecida.

―Cuando llegasteis aquí deseabais saber por qué titulé a mi libro
Fantasmas del paraíso,
y os lo he dicho. Por cierto que «paraíso» es una palabra inexacta para esta cuestión, pues no existe nada parecido a eso. Aquasilva es lo que hagamos con ella y, aunque por entonces el clima fuera idílico, sus habitantes estaban tan poco adaptados a ese paraíso como suele estarlo siempre la humanidad.

Ahora Dione parecía estar divagando, avanzando por una tangente, pero ni Ravenna ni yo nos atrevimos a decir nada.

―En el libro propuse un modo de liberar a Aquasilva de las tormentas. Es una forma totalmente teórica, ya que requiere de mayor poder que el que puedan reunir todos los magos de la historia de Aquasilva. Lo que no os dije es que las tormentas no harán sino empeorar en los siglos venideros.

―Algo de lo que de todos modos ya nos hemos percatado... ―intervino Ravenna.

―Por supuesto que sí, y yo también. Es un cambio demasiado lento para notarlo a simple vista, y, como el Dominio prohibió el estudio de las tormentas, nadie ha tenido la posibilidad de realizar análisis apropiados. Sólo el Dominio tiene información sobre el asunto. A medida que transcurran las décadas y los siglos, el clima empeorará cada vez más y el poder del Dominio se hará progresivamente mayor.

Eso tenía sentido, ya que el Dominio era la única defensa contra las tormentas. Pero era una proyección de futuro tan tenebrosa que era difícil de creer.

―¿No hay ningún modo de cambiar esa situación? ―indagué, preguntándome si en eso consistiría el secreto.

Dione asintió con esfuerzo.

―Debéis comprender cómo funciona. Es demasiado largo para que os lo explique ahora, de modo que os lo he dejado por escrito. Mi deseo era acelerar vuestra enseñanza, pero los inquisidores llegaron demasiado pronto. Cada tanto, se dan las condiciones para producir pequeños cambios en el clima. La única oportunidad que existió para revertir el proceso se produjo en los primeros años, pero el Dominio se negó a aprovecharla. La humanidad desarrolló las tormentas y puede eliminarlas. Esto no os importa a vosotros ahora, pero si alteráis el ciclo de las tormentas de forma demasiado drástica para usarlas contra el Dominio, os arriesgaréis a estropear el equilibrio.

De modo que volver las tormentas contra el Dominio como nosotros habíamos planeado podía resultar devastador. Me di cuenta demasiado tarde de qué pretendía Dione con sus palabras: no quería que interfiriésemos en el clima.

¡Por el amor de Thetis! ¡Tampoco yo deseaba hacerlo! Pero entonces parecía ser el único modo de enfrentarse al Dominio, de expulsarlo del Archipiélago y vengar a los muertos de las cruzadas. Era imposible afirmar qué produciría un daño mayor, nosotros o la acción del Dominio, y si fuese posible saberlo, Dione parecía tener la intención de llevarse el secreto a la tumba.

―Lo único que haces es desanimarnos ―irrumpió Ravenna con los ojos clavados en el rostro de la anciana―. ¿No hay nada más? No conseguiremos obtener una victoria contra el Dominio sólo con estas pocas palabras.

―¿Serias capaz de destrozar el clima para salvar tu trono?

―No sabemos lo suficiente sobre él y tampoco se trata sólo de mi trono. Thetia, el Archipiélago... ¿No deseas ver cómo el Dominio es expulsado?

―No podré verlo de todos modos ―dijo Dione―. Sí, deseo acabar con el poder del Dominio, pero no me parece que haya que destruir el planeta para lograrlo. Si el Dominio lanza una cruzada contra el Archipiélago, quizá se produzcan unos cientos de miles de muertes, pero eso no es nada comparado con lo que sucedería si el ciclo de tormentas escapase de todo control.
No podéis permitir que eso suceda.
Cuando llegasteis aquí guardaba la esperanza de que mi enseñanza os demostrase lo horrible que es la idea de vuestra magia de las tormentas. Pero no lo habéis aprendido.

―Tú tampoco pareces haber comprendido ―respondió Ravenna, mostrando su furia más en las palabras que en la expresión de su rostro―. El Dominio destruirá todo lo que Thetia y el Archipiélago han sido y los transformará en pálidas réplicas de Equatoria.

―¿Qué derecho tenéis para escoger entre las vidas de vuestra propia gente y el sufrimiento de todos los que habitan este planeta? ―insistió Dione―. Dejad por un minuto de dejaros llevar por las emociones y comenzad a emplear la cabeza. Pensad en las hambrunas, las inundaciones, los naufragios. Si no existen flotas de pesca para alimentarla, vuestra gente morirá de todos modos. ¿Sois tan monstruosamente arrogantes para creer que tenéis el derecho a tomar una decisión así?

Primero fijó su mirada en Ravenna, luego en mí, y ninguno de los dos la esquivó.

―Vamos ―desafió―, atreveos, decidme que lo sois. Decidme que estáis dispuestos a arriesgar tanto, empleando un arma que quizá ni siquiera os brindase una victoria decisiva.

Me sentí mal. Dione me estaba diciendo que había desperdiciado los últimos dos años, que todo cuanto había aprendido carecía de sentido pues los peligros que entrañaba eran demasiado grandes.

―¿Por qué no nos explicaste esto desde el principio? ―pregunté.

―Porque pensabas que con el
Aeón
serías capaz de resolver todos tus problemas, que podrías permanecer aquí durante unos pocos meses, lograr que yo te explicase todo cuanto sé y regresar de inmediato al buque para comenzar la ofensiva. Nunca me hubieses creído. Todavía no me crees, lo que significa que he fallado. Mi deseo era transmitir antes de morirme todos mis conocimientos y vosotros dos erais mi última oportunidad. Pero os lo enseñé de modo que pudieseis comprender las tormentas, para que alguien de fuera del Dominio tuviese una idea de lo que sucedería.

―O sea que vas a decirme otra vez que debí de haber seguido tu consejo y ocupar el trono ―objeté. Todo parecía reducirse nuevamente a eso y lo único que yo quería era marcharme de allí e irme a dormir y que por la mañana pasase lo que tuviese que pasar. Los heréticos supervivientes confiaban en nuestro apoyo para comenzar su lucha y no parecía haber nada que pudiésemos ofrecerles a cambio, apenas explicarles que habíamos sido víctimas del orgullo desmedido de una anciana.

―Ahora ya es tarde para aconsejaros, vosotros deberéis tomar la decisión. Si utilizáis la magia de las tormentas contra el Dominio, no seréis mejores que él. Los sacerdotes os describirán como a monstruos del mismo modo que lo hicieron con Aetius IV y Tiberius. Sólo que en este caso vosotros lo mereceréis.

―Gracias ―exclamó Ravenna, fastidiada, mientras se ponía de pie y volvía a rodear la cama en dirección a la puerta―. Gracias por utilizarnos igual que lo han hecho los demás, para tus propios propósitos. Gracias por hacernos desperdiciar dos años de nuestras vidas. Gracias por escribir un libro que no prueba nada y que arruinó la reputación del Instituto Oceanográfico. Adiós,
Salderis.

―Aún no he acabado ―dijo la anciana con una fortaleza que me sorprendió.

―¿Dirás algo que quiera escuchar?

―Lo escucharás, porque le debes eso a una anciana a la que le quedan pocos minutos de vida. Acercaos.

Se irguió un poco en la cama.

Ravenna volvió al pie del lecho como si la forzase un guardia armado.

―Sólo los que causaron las tormentas pueden ayudaros ―afirmó Dione antes de volver a reclinarse. Tras un instante de pánico comprobé que seguía respirando, pero no dijo nada más.

Llamamos al Preservador y a la doctora y nos sentamos con ellos junto a la cama durante un tiempo indefinido antes de que la anciana volviese a abrir los ojos y susurrase unas pocas palabras: su despedida del Preservador y la doctora, un agradecimiento y una solicitud de bendición.

―¿Deseas que llamemos a un sacerdote? ―preguntó el Preservador, preocupado.

―Una bendición thetiana ―aclaró la anciana y me señaló a mí.

Yo hubiera podido ser el jerarca, el alto sacerdote de la antigua religión. Ella lo sabía y me instaba a desafiar directamente al Dominio, a reclamar un trono que no me pertenecía. Yo estaba tan seguro de ello como alguna vez lo había estado de que nunca nadie me llamaría emperador, pero haciendo las veces de jerarca murmuré para ella una bendición thetiana.

Unos minutos más tarde, Salderis Okhraya Polinskarn estaba muerta. Quizá fuese la más destacada de todos los científicos habidos en Aquasilva, herética y heresiarca, oceanógrafa, ciudadana de Thetia. Mi profesora durante los dos últimos años, y aunque Ravenna los consideraba una pérdida de tiempo, yo no pensaba lo mismo.

―Mañana le daremos sepultura en el mar ―anunció el Preservador, que sin duda se preguntaba qué nos habría dicho antes de morir―. Atho y Raimunda, vosotros no habéis estado aquí. Si los inquisidores me interrogan, diré que murió mientras dormía.

Instantes después, Ravenna y yo regresamos a mi habitación. A cada paso que dábamos, sentía que despertábamos a los muertos, pero nadie pareció molestarse.

―También ella nos traicionó ―afirmó Ravenna tras cerrar la puerta.

Me senté, pensativo, en la cama.

―Sin embargo, tenía razón...

―¿Nunca puedes mantener tus propias opiniones?

No había perdido ni una pizca de carácter y el cansancio sólo la volvía más irritable.

―A veces también puedo escuchar lo que me dicen otras personas.

―Pero no siempre tienes que creerlo. Ella pretendía que intentases tomar el trono, lo sabes. Es evidente que, pretendiendo eso, pintaría las demás opciones de forma poco atractiva. ―Ravenna me miró con furia―. Después de todo, ¿por qué vinimos aquí?

―Ahora sabemos qué debemos hacer ―sugerí refregándome los ojos para mantenerme despierto unos minutos más―. ¿Dónde más podríamos haberlo averiguado?

―Lo sabes ―respondió Ravenna con amargura―. Deberíamos haber regresado al
Aeón
para aprender de forma práctica, observando los cambios del clima, en lugar de venir en pos de un modelo teórico, que, de todos modos, nos veremos forzados a modificar.

―Pronto dirás que ni siquiera deberíamos habernos marchado del
Aeón.

―Es obvio que no podíamos quedarnos allí. Pero una vez que dimos con un médico para Tekraea, tendríamos que haber regresado sin más.

Era una vieja discusión que habíamos mantenido varias veces a lo largo de los últimos tres años cuando nadie nos escuchaba, y Ravenna aún no me había perdonado.

―Ya lo hemos hablado antes ―afirmé con cansancio―. Admite por lo menos que necesitabas instrucción científica, incluso aceptando que no haya sido conveniente permanecer aquí tanto tiempo.

Pero Ravenna no estaba de humor para admitir nada.

―Ése no fue el motivo por el que se prolongó nuestra estancia. Nos quedamos porque a ti te interesaba convertirte en oceanógrafo, ocultarte aquí y rezar para que nadie te reconociese.

―¿Y
qué hubiese sucedido con
el Aeón?

―Tarde o temprano nos hubiésemos visto obligados a hacer algo. Pasado mañana zarparemos en la manta rumbo a Karn Madrasa y estaremos a bordo del
Aeón
dentro de una semana. Espero que para entonces seas capaz de tomar al menos una decisión.

―Podemos discutirlo cuando amanezca ―sugerí, sabiendo que Ravenna consideraría esa petición como la admisión de mi derrota. De cualquier modo no me quedaban muchas posibilidades de ganar, no en aquel estado de sopor.

―Bien ―aceptó ella y se echó a dormir en el suelo en seguida que soplé la vela. Estaba demasiado abatido para sentir pesar por la muerte de la anciana y me dormí en el instante mismo de acostarme. Demasiado abatido incluso para quitarme las sandalias. No tenía ningún sentido levantarme para desayunar.

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